31

Era más de la una del mediodía cuando Lucie llamó a la puerta de la casita de Pierrette Solène. Aparte del café que se había tomado en la maternidad con Blotowski, quien había intentado ligar con ella descaradamente, no había comido nada desde que se marchó de París. Tras esa visita, tendría que ir necesariamente a comer a algún sitio. Tenía que recargar las baterías, para no acabar en una cuneta, desvanecida al volante. En dos días había recorrido más kilómetros que en un año entero.

La enfermera vivía en una de esas casitas baratas, de bloques de hormigón, de fachada blanca y enlucida, en el corazón de un barrio tranquilo en la periferia de la ciudad. Según el certificado del registro civil que le había proporcionado Michel Blotowski, la mujer debía de tener en la actualidad sesenta y ocho años y dejó el hospital de la Colombe ocho años atrás para disfrutar de una jubilación probablemente más que merecida.

Pierrette Solène entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Vestía un sencillo vestido de flores y unos escarpines negros de los tiempos de Maricastaña. Las arrugas surcaban su rostro y sus mejillas, y dibujaban formas geométricas complejas. Llevaba unas grandes gafas de montura marrón, con cristales ligeramente de aumento y con las varillas unidas por un cordel.

– Lo lamento, pero venda lo que venda, no me interesa.

– No vendo nada, señora. Soy de la policía.

Lucie mostró su carnet, más rato en esta ocasión. Pierrette Solène, recelosa, lo observó con atención, con los ojos ligeramente entornados. Lucie trató de ganarse su confianza.

– No se inquiete, no sucede nada grave. Mi investigación me ha llevado hasta el hospital de la Colombe. Según el archivo de personal, usted trabajó allí durante más de treinta años. Trato de remontar en el tiempo y simplemente deseo hacerle algunas preguntas sobre un período preciso.

Pierrette Solène echó un vistazo a la acera y al Peugeot 206 de Lucie, aparcado junto a la acera.

– ¿Dónde está su colega? Los policías siempre van de dos en dos en las series de la tele. ¿Por qué va usted sola?

Lucie le dirigió una sonrisa educada.

– Mi colega está interrogando a otras personas en el hospital. En cuanto a las series… No debería creer todo lo que cuentan, la realidad del oficio de policía es muy diferente.

Tras un ligero titubeo, la sexagenaria invitó a su interlocutora a entrar. Cinco minutos después, Lucie se hallaba sentada en un sofá cubierto con una gruesa manta de lana, con una taza de café azucarado entre las manos. Un gato pelicorto europeo se deslizaba afectuosamente entre sus piernas. La tele emitía una serie americana, justamente, que hablaba de amor y pasión. El rostro de Pierrette pronto se animó cuando Lucie le pidió información acerca de Stéphane Terney.

– Fue mi jefe durante los cuatro años en que ejerció en la Colombe. Era un buen médico, un apasionado que siempre quería hacer demasiadas cosas.

– ¿Qué quiere decir?

– Se metía en todo: obstetricia, ginecología, inmunología… Todo cuanto gira en torno a la procreación lo fascinaba. No contaba las horas y estaba siempre en la Colombe. En el trabajo, gobernaba sus equipos con mano de hierro. No le gustaba que la gente hiciera vacaciones. El trabajo, nada más que el trabajo.

– ¿Se ocupaba a menudo de los partos?

– Sí. A pesar de su aparente dureza, le gustaba mucho traer bebés al mundo. En cualquier caso, por lo menos una vez al día se pasaba por las salas de parto para cortar cordones umbilicales y saludar a las madres de las que se ocupaba en ginecología. Y eso, a cualquier hora. Jamás había visto a un jefe de servicio hacer algo semejante. Nos imponía una vida dura pero, en conjunto, lo apreciábamos.

Lucie recordaba el artículo de Wikipedia. Terney, soldado enfermero, que descubre a un bebé en el suelo, unido a su madre por el cordón umbilical. Nunca se había liberado de Argelia ni de los traumas de la guerra. Llevándose la taza de café a los labios, Pierrette miró de repente a Lucie con tristeza, como si de repente se diera cuenta de la razón de su visita.

– ¿Le ha ocurrido algo al doctor Terney?

Lucie le comunicó la terrible noticia y dejó que encajara el golpe. Tras los gruesos cristales de sus gafas, Pierrette, con la mirada perdida, tenía la vista clavada en el suelo. Los recuerdos del hospital debían de afluir a su mente, los buenos y los malos, recuerdos que cobrarían un nuevo valor como consecuencia del fallecimiento y que ella guardaría en una caja preciosa. Lucie aprovechó la ocasión.

– Hábleme de la noche del 4 de enero de 1987. Una fría noche de invierno en la que el doctor Terney trajo al mundo a un niño al que llamó Grégory Carnot. Usted estaba de guardia, aquella noche, en la sala de partos 3 de la maternidad. La madre murió al dar a luz debido a una grave hemorragia ligada a una preeclampsia. ¿Lo recuerda?

El rostro de la enfermera parecía atrapado en un bloque de hielo. Su labio superior comenzó a temblar y se llevó una mano a la boca, estupefacta. Depositó su taza, que tintineó contra el plato de porcelana. Lucie apretó los puños, uno contra otro: veinte años después, Pierrette Solène aún llevaba los estigmas de aquella noche. Contra lo que cabía esperar, la veterana enfermera se puso en pie y se contentó con decir:

– Todo eso queda muy, muy lejos. Ya no recuerdo nada, lo siento.

Lucie también se puso en pie y se situó a unos centímetros de ella.

– No puede haberlo olvidado. ¿De qué tiene miedo?

Pierrette titubeó unos segundos.

– ¿Puede asegurarme que no tendré problemas?

– Se lo garantizo.

Un silencio. La enfermera reflexionaba. Lucie se dijo que cargaba con un tremendo secreto, un secreto que tal vez Terney la obligó a guardar durante todos aquellos años. Ahora que estaba muerto, que ella había dejado el hospital, los cerrojos iban a saltar.

Pierrette apagó el televisor. Un silencio sepulcral rodeó a las dos mujeres. Lucie volvió a tomar la palabra al suponer que habría que guiar un poco a la enfermera.

– Durante su estancia en el hospital, usted estuvo junto a esa mujer, le sirvió las comidas y cuidó de ella antes del parto. ¿Sabe cómo se llamaba? Es muy importante para mi investigación.

– Claro que lo sé. Se llamaba Amanda Potier.

Lucie sintió un gran alivio al poder dar por fin un nombre a un rostro en blanco, a aquella mujer fallecida en el parto, probablemente con horribles dolores. No pidió ni lápiz ni papel para apuntar la información, sobre todo no quería atosigar a su interlocutora y provocar que se bloqueara. Todo debía ser informal, volátil. Pero Lucie memorizaba cada una de las palabras.

La enfermera prosiguió.

– Era muy joven, veinte o veintiún años. Una mujer guapa de largos cabellos morenos y ojos muy oscuros.

– ¿Por qué deseaba un parto anónimo?

– Ya no quería aquella criatura y era demasiado tarde para abortar… Unas semanas antes, su novio la había abandonado como un cobarde. A su edad, se sentía incapaz de criarlo sola.

Lucie apretó los puños. Una futura madre, joven, abandonada por aquel al que amaba, aquel que le habría prometido de todo y al que ingenuamente había creído. Era su misma historia personal. Las suturas de su pasado se desgarraban una tras otra y aquella maldita investigación la hería en lo más hondo. Trató de dejar a un lado sus sentimientos, de abstraerse de su propio dolor de mujer y madre. Tenía que mantenerse fuerte y concentrada.

– Cuénteme sus recuerdos tal como le vengan a la memoria -dijo Lucie-. Tómese el tiempo que desee.

Pierrette cerró los ojos un buen rato y luego volvió a abrirlos.

– Amanda Potier era pintora, empezaba entonces y no se ganaba la vida con sus cuadros. Vivía en un pequeño apartamento de la periferia de Reims, por Neuvillette, a unos kilómetros de aquí. Ella y el doctor Terney se conocían ya antes de su ingreso, él le había comprado algunas obras en la inauguración de una exposición, para apoyarla y animarla. Ella parecía quererlo mucho. Él incluso le encargó algunas obras, unos cuadros relacionados con el ADN y el nacimiento que deseaba para decorar su casa. Ella me confió que tenía unos gustos muy extraños pero que pagaba bien.

Lucie recordó entonces el cuadro que había entrevisto colgado en la biblioteca de Terney y en las fotografías del escenario del crimen. Aquella especie de placenta inmunda y la firma, Amanda P., en una esquina. Tenía un vago recuerdo de ese nombre y esa inicial que había visto rápidamente en una de las fotos.

– … Amanda explicaba que habían comido juntos y habían hablado sobre todo de arte. Luego, un día, su conversación versó sobre su embarazo. El doctor la convenció de que dejara a su antiguo ginecólogo y de que la visitara él. Se ocupó de ella durante los cuatro últimos meses de su embarazo.

Lucie trataba de pensar al mismo tiempo. Stéphane Terney había querido acercarse a cualquier precio a Amanda, y a su futuro bebé. Llevó su razonamiento aún más lejos: ¿Terney se había acercado a Amanda Potier a propósito? ¿La vigilaba, cuando ella lo tomaba por su amigo? ¿Le había comprado obras para ganarse su confianza? Lucie planteó de repente una pregunta que le vino a la cabeza.

– ¿Sabe por qué el doctor vino a instalarse a Reims en 1986? ¿Por qué eligió esta maternidad? Terney gozaba de un puesto excelente en París, tenía diversas investigaciones en curso y viajaba mucho. Así las cosas, ¿por qué encerrarse en provincias?

Pierrette se encogió de hombros tímidamente.

– Creo que simplemente aprovechó una oportunidad. Al doctor Grayet, su predecesor, le faltaban tres años para jubilarse. Dimitió en el momento en que el doctor Terney presentó su candidatura.

Un golpe violento en el pecho de Lucie.

– ¿Dimitir, a tres años de la jubilación? ¿Estaba prevista esa dimisión?

La enfermera meneó la cabeza, con los labios apretados.

– Grayet nunca nos había hablado de ello, y nunca nos lo hubiéramos imaginado de él. Pero era así… Quería disfrutar de la vida, creo. Dejó el hospital discretamente, sin bombo ni platillos.

– ¿Cómo se llamaba ese doctor, exactamente? ¿Su nombre de pila?

– Robert. Robert Grayet. Pero no podrá interrogarlo. Murió de Alzheimer hace cinco años, fui a su entierro. Es triste acabar así.

Lucie almacenaba esas informaciones capitales. ¿Era posible que Terney hubiera provocado la dimisión de su predecesor para reemplazarlo y así estar cerca de Amanda Potier y convertirse en su médico? A Lucie le daba vueltas la cabeza. Parecía completamente inconcebible. Y, sin embargo, las fechas cuadraban: Terney dejó París en 1986 y se instaló en Reims, cuando Amanda estaba embarazada… Se ocupó de su embarazo y dio a luz en enero de 1987. Lucie se remontó en el tiempo. París, igualmente en 1986. Según el artículo de Wikipedia, Terney se divorció unas semanas antes de marcharse. Tal vez algún acontecimiento provocó la ruptura… Tal vez su primera esposa estaba al corriente de algo relacionado con Amanda Potier o Robert Grayet.

Lucie dejó de lado las preguntas que la rondaban y prosiguió.

– ¿Amanda Potier no tenía familia? ¿Nadie iba a verla a la maternidad?

– Sí, por supuesto. Sus padres vinieron de Villejuif, la mantenían. Su madre era una mujer muy guapa, aún joven, que se le parecía mucho. Una futura abuela de unos cuarenta años…

La enfermera hacía girar su dedo índice alrededor de la taza de café. Los recuerdos le dolían, pero Lucie no soltó presa.

– Durante su hospitalización, ¿cómo se comportaba el doctor con ella?

– Estaba siempre allí, muy cerca de la paciente. De día y de noche. Incluso nos suplía en nuestras tareas de enfermería. Recuerdo los exámenes a los que la sometía, las tomas de muestras de sangre. Amanda estaba extremadamente fatigada y tenía un vientre descomunal. Recuerdo también que comía muchísimo. Fruta, galletas, todo lo que caía en sus manos.

– ¿El doctor y ella eran íntimos?

Apretó los dientes.

– No lo suficiente para que el doctor llorara su muerte en la sala de partos, en cualquier caso.

Lucie reflexionó, cada vez más azorada. Ahora tenía la certeza de que Grégory Carnot nunca había sido un niño como los demás. Algo en él había interesado sobremanera al médico. Algo que tal vez obligó a Terney a divorciarse, a mudarse y a construir su vida alrededor de aquella criatura. Aquello desbordaba el entendimiento.

– Hábleme ahora del día del parto.

Pierrette Solène tragó saliva con dificultad.

– La noche del 4 de enero, los aparatos a los que estaba conectada Amanda Potier se volvieron locos. Su tensión era muy alta y el corazón se aceleraba. Le faltaba una semana para salir de cuentas pero había que sacar al bebé a toda costa. El doctor llamó inmediatamente al anestesista y a una comadrona y la condujo a la sala de partos.

Ahora su voz era temblorosa, la emoción la dominaba.

– Luego todo sucedió muy deprisa y empeoró. La paciente comenzó a sufrir convulsiones y se produjo la hemorragia. No lográbamos estabilizarla. El doctor practicó una cesárea. Era… era horrible. Enseguida perdió por lo menos un litro de sangre. Era como si el cuerpo se vaciara de toda su energía, de manera incomprensible.

Lucie sintió que se le ponían los pelos de punta.

– Amanda Potier ni siquiera vio nacer a su hijo. En treinta años de carrera, sólo he visto a tres madres morir en una sala de partos. Cada vez fue una experiencia profundamente traumática, inhumana, que no le deseo a nadie.

Lucie imaginó el ambiente en la sala de partos. Sangre por todas partes, la línea plana en el monitor, los rostros abatidos. Y la ignominiosa sensación de fracaso.

– ¿Y el bebé?

Pierrette hizo una mueca de repugnancia.

– Él estaba en plena forma mientras su madre se desangraba. Un bebé gordo, con un peso muy por encima de la media. Un caso muy raro dada la preeclampsia.

Hablaba con amargura teñida de cierta repugnancia.

– ¿Pudo seguir la evolución del bebé? -preguntó Lucie.

– No. Se lo llevaron a neonatología y ya no era mi trabajo. A decir verdad, nunca supe qué había sido de él. Creo que… que no quería volver a oír hablar de él. Su madre murió ante mis propios ojos mientras él estaba perfectamente.

Hizo una mueca de asco.

– Y con lo que me ha explicado usted hoy… Eso aún me indigna más…

La imaginación de Lucie carburaba a toda máquina y ante ella aparecían sórdidas imágenes. No podía evitar ver un bebé monstruoso, cubierto de materias orgánicas, de sangre, agitando sus miembros pringosos de un lado a otro y chillando. Pierrette se restregó el rostro un buen rato. Parecía dubitativa, suspiró, y por fin dijo:

– Esa noche vi algo, señora. Algo que nunca he contado a nadie. Algo que contradecía el diagnóstico de preeclampsia del doctor.

Lucie se inclinó hacia delante. Se sentía al borde del abismo, al igual que la enfermera, que prosiguió lentamente:

– Tenía que ver con la vascularización de la placenta.

La placenta… Lucie pensó de nuevo en el cuadro en la biblioteca de Terney. A la enfermera le costaba pronunciar unas palabras que probablemente jamás habían salido de su boca.

– La preeclampsia hace que las placentas sean muy, muy pobres en vasos sanguíneos, es sistemático, incluso en el caso de bebés de talla normal. Cuando ese bebé salió por cesárea, el doctor se apresuró a aspirar inmediatamente la placenta que había quedado en el vientre materno. La comadrona y el anestesista no vieron nada, aquélla se ocupaba del bebé y éste hacía lo posible para tratar de ver algo entre toda aquella sangre y estabilizar a la paciente. Pero yo sí la vi.

Un silencio. Lucie aguardaba ansiosamente sus palabras.

– ¿Qué vio exactamente?

– Esa placenta, casi parecía… una tela de araña por la cantidad de vasos sanguíneos que había en su superficie. Para que se haga una idea, en toda mi vida profesional nunca he visto una placenta tan irrigada. Es por esa razón por lo que el bebé era gordo y alto, disponía de todos los recursos para desarrollarse correctamente.

Nerviosa, Lucie se puso en pie bruscamente.

– Un momento…

Corrió a su coche y regresó con el sobre marrón que contenía las fotos de la escena del crimen. Cogió una que mostraba el cuadro de la placenta en primer plano y la tendió a la enfermera.

– ¿La placenta de Amanda Potier se parecía a ésta?

Pierrette asintió con repugnancia.

– Exactamente. Estaba tan vascularizada como ésta. Pero… ¿De dónde ha salido eso?

– Del domicilio del doctor. Le pidió a Amanda que se la pintara.

– Amanda pintó su propia placenta. ¡Oh, por Dios, es asqueroso!

– Eso significa que el doctor estaba al corriente de esa placenta ultrairrigada y que eso le interesaba sobremanera.

La enfermera devolvió la fotografía a Lucie.

– Todo esto es muy extraño. ¿Lo sabría gracias a las ecografías?

– Eso creo.

Hubo un silencio. Ambas intentaban comprender. Lucie mostró igualmente el cuadro del fénix, por si acaso, pero la enfermera no identificó de qué se trataba.

Pierrette prosiguió.

– Quizá no me creerá, pero cuando… cuando el doctor descubrió la placenta de su paciente durante el parto vi que le brillaban los ojos. Como… si estuviera fascinado. Fue muy breve, no duró ni un segundo, pero tuve esa sensación.

Se frotó los antebrazos.

– Mire, no le miento, tengo los pelos de punta. Cuando descubrió que lo había sorprendido, me dirigió la mirada más fría que he visto en mi vida y durante la aspiración, me miró fijamente sin abrir la boca. Comprendí en el acto que debía guardar silencio… Y, un minuto más tarde, la madre estaba muerta.

Lucie reflexionaba a toda velocidad. Se sentía profundamente perturbada por las palabras de su interlocutora. ¿Qué era esa historia de la placenta? ¿Qué significaba ese destello de alegría en la mirada de Terney mientras su paciente se moría en la sala de partos? ¿Había sacrificado a una madre, obligándola a dar a luz, para hacer nacer a cualquier precio al bebé?

La misma pregunta volvía una y otra vez: ¿por qué tenía que venir al mundo ese bebé? Pierrette seguía hablando con voz monocorde y ahora sentía la necesidad de vaciarse completamente.

– El doctor Terney, el anestesista, la comadrona y yo tuvimos una reunión unas horas después con el jefe del hospital y se redactó un informe. Oficialmente, Amanda Potier había muerto de preeclampsia. Terney tenía todos los elementos: los resultados de los exámenes y de las pruebas de proteinuria, la tensión alta e incluso las estadísticas que demostraban que la preeclampsia podía dar bebés correctamente proporcionados. El hospital no tenía ninguna responsabilidad. Los padres de la paciente nunca pensaron en presentar una demanda.

– ¿Usted no habló de la placenta?

Pierrette meneó la cabeza, como haría un niño que no quisiera confesar su falta.

– ¿Y qué hubiera cambiado eso? Era mi palabra contra la del médico. La placenta había sido destruida. Y además, la madre había fallecido y no hubo error médico. Se produjo una hemorragia y no pudo hacerse nada. No deseaba complicar las cosas ni poner en peligro mi carrera.

Suspiró, aparentemente abatida.

– ¿Quiere saber qué pienso, veintitrés años después? La enfermedad que mató a Amanda Potier parecía una preeclampsia y así podía diagnosticarse, porque algunos elementos no mentían, pero no lo era. Y hoy estoy convencida de que el doctor sí sabía de qué se trataba. Ese cuadro monstruoso, además, es la prueba evidente de ello.

Se alzó de su sillón apoyándose con las manos.

– Ahora, discúlpeme, pero creo que no tengo mucho más que contarle. Todo esto forma parte del pasado y ya es muy tarde para despertar viejos fantasmas. El doctor ha muerto, descanse en paz…

– Nunca es demasiado tarde. Al contrario, las respuestas se esconden en el pasado.

A su vez, Lucie se levantó del sofá. Su viaje no había sido en vano, incluso a pesar de que ahora hubiera aún más preguntas en el aire. En cualquier caso, estaba segura de una cosa: lentamente pero con seguridad, el ginecólogo obstetra había tejido una telaraña que había llevado al nacimiento de un monstruo.

Aunque avanzara entre una niebla espesa, Lucie sabía que su búsqueda de la verdad se concretaba cada vez más. Amanda Potier, Stéphane Terney y Robert Grayet, su predecesor en la Colombe, habían muerto y se habían llevado consigo sus siniestros secretos. Para Lucie, no había muchas opciones: tenía que remontarse en el tiempo e ir en busca de la primera de las ex mujeres de Stéphane Terney.

Aquella de la que se divorció justo antes de su precipitado traslado a Reims.

Uno de los rastros del pasado que, tal vez, poseía una parte de la verdad.

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