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Tras pasar junto al observatorio de Meudon, Sharko circulaba despacio por una carretera, en medio del bosque, acompañado por su nuevo colega del equipo de Bellanger, Jacques Levallois, de treinta años. Con cara de ser el primero de la clase y torso musculoso, Levallois había entrado en la Criminal un año antes, tras obtener excelentes resultados en las oposiciones a teniente y gracias al enchufe del subjefe de la brigada de estupefacientes, que era tío suyo.

Aquella mañana, el comisario no estaba muy hablador. Ambos hombres nunca habían trabajado juntos y Levallois, como todos, conocía el turbulento pasado de su nueva pareja. Las persecuciones sin fin de asesinos violentos… La inmersión en los casos más retorcidos… Su esposa y su hija fallecidas en trágicas circunstancias, unos años antes… Y esa extraña enfermedad que se había desencadenado en su cabeza y que luego había desaparecido… Levallois lo consideraba un superviviente nato, uno de esos héroes caídos a los que sólo cabe admirar o detestar. De momento, el joven teniente aún no sabía por qué decantarse. Sólo tenía una certeza: Sharko había sido un buen investigador.

El lugar por el que circulaban los policías, a pesar de su proximidad a la capital, parecía aislado del mundo: árboles por doquier, una luz dulzona y una vegetación exuberante. Un rótulo discreto indicaba «Centro de primatología, UMR 6552 EEE».

– EEE significa Etología-Evolución-Ecología -dijo Levallois para romper el hielo.

– ¿Y qué significa Etología-Evolución-Ecología?

– Para ser sincero, lo ignoro.

Sharko giró en una bifurcación y estacionó en un aparcamiento donde ya había una decena de vehículos del personal y uno del servicio urgente de la policía. Situado en el corazón del bosque, el centro parecía un pequeño campamento fortificado, protegido por altas y sólidas empalizadas de madera que formaban un muro circular. Se accedía por una verja que, en aquellas circunstancias, estaba abierta de par en par. Sin decir palabra, los dos oficiales, el viejo y el joven, penetraron en el enclave y se dirigieron hacia los hombres y mujeres que conversaban al final de una avenida de tierra batida.

El centro no tenía nada verdaderamente espectacular. A uno y otro lado, unos inmensos espacios acondicionados ofrecían una impresión de libertad a los animales, pero éstos se hallaban rodeados por una discreta reja y las ramas altas de los árboles estaban cubiertas con redes verdes. Monos de todos los tamaños jugaban o se colgaban de la cola a la vez que gritaban y unos lémures observaban a los dos intrusos con sus grandes ojos de jade. La pálida copia de una selva amazónica, adaptada a la moda parisina.

Una mujer de cabello oscuro, de rasgos cansados, se separó del grupo y se aproximó a ellos. Debía de tener unos cincuenta años, con un lejano parecido a Sigourney Weaver en Gorilas en la niebla. Levallois desenvainó con orgullo su carnet tricolor.

– Policía Criminal de París. Soy el teniente Levallois y éste es…

– Comisario Sharko -dijo Shark, tendiéndole la mano.

Se dieron un sólido apretón de manos. La mujer tenía una fuerza inusual.

– Clémentine Jaspar. Soy primatóloga y también la responsable del centro. Lo que ha sucedido es terrible.

– ¿Uno de sus monos ha atacado a una empleada?

Jaspar sacudió la cabeza, con aspecto triste. Una mujer en contacto con la naturaleza, pensó Sharko observando sus dedos agrietados, su tez bronceada por un sol que no era el de Francia. Una amplia cicatriz le atravesaba el antebrazo, una de esas que podría haber provocado el corte de un machete.

– No comprendo qué ha sucedido. Shery nunca le hubiera hecho daño ni a una mosca. No es posible que haya podido cometer semejante atrocidad.

Shery es…

– Mi mona. Un chimpancé de África que me acompaña desde hace mucho tiempo.

– ¿Puede mostrarnos el lugar de los hechos?

Asintió y señaló un largo edificio blanco, moderno, de una sola planta.

– El animalario y los laboratorios están allí. Ya han llegado dos hombres del servicio urgente de la policía. Uno está dentro y el otro… no sé por dónde anda, debe de estar por las avenidas, pegado al teléfono. Síganme.

Los policías saludaron con una inclinación del mentón a los empleados, todos ellos visiblemente afectados por el drama. Eran cinco o seis, la mayoría jóvenes, tenían en sus manos unas tazas de café y conversaban animadamente. Sharko observó con atención cada uno de los rostros y volvió a situarse junto a Jaspar.

– ¿Qué hacen en su centro?

– Nos dedicamos a la etología. Tratamos de comprender cómo se configuraron las organizaciones sociales de los primates y sus facultades cognitivas en el curso de su evolución biológica. Para ello, estudiamos sus desplazamientos, su manera de utilizar los instrumentos, su modo de reproducción. Contamos con un centenar de primates de diez especies diferentes, en un terreno de ocho hectáreas. La mayoría procede de África.

Ni Sharko ni su colega sacaron su cuaderno de notas. ¿Para qué, si el caso estaba casi cerrado de entrada? Por las copas de los árboles, como en un ballet sincronizado, unas bolas pelirrojas se columpiaban lánguidamente de rama en rama: una familia de orangutanes, con el pequeño colgado del pecho de su madre.

– ¿Y la víctima? ¿Cuál era su actividad concreta?

– Éva Louts era estudiante de la universidad de Jussieu. Se había especializado en biología evolutiva y trabajaba aquí desde hace tres semanas, en el marco de su tesis de fin de carrera.

– ¿Qué es la biología evolutiva?

– Para empezar, ¿saben qué es el genoma?

– No exactamente.

– Es la disposición, elemento a elemento, del ADN que compone nuestros veintitrés pares de cromosomas. Eso ofrece una secuencia de más de tres mil millones de datos que constituye, en cierta medida, el manual de fábrica de nuestro organismo. Así, con el genoma, podemos reconstruir la historia de la vida. La biología evolutiva trata de comprender por qué y cómo aparecen nuevas especies, nuevos virus como el sida o el SRAS, [2] mientras otras se extinguen. Y a la vez, trata de responder a un montón de preguntas acerca de la evolución de la vida. ¿Por qué, por ejemplo, envejecemos y morimos? Ya habrán oído hablar, a buen seguro, de la selección natural, las mutaciones o la herencia genética.

– ¿Darwin y compañía? Sí, vagamente.

– Pues bien, en eso mismo estamos.

Entraron en el animalario. Tras cruzar un pequeño despacho con un somero equipo informático, llegaron a una gran sala donde se sucedían jaulas de diferentes tamaños, la mayoría de ellas vacías. Algunos lémures gesticulaban aquí y allá. Sobre unas estanterías había muchos juguetes de plástico, formas geométricas de colores, puzles de grandes piezas o recipientes de plástico. En aquel lugar reinaba un desagradable olor a cuero viejo y excrementos. Aparentemente conmocionada, Jaspar se detuvo y señaló con el índice.

– Ahí es donde ha sucedido. Pueden verlo. Discúlpenme si no me acerco, pero es que tengo muy mal cuerpo.

– La entendemos.

Sharko y su colega se aproximaron y ambos estrecharon la mano de un tercero, un policía bigotudo que estaba de guardia cerca del lugar del suceso. En la última jaula, un cubo de aristas de tres metros y con barrotes, la víctima se hallaba negligentemente tendida sobre la paja y el serrín, con los brazos hacia atrás como si estuviera tomando el sol. Había manado sangre de la parte posterior de su cráneo. Una amplia herida -a todas luces producida por un mordisco- le cruzaba la mejilla derecha, hasta debajo del mentón. Una chica de unos veintitrés o veinticuatro años. Le habían arrancado la blusa y sus zapatos habían sido lanzados unos metros más allá, en medio de la sala. Sobre la sangre había un gran pisapapeles metálico, tal vez de cobre o de bronce.

En la esquina derecha, al fondo de la jaula, estaba acurrucado un chimpancé, con el pelo reluciente por la sangre a la altura de los antebrazos, en las manos y en las patas. Era alto y negro, de hombros poderosos y brazos delgados y velludos. Volvió la vista hacia los nuevos intrusos, con unas pupilas de jungla en las que Sharko pudo leer, en una fracción de segundo, la expresión de una profunda desazón. Shery, el gran mono, recuperó su posición postrada, dando la espalda a los observadores.

El bigotudo agente del servicio urgente de la policía jugueteaba con un cigarrillo apagado entre sus dedos.

– No hay nada que hacer. Ese macaco asqueroso no se ha movido ni un centímetro desde que llegamos. Nos han dado la orden de que les esperáramos antes de dormirlo.

Sharko se volvió hacia Jaspar, que se había mantenido alejada.

– ¿Quién ha descubierto el cadáver?

La primatóloga no escuchó la pregunta. Se aproximó rápidamente y con aspecto sombrío miró fijamente al hombre bigotudo.

Shery no es un macaco. Es una hembra de chimpancé de la que me ocupo desde hace más de treinta y siete años.

El policía se encogió de hombros.

– Macacos o no, todos acaban por volverse contra nosotros, tarde o temprano. Ahí está la prueba.

El teniente Jacques Levallois le dio a entender amablemente que podía salir a tomar el aire. La tensión era palpable, y la atmósfera estaba electrizada. Sharko repitió con calma la pregunta.

– ¿Quién ha descubierto el cadáver?

Jaspar estaba a su lado. Menuda y robusta, se retorcía los dedos nerviosamente y hacía cuanto podía para evitar que su mirada se cruzara con la de la desventurada víctima. Sharko sabía que para la mayoría de la gente, una vez pasada la curiosidad, es imposible mirar a la muerte a la cara. Además, la visión de aquel ser medio desnudo era particularmente insoportable.

– Hervé Beck, nuestro cuidador de animales. Cada mañana viene a limpiar las jaulas a las seis de la mañana. Al entrar, ha avisado inmediatamente a la policía.

– ¿La puerta de la jaula estaba cerrada cuando ha llegado?

– No, estaba abierta de par en par. Hervé la ha cerrado al ver el cadáver, para evitar que Shery huyera.

– ¿Dónde está Hervé?

– Fuera, con los demás.

– Muy bien. Ese pisapapeles, junto al cuerpo… ¿Tiene idea de su procedencia?

– El despacho en el que trabajaba Éva.

– ¿Se le ocurre qué pudo impulsar a la estudiante a abrir la jaula y entrar en ella con un pisapapeles?

Shery es la mascota de nuestro centro. Contrariamente a otros animales, sólo está en la jaula para dormir y el resto del día se pasea libremente por donde le apetece. De vez en cuando roba objetos, sobre todo si son brillantes. Éva tenía que hacerla entrar en la jaula y encerrarla una vez acabadas sus observaciones. Dado que a menudo se ausentaba durante el día, venía a trabajar bastante tarde y era la última en marcharse. Confiábamos en ella.

La primatóloga miró a su desgraciada compañera.

Shery es absolutamente inofensiva. Es conocida entre los primatólogos de toda Francia por su amabilidad, su inteligencia y, sobre todo, por su capacidad de expresarse.

– ¿Expresarse?

– Habla ameslan, el lenguaje gestual de los sordomudos americanos. Lo aprendió hace más de treinta años en el Instituto de comunicación entre chimpancés y humanos, en Ellensburg. Durante toda mi vida, me he maravillado ante sus progresos, y he compartido sus alegrías y sus penas. Se lo repito, es imposible que ella…

Se calló de repente, ante una terrible evidencia: un mono cubierto de sangre, con una víctima a sus pies, golpeada con un pisapapeles y mordida. ¿Qué había podido suceder? ¿Cómo podía Shery haber cometido semejante abominación? Clémentine trató de comunicarse con el animal, pero a pesar de sus exhortaciones, de sus llamadas a través de la reja, la mona postrada permanecía inmóvil.

– No quiere decirnos nada. Creo que está verdaderamente traumatizada.

Sharko y su colega Levallois intercambiaron una mirada. El joven teniente cogió su teléfono móvil y salió. Sharko metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros demasiado holgados. No se sentía cómodo ante aquel pobre animal acurrucado en un rincón y aquel cadáver tan joven que le miraba de hito en hito con sus pupilas vacías.

– Señora, habrá una investigación y se abrirán diligencias judiciales. Mi compañero ha ido a llamar a un equipo de técnicos que vendrán a tomar algunas muestras y a unos colegas que se ocuparán de la investigación de proximidad.

Esas palabras parecieron tranquilizar a la primatóloga, pero se trataba pura y simplemente del procedimiento habitual. Incluso el caso de un tipo colgado de una soga en una habitación cerrada por dentro exigía que se abrieran diligencias judiciales. Se debía confirmar la hipótesis del suicidio, descartando la del accidente y la del crimen disfrazado. Sharko miraba al mono. Durante unos segundos se preguntó si aquellos animales también tendrían huellas digitales.

– Comprenderá que deberán entrar en la jaula y también tomarle algunas muestras a su… mona, principalmente en las encías y las uñas, para verificar si hay sangre de la víctima, cosa que demostraría la agresión. Habrá que dormirla.

Tras un instante inmóvil frente a los sólidos barrotes, Clémentine Jaspar asintió sin gran convicción.

– Lo comprendo, pero prométame que no le harán daño mientras no se descubra la verdad. Esta mona es mucho más humana que la mayoría de la gente que nos rodea. La recogí agonizante en la selva, herida por unos cazadores furtivos. A su madre la mataron ante sus ojos. Es como si fuera mi hija. Es toda mi vida.

– No puedo prometérselo, pero haré cuanto esté en mi mano.

Clémentine Jaspar inspiró con tristeza.

– De acuerdo. Voy a por la pistola hipodérmica.

Habló en voz muy baja. Sharko se acercó a la jaula y se puso en cuclillas, sin tocar los barrotes. No cabía duda alguna: la señal de la mandíbula del animal en el rostro era evidente. El mono era culpable y la situación estaba clara. El animal la había golpeado con el pisapapeles y la había mordido en el rostro, y nunca encontrarían una explicación para sus actos. El comisario ya había oído hablar de la repentina violencia de esos primates, capaces incluso de masacrar a su propia progenitura, sin motivo aparente. Éva Louts probablemente había sido imprudente o quizá había abordado a la mona en un mal momento. Una cosa era palmaria: el futuro de aquel pobre animal de orejas de soplillo y de rostro simpático era muy negro.

– Treinta y siete años, carroza. Tienes la edad de una mujer a la que amé… ¿Lo sabías? Nunca es tarde para que se te vaya la olla, ¿verdad? ¿Por qué no nos explicas sencillamente lo que ha pasado?

Jaspar reapareció con un aparato parecido a una pistola de pintura. Sharko se puso en pie y miró al techo.

– Veo que por todas partes hay cámaras de vigilancia. Ha pensado en…

– No serviría de nada. Era Éva Louts quien tenía que accionar el sistema de alarma y ponerlo todo en marcha al cerrar las puertas.

Con un suspiro, la directora apuntó con su pistola a la mona.

– Perdóname, cariño…

En ese preciso instante, Shery se volvió y miró fijamente a la mujer. Con los puños cerrados apoyados en el suelo, avanzó lentamente hacia el borde de la jaula. Los dedos de Jaspar temblaban sobre el gatillo.

– Lo siento, no puedo hacerlo.

Sharko tomó el arma de sus manos.

– Deje. Yo lo haré.

Pegada a los barrotes, la mona se incorporó un poco y unió sus manos, con las palmas hacia el exterior, se las llevó a la altura del rostro y retrocedió ligeramente. En el momento en que Sharko apuntaba al animal con la pistola, Jaspar lo detuvo.

– ¡Espere! ¡Por fin nos está hablando!

Shery hizo otros signos: ambas manos a uno y otro lado de la cabeza, agitaba las palmas hacia abajo, como un fantasma que quisiera asustar a unos niños. Luego la mano derecha sobre los labios, antes de dejarla caer hacia el suelo. Volvió a repetir esa serie de gestos, tres, cuatro veces, y se dirigió junto al cuerpo de Éva Louts, a la que acarició cariñosamente la mejilla arrancada. Jamás Sharko había tenido la impresión de percibir tanta emoción en la mirada de un ser vivo. Aquel animal desprendía algo profundamente humano. Contra su propia voluntad, sintió que tenía su curtido corazón de policía en un puño. ¿Cómo diablos podía emocionarse ante un mono?

– ¿Qué ha dicho?

– No deja de repetir lo mismo: «Miedo, monstruo, malvado… Miedo, monstruo, malvado…».

Jaspar recobró la esperanza.

– Ya se lo decía, Shery es inocente. Alguien ha estado aquí. Alguien que le ha hecho daño a Éva.

– Pregúntele a Shery si conoce a ese «monstruo malvado».

Con las manos y los labios, la mujer ejecutó una serie de signos que el chimpancé observó atentamente.

– Su lexigrama se compone de más de cuatrocientas cincuenta palabras. Nos entenderá si nos expresamos claramente.

Tras unos momentos, Shery sacudió negativamente la cabeza. Sharko no se lo podía creer: la mujer, a su lado, conversaba con un mono, nuestro primo en la cadena de la Evolución.

– Pregúntele por qué ese monstruo vino aquí.

De nuevo, los gestos, ante los que Shery reaccionó. Los dedos índice y corazón de la mano derecha formaron una «V» y se cruzaron rápidamente con la mano izquierda abierta. Luego señaló el cadáver, con un claro movimiento del brazo.

– «Matar.» «Matar a Éva.»

Sharko se frotó el mentón, escéptico y estupefacto.

– En su opinión, ¿qué significa «monstruo» para ella?

– La figura agresiva, nefasta, que trata de hacer daño. No puede tratarse de un hombre, puesto que hubiera utilizado el término apropiado, «hombre». Eso… eso es lo que no logro entender.

– ¿Los monos pueden inventarse cosas o mentir?

– En un reflejo de supervivencia, pueden «engañar». Si unos monos se pelean a muerte en masa, un mono observador puede lanzar un grito que avise de un ataque desde el aire, con la única intención de provocar la huida de los otros y así dispersar al grupo. Pero un animal nunca mentirá en su propio interés. La mentira es típicamente humana.

– No me sorprende.

– Si Shery dice que ha visto a un monstruo, es que realmente ha visto a un monstruo. Tal vez un simio de mayor tamaño y muy agresivo, que consideró un monstruo.

Sharko ya no sabía qué pensar. Le pesaba la fatiga y su mente se enturbiaba. Un mono, una jaula, un cadáver mordido en la mejilla e incluso el objeto contundente propio de todas las historias policiales, todo parecía muy sencillo. Casi demasiado perfecto, por otra parte. Pero tal vez allí había habido un «monstruo», y en ese caso aquel mono capaz de hablar había sido testigo de un crimen.

Necesitaba otro café, alguna cosa en el estómago. Mientras reflexionaba, el chimpancé volvió a su rincón, dándoles de nuevo la espalda. El policía apuntó con la pistola.

– Quiero creerte, Shery, pero de momento no tengo otra elección.

Disparó. Una pequeña flecha con la punta roja se clavó en la espalda del mono, que trató de arrancársela, antes de tambalearse y finalmente desplomarse a solo unos centímetros del cadáver de Éva Louts. Jaspar apretó con fuerza los labios.

– No hay elección… Lo siento, cariño…

Sharko le devolvió la pistola hipodérmica y preguntó:

– Según usted, ¿por qué le habría hecho daño a Éva Louts un «monstruo malvado»?

– Lo ignoro, pero anteayer descubrí algo muy curioso acerca de Éva Louts. Tal vez tenga relación…

– ¿De qué se trata?

Jaspar miró de nuevo hacia el cadáver y luego al cuerpo inerte de Shery. Suspiró profundamente.

– Vaya a tomarse un café, no para de bostezar. Luego se lo explicaré. Mientras, iré… iré a comunicárselo a sus padres.

Sharko la asió de la muñeca.

– No, déjelo. La vida de sus padres se hará pedazos, la muerte de una hija no se anuncia así, por teléfono. Nuestros equipos se ocuparán de ello. Desgraciadamente, esos malos tragos forman parte de nuestro trabajo.

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