Lucie estaba ausente. Tenía los ojos inyectados en sangre y le costaba abrir y cerrar los párpados. Ante ella ardía un fuego, con unas llamas tan altas que devoraban las tinieblas. Estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y era incapaz de ponerse en pie, como si sus extremidades ya no le pertenecieran. A su espalda, alrededor de ella, resonaba un rumor, de voces masculinas guturales, de pies desnudos que aplastaban el suelo, al ritmo lento de un tambor. Bum, bum, bum… Manos y brazos volteaban en la oscuridad y dibujaban figuras incomprensibles. Lucie se sentía oscilar, sus globos oculares giraban en sus órbitas, asaltados por destellos violentos. ¿Dónde se hallaba? No podía pensar, todo se mezclaba en su cabeza, como si se hubiera abierto un túnel hacia la nada en el que se volcaran sus recuerdos. Rostros… Su padre, su madre, Sharko. Giraban, se mezclaban, se deformaban, absorbidos por una garganta de tinta. En lo más profundo de su cráneo, oyó risas de niñas y vio la arena blanca caer frente a sus ojos a cámara lenta. Primero borrosos, los rostros de Clara y Juliette se dibujaron lentamente. Lucie tendió la mano al frente para tocarlas, pero se evaporaron en la noche. Sonrisas, luego lágrimas. Lucie vaciló y su cabeza cayó hacia atrás, mientras las lágrimas le cubrían el rostro. Sintió cómo caía su cuerpo al suelo y luego una caricia en la nuca. Unos granos y polvo de setas cayeron sobre el carbón incandescente dispuesto entre sus piernas. Una humareda ardiente le envolvió la cara. Lucie perdió el sentido y volvió en sí, al borde de la inconsciencia. El humo, los olores de las plantas y de las raíces la rodeaban y la molestaban.
De repente, la multitud se apartó y se elevó un clamor jaleado con hachas esgrimidas. Cuatro hombres transportaban a una mujer, tendida sobre una alfombra de hojas y ramas. Estaba completamente desnuda, cubierta de pinturas. La depositaron junto al fuego. Sobre su vientre hinchado había dibujos ensortijados.
Chimaux se instaló junto a Lucie y respiró un polvo negruzco.
– Estas plantas que inhalamos tienen poderes insospechados, poderes que curan los cuerpos y las almas. Respire, respire profundamente y déjese llevar…
Chimaux cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, ardían como braseros.
Sharko estacionó frente a una señal de prohibido aparcar y salió corriendo de su vehículo, con el Smith & Wesson en la cintura. Dejó atrás el inmenso Instituto Gustave-Roussy y llegó a un gran edificio de cristal y acero, de ángulos depurados y grandes puertas automáticas sobre las que se leía, en letras rojas y negras: «GENOMICS». Se precipitó a la recepción, mostró brevemente su falsa identificación de policía y exigió ver a Georges Noland de inmediato. La recepcionista fue a descolgar el teléfono para avisar a su jefe, pero Sharko se lo impidió.
– No. Acompáñeme directamente hasta él.
– Trabaja en una sala esterilizada en el sótano, donde se almacenan las muestras de tejidos. No tengo acceso y…
Sharko señaló el ascensor.
– ¿Se accede por ahí?
– Con tarjeta, sí. No hay otra manera de bajar.
– En ese caso, llámele pero no le diga que se trata de la policía. Dígale que su hija quiere verlo.
Ella obedeció y colgó unos segundos más tarde.
– Ahora viene.
Sharko se dirigió al ascensor y esperó. Cuando se abrieron las puertas, se abalanzó al interior e inmovilizó a Noland contra la pared del fondo, apoyando discretamente el cañón del arma contra su vientre.
– Vamos a bajar los dos.
La puerta del ascensor se abrió ante un pasillo. Enfrente, protegida por espesos muros de cristal, había una sala con tecnología puntera. Hombres y mujeres con mascarillas y vestidos con monos estériles trabajaban frente a monitores y pulsaban botones que hacían funcionar enormes aparatos criogénicos a presión. Sharko obligó a Georges Noland a entrar en un despacho. Cerró la puerta tras de sí, empujó al genetista contra la pared y le dio un culatazo en la sien. El hombre se dobló en dos, llevándose las manos a la frente. El poli le aplastó el cañón del revólver contra una mejilla.
– Tiene diez segundos para llamar a Brasil y anular el contrato para matar a Lucie Henebelle.
Georges Noland meneó la cabeza.
– No sé de qué…
Sharko lo empujó a un lado y le metió el cañón en la boca, hasta la glotis.
– Cinco, cuatro, tres…
Noland sintió que su corazón dejaba de latir y asintió a toda velocidad. Escupió. El policía lo empujó hacia el teléfono y todo su cuerpo temblaba presa de una peligrosa agitación nerviosa. Marcó un número y esperó… Luego, unas palabras en portugués. Sharko no entendía la lengua pero adivinó que hablaban de cantidades y de dinero. Acto seguido, Noland colgó y se dejó caer pesadamente sobre una silla con ruedas.
– Han pasado por el río al alba. Alvaro Andrades, un militar que vigila el río, los dejará circular libremente a su regreso.
Sharko sintió un inmenso alivio. Lucie seguía viva, en algún lugar. Se acercó a Noland, lo agarró por el cuello de la bata y lo empujó a un rincón, a él y su silla de ruedecillas.
– Lo voy a matar. Le juro que voy a hacerlo. Pero antes, hábleme del retrovirus en forma de medusa, de los perfiles genéticos y de esas madres que mueren al dar a luz. Explíqueme su relación con Chimaux y Terney. Quiero toda la verdad, y ahora mismo.
Napoléon Chimaux señaló con el mentón hacia la futura madre ururu a la que otras mujeres, jóvenes o ancianas, iban a acariciarle la frente, en una larga procesión. A su lado, Lucie oscilaba, y su cabeza caía hacia delante y hacia atrás. Las palabras resonaban, graves, deformadas.
– Toda la magia, el misterio y el secreto de los ururus se halla aquí, ante usted. El modelo más fantástico de Evolución que un antropólogo podía encontrar. Mire lo serena que está esa joven embarazada. Sin embargo, sabe que va a morir. En estos momentos, están todos en perfecta comunión. ¿Acaso ve algún tipo de violencia en este pueblo?
Sus globos oculares rodaron hacia arriba y sus pupilas desaparecieron unos instantes antes de reaparecer, aún más dilatadas. Las venas del cuello se le habían hinchado.
– Los ururus saben exactamente de qué sexo será el hijo que nacerá. La madre come más en el caso de un varón, su vientre se vuelve enorme y los últimos cuatro meses del embarazo se siente muy fatigada. El feto varón le absorbe toda la energía. Quiere venir al mundo a cualquier precio, con las mayores garantías de supervivencia. La placenta se hipervasculariza para proporcionarle más oxígeno y alimento. El hijo será grande, fuerte y tendrá una excelente salud…
Los cantos se sucedían, el ritmo de los pasos se aceleraba, los rostros daban vueltas. Lucie dejaba que el sudor le cayera sobre los ojos ardientes. Aparte de las vagas siluetas, no conseguía distinguir nada más. Recordó vagamente… El barco, la selva… Se vio tumbada sobre hojas, el rostro de Chimaux muy cerca del suyo. Se oyó hablar, llorar, explicar… ¿Qué le habían hecho? ¿Cuándo había sucedido eso?
De repente, un hombre surgió de entre el gentío, armado con una piedra tallada, afilada como un escalpelo. Se agachó junto a la mujer embarazada.
Noland enjugó en silencio la sangre que manaba de su sien y bruscamente se abrieron sus labios apretados, con una mueca maligna.
– La ciencia no avanza fabricando sillas de ruedas. La ciencia siempre ha exigido sacrificios. Pero usted es incapaz de comprender esos valores.
– Ya me las he visto con tarados de su calaña, iluminados que se creen que todo les está permitido y que niegan la existencia de los demás. No se preocupe de si voy a entenderlo o no. Quiero toda la verdad.
El genetista plantó su mirada torva en los ojos del policía, que no vio en ella más que desprecio.
– Le voy a escupir la verdad en los morros, pero ¿está seguro de querer oírla?
– Estoy dispuesto a escuchar lo que sea. Comience por el principio, en los años sesenta…
Un silencio… Dos pares de ojos que se devoraban… Noland acabó por abdicar.
– Cuando descubrió a los ururus, Napoléon Chimaux recurrió a mi laboratorio para analizar algunas muestras de sangre de su tribu, para examinar, en un principio, su estado de salud. No había en ello ninguna mala intención, eso se hacía sistemáticamente cada vez que se descubría un nuevo pueblo. Era en 1965, cuando acababa de escribir su libro y recorría los institutos de antropología con sus huesos de ururu. Fui yo y sólo yo quien tuvo el privilegio de trabajar con él, porque apreciaba mi trabajo sobre los genes y compartía mis ideas.
– ¿Qué ideas?
– Las contrarias al aumento de la esperanza de vida. El incremento del número de viejos va en contra de los planes iniciales de la naturaleza. La «gerontocracia» no hace más que… crear problemas, provocar enfermedades y pudrir nuestro planeta. La vejez, la procreación tardía o todos esos medicamentos que prolongan la existencia, son violaciones de la selección natural… -Hablaba con asco, recalcando cada palabra-. Somos el virus de la Tierra y nos propagamos sin morir nunca. Cuando Napoléon Chimaux se dio cuenta de que, al igual que en la época prehistórica, la sociedad de los ururus se equilibraba por sí sola mediante sus muertes y sus nacimientos trágicos, me pidió mi opinión científica. ¿Los ururus llevaban a cabo sus rituales debido a su cultura, a una memoria colectiva perpetuada de generación en generación, o los ejercían porque la genética no les dejaba otro remedio? Simpatizamos y desarrollamos afinidades. Me llevó allí adonde nadie había ido jamás para que viera con mis propios ojos a sus grandes indios blancos.
Sentado con las piernas cruzadas, Chimaux puso las manos tranquilamente sobre sus rodillas. Las llamas se reflejaban en sus pupilas dilatadas. Lucie apenas lograba oírlo. De su mente surgían pensamientos como relámpagos, al ritmo de las inmensas llamas que danzaban frente a ella y se hacían pedazos: vio bolas de helado aplastadas por el suelo… un coche circulando por una autopista… un cuerpo carbonizado sobre una mesa de autopsias… Lucie apartó la cara, como si la hubieran abofeteado. Divagaba y a la vez trataba de oír la voz de Chimaux entre los gritos y alaridos que resonaban en el interior de su cráneo. Deseaba tanto comprender.
– Ese hombre, frente a usted, es el padre y sacará al bebé antes de matar a la madre.
El joven indígena, disfrazado de la cabeza a los pies, se había arrodillado junto a la joven. Hablaba en voz muy baja y le acariciaba las mejillas. Y se oía también la voz de Chimaux, sin cesar, obsesiva, tan próxima y a la vez tan lejana.
– Ese marido se ha reproducido y sus genes tienen el futuro asegurado, porque su bebé nacerá fuerte y gordo y se convertirá en un buen cazador. Ese hombre apenas tiene dieciocho años. Pronto tendrá nuevas compañeras, mujeres de la tribu. Distribuirá de nuevo su semilla… Luego, dentro de unos años, se dará muerte en otra ceremonia. Las ancianas le habrán transmitido el arte de matarse limpiamente, sin sufrimiento, respetando las tradiciones. Imagínese mi estupefacción cuando descubrí el… funcionamiento de los ururus, hace ya mucho tiempo. Las mujeres eran eliminadas al dar a luz un varón y se les permitía vivir si se trataba de una hembra. Se mataba a los hombres de menos de treinta años pero que ya habían llevado a cabo lo que la naturaleza les exigía: combatir cuando era necesario, asegurar su propia descendencia y la perennidad de la tribu. ¿Por qué existía en esa tribu única esa cultura tan particular, tan cruel? ¿Qué papel desempeñaba la selección natural en todo ello? ¿Cómo intervenía la Evolución?
Bebió un líquido oscuro que le provocó muecas de asco, y escupió a un lado.
– Supongo que habrá leído mi libro. No hacía falta, no dice más que sandeces. La violencia de los ururus no existe, porque no tiene tiempo para desencadenarse: los varones adultos se sacrifican en cuanto les aparecen los primeros síntomas de desequilibrios, de «visiones invertidas». Yo inventé la legendaria violencia de este pueblo y fui de universidad en universidad hablando de ella. Era necesario que esta tribu asustara tanto como fascina, ¿lo entiende? Era necesario que la gente tuviera miedo de venir aquí, a encontrar a estos cazadores altos y fuertes. En el mundo entero me hicieron pasar por loco, asesino, un degenerado sediento de sangre, pero esa imagen me convenía. Tenían que temernos. Éste es mi pueblo, y no lo abandonaré nunca.
– Lo innato, lo adquirido… La cultura, los genes… Unos debates interminables. ¿El ADN determinaba la cultura ururu o la cultura ururu modificaba el ADN? Chimaux defendía la segunda opción, evidentemente. Tenía su propia teoría, puramente darwinista, sobre el funcionamiento de esa tribu: los ururus eran zurdos para combatir mejor contra sus adversarios, y ese carácter había quedado inscrito en sus genes porque suponía una gran ventaja evolutiva. Los varones nacían a costa de la vida de sus madres porque ellos sobrevivirían y de todas formas más tarde conquistarían a otras mujeres y las fecundarían a su vez. Las hembras no mataban a sus madres al nacer porque, por un lado, no combatían ni cazaban y por lo tanto no necesitaban ser fuertes, y por otro, para que las madres pudieran reproducirse de nuevo y dieran a luz un varón. Los ururus varones morían jóvenes porque se habían reproducido jóvenes, como el cromañón, y la naturaleza ya no los requería. En cuanto a las madres, morían a una edad más avanzada porque se ocupaban de la progenitura… Para Chimaux, la cultura ururu modificaba realmente sus genes y había creado ese magnífico modelo evolutivo. Pero yo, por mi parte, estaba convencido de que aquello era ante todo genético, que los genes habían moldeado esa cultura basada en los sacrificios humanos. Que los ururus nunca tuvieron otra elección: había que eliminar a las madres al traer al mundo a sus hijos si no querían verlas desangrarse entre horribles sufrimientos. La incomprensible violencia que se adueñaba de ellos al convertirse en adultos y que anunciaba el fin de su vida era puramente genética, oculta en lo más profundo de sus células, y no estaba influida por el entorno o la cultura. Los ritos no eran más que aderezo y superstición.
– Y así fue como a Chimaux y a usted se les ocurrió una idea monstruosa para contrastar ambas teorías… Practicaron inseminaciones.
Noland apretó los dientes.
– Chimaux tenía un ego descomunal y siempre quería tener razón, pero era incapaz de tomar decisiones. Fue idea mía, sólo mía. Siempre he tomado yo las decisiones más importantes. Es mi nombre el que deberá quedar grabado para la posteridad, y no el suyo.
– Se acordarán de su nombre, puede estar seguro de ello.
El científico apretó los labios.
– Lo único que tuvo que hacer Chimaux fue tomar el poder entre los ururus. De ahí la idea del sarampión… una idea MÍA. Fui yo quien filmó los cadáveres de la población diezmada, y no él. Fui yo quien hizo el trabajo sucio para que él pudiera apropiarse de la tribu.
En sus labios aparecían pequeñas burbujas de espuma. Sharko sabía que se hallaba ante una de las manifestaciones más perversas de la locura humana: hombres que dilapidaban su inteligencia superior con el único objetivo de llevar a cabo el mal. Frente a él tenía la genuina encarnación del científico loco.
– Luego… en efecto, inseminé a mujeres, sin su consentimiento. La criogenia existía desde los años treinta, y los espermatozoides congelados de los ururus recorrieron miles de kilómetros en pequeños contenedores criogénicos para llegar hasta aquí. Había parejas de franceses de pura cepa que acudían a verme porque no podían tener hijos. Espermogramas demasiado débiles, óvulos poco fecundos… Visitaba a aquellas mujeres, y algunas deseaban una inseminación de esperma de su marido. Para mí era muy fácil hacerlo con el producto seminal de los ururus. Era invisible. Esos indios son blancos, con rasgos caucásicos, y los bebés que nacían tenían aspecto de pequeños europeos. Sólo la intolerancia a la lactosa, que forzosamente se transmitía del espermatozoide ururu al niño, podía delatar esa manipulación, y también el hecho de que el niño no se pareciera al padre. Pero, incluso en esos casos, las familias siempre encontraban parecidos razonables…
Sharko apretó aún con más fuerza la culata de su arma. Nunca había tenido tantos deseos de disparar.
– E incluso inseminó a su esposa.
– No pretenda juzgarme tan a la ligera. Para su conocimiento, nunca amé a mi mujer. No sabe nada de mí ni de mi vida. Ignora qué significan las palabras «obsesión» y «ambición».
– ¿A cuántas pobres inocentes inseminó?
– Pretendía inseminar a varias decenas, pero la tasa de fracasos era muy elevada, no funcionaba bien. La técnica aún estaba en pañales y quizá los espermatozoides soportaban mal la criogenización y el transporte. Al final sólo funcionó con tres mujeres…
– La suya… y la abuela de Grégory Carnot, entre otras, ¿es así?
– Así es. Esas tres mujeres inseminadas tuvieron una hija cada una, todas niñas.
– Una de las criaturas nacidas de esa inseminación era, pues, Amanda Potier, madre de Grégory Carnot, y la otra, Jeanne Lambert, madre de Coralie y de Félix…
Asintió.
– Tres niñas con genes ururus, portadoras del virus que, a su vez, dieron a luz a siete criaturas, tres chicos y cuatro chicas…
La generación de las criaturas cuyos códigos genéticos figuraban en el libro de Terney, pensó Sharko.
– … Esa generación de siete era, para mí, la generación de la verdad. Félix Lambert… Grégory Carnot… y cinco más. Siete niños con genes ururus, nacidos en el seno de buenas familias, que recibieron amor y que, sin embargo, reproducían el esquema de la tribu. Sus madres morían al dar a luz a varones y vivían en caso contrario. Unos varones jóvenes que… se volvían violentos. Eso comenzó hace un año. Grégory Carnot fue el primero en el que, al fin, se manifestó lo que yo había estado esperando desde hacía muchos años. Carnot, veinticuatro años… Lambert, veintidós… Parece que en nuestra sociedad el virus se activa antes, más cerca de los veinte que de los treinta. Sin duda, la mezcla con los genes occidentales… modificó ligeramente el comportamiento de mi retrovirus.
Suspiró.
– Yo tenía razón: la cultura no pintaba nada en todo aquello. Todo era puramente genético. Más que genético, incluso, puesto que más adelante supe que en realidad se trataba de un retrovirus con una estrategia increíblemente eficaz, que supo hallar en la tribu prehistórica unos huéspedes perfectos.
A pesar de la tensa situación, sus ojos seguían brillando. Era el tipo de fanático que seguiría siéndolo toda su vida, que creería en ello hasta el final, y al que no se podría encerrar en una cárcel.
– ¿Qué papel desempeñaba Terney en todo ello? -preguntó Sharko.
– En aquel tiempo, desconocía la existencia del virus. No entendía qué era lo que mataba a las madres, pensaba en un problema inmunológico, algo relacionado con el sistema inmunológico, en los intercambios entre la madre y el feto durante el embarazo. Terney era un fanático y además un paranoico, pero era un genio. Conocía el ADN y los mecanismos de reproducción como la palma de su mano. Me ayudó a comprender y fue él quien descubrió el retrovirus. Imagínese cómo me sentí cuando lo vi por primera vez a través de un microscopio…
Sharko pensó en aquella medusa asquerosa flotando en su líquido. Una asesina de humanos…
– …Bautizamos ese retrovirus con el mismo nombre que el proyecto de inseminación: Fénix. Sabía que Terney picaría el anzuelo, que no rechazaría la oportunidad de seguir el embarazo de una madre que llevaba en su seno un producto puro de la Evolución. Yo vigilaba a Amanda Potier y sabía que estaba embarazada. Era prácticamente la materialización del sentido de la vida de Terney, de su búsqueda, de sus investigaciones… Grégory Arthur TAnael CArnot, G A TA CA, era en cierta medida su propio hijo… Con su reputación y sus conocimientos le fue fácil obtener las muestras de sangre de los siete niños tras su nacimiento, analizarlas y ayudarme a conocer mejor a Fénix.
– Hábleme de ese Fénix. ¿Cómo funciona esa porquería?
El varón ururu sopló un polvo hacia el rostro de su mujer, cuyos ojos se abrieron como platos y enrojecieron al instante. Luego hizo que mordiera un palo. Chimaux observaba el macabro espectáculo con cierta fascinación en su mirada.
– El recién nacido será confiado directamente a otra mujer del poblado, que será la que lo criará. Así se perpetúa la vida entre los ururus. Es cruel, pero esta tribu ha sobrevivido varios milenios con sus ritos. Si aún existe es que, en cierta medida, se ha creado un equilibrio natural, evolutivo. La tribu ururu no ha conocido la decadencia de las sociedades putrefactas del mundo occidental. No ha tenido esa necesidad absoluta de reproducirse cada vez más tarde, de prolongar la vida sin una utilidad real, de vivir en un modelo familiar tal como lo conocemos. Mire los estragos en Occidente, esas enfermedades que aparecen en cadena después de los cuarenta años. ¿Cree que el Alzheimer es una enfermedad nueva? ¿Y si le dijera que ha existido siempre pero que nunca se había manifestado simplemente porque los hombres se morían más jóvenes? Aguardaba en el corazón de nuestras células la llegada de su hora. Hoy, cada uno de nosotros puede conocer su genoma, su predisposición a enfermedades como el cáncer. Unas probabilidades inmundas que orientan nuestro futuro… Uno se vuelve loco e hipocondríaco. La Evolución ya no decide nada.
– ¿Por qué Louts…? -murmuró Lucie en un destello de lucidez.
– Louts llegó aquí con una teoría formidable que hubiera firmado yo hace veinte años: la cultura de combate de una sociedad, que «imprime» el carácter zurdo en el ADN y fuerza así a los descendientes a ser zurdos, para que sean mejores guerreros… La memoria colectiva que modifica el ADN… Tenía MI concepción de la Evolución, era exactamente como yo.
Se bajó la cintura de su pantalón y señaló una gran cicatriz sobre la ingle.
– Hace cinco años estuve a punto de morir. Noland pretendía ir demasiado lejos. Cuando, con Terney, descubrió y aisló el funcionamiento exacto del virus, comenzó a hablar de un proyecto de gran envergadura. Si lo conociera personalmente, sabría qué significan esas palabras en boca suya. Quise oponerme, porque esta vez ya no se trataba de algunas muertes sino de inyectar un virus vivo en el patrimonio genético de la humanidad. Un sida de una potencia elevada a diez, que podría hacer una gran limpieza. Así que trató de matarme. Desde entonces, ya no abandono la selva.
Se arregló la ropa y bebió otro trago. Lucie trataba de memorizar sus palabras. Un virus… Noland… Tenía que luchar, las brumas la envolvían, devoraban sus pensamientos y borraban sus recuerdos.
– Cuando Louts vino a verme, se me ocurrió una idea. Yo quería saber si… los primeros síntomas del virus habían aparecido en varones jóvenes. Si algunos de ellos se habían vuelto ultraviolentos, y si se confirmaban todas las hipótesis de Terney y Noland. Por eso utilicé a la estudiante, le pedí que visitara las cárceles y buscara a zurdos violentos, jóvenes, que presentaran síntomas de pérdida del equilibrio. Sólo tenía que traerme una lista de nombres y fotos, yo sabía que podría reconocer a los descendientes de ururus y que, de ser así, las teorías de Noland serían ciertas. Cuando vi que no regresaba, supe que había ido demasiado lejos, que sus investigaciones y su obstinación le habían costado la vida. Noland la había matado…
Lucie estaba aturdida. Las imágenes seguían cabalgando en su cabeza. Todo se embarullaba y del corazón del fuego surgían alaridos femeninos. Unas voces reconocibles del pasado se entremezclaron con los clamores del presente. Unos polis que gritaban, que corrían. Lucie, temblorosa y empapada, se vio claramente avanzar junto a las fuerzas del orden. Derribaron la puerta y Lucie los siguió. Carnot, allí, inmovilizado contra el suelo… Corrió por las escaleras, olía a quemado. Una puerta, la habitación. Otro cuerpo, con los ojos abiertos.
Juliette allí, muerta frente a ella, con los ojos muy abiertos.
Lucie rodó a un lado, cubriéndose la cara con las manos, y profirió un grito muy largo.
Sus dedos arañaron el suelo, sus lágrimas se mezclaron con la tierra ancestral, mientras, delante de ella, unas manos ensangrentadas alzaban al cielo un bebé arrancado del vientre de su madre. En un último instante de lucidez, vio a Chimaux inclinarse sobre ella y lo oyó murmurar, con una voz glacial:
– Y ahora, voy a aspirar tu alma.
Noland hablaba con serenidad, enjugándose la frente con leves toques precisos.
– Fénix surgió del vientre de la Evolución y contaminó a varias generaciones de cromañones, hace treinta mil años. Creo que en parte contribuyó a la extinción del hombre de Neandertal por un genocidio llevado a cabo por los cromañones infectados, pero ésa es otra historia. La realidad es que la carrera armamentística entre virus y humanos, en las nacientes sociedades occidentales, dio ventaja a los humanos: el retrovirus se volvió ineficaz al cabo de los años y acabó fosilizado en el ADN. Sin embargo, persistió en la tribu ururu, con leves mutaciones, al ritmo de la lenta evolución de esa tribu aislada y surgida de la era prehistórica. En una sociedad occidental, la cultura avanza demasiado deprisa, guía los genes, los orienta y adquiere primacía sobre la naturaleza. Pero no en la selva. Aquí los genes siempre conservan su ventaja frente a la cultura.
– ¿Cómo funciona el virus?
– Basta un portador, hombre o mujer, para que el niño se contagie. Fénix se oculta en el cromosoma número 2, cerca de los genes que influyen en la lateralidad. La presencia del virus hace que los huéspedes sean zurdos. Sin embargo, para despertarse y multiplicarse, Fénix necesita una llave. Esa llave la tiene cualquier varón de este planeta en su cromosoma sexual Y.
Sharko recordó el libro de Terney, La llave y el candado. No cabía duda de que el título hacía referencia al virus Fénix. Uno más de sus guiños.
– Cuando inseminé a las madres sanas, hace más de cuarenta años, dieron a luz a un niño infectado, la generación G1, puesto que el virus se hallaba en el espermatozoide ururu y, por ello, en la herencia genética del niño. Supongamos que la criatura nacida G1 fuera una niña, como sucedió en todos los casos y en particular… en el de Jeanne, la madre de Coralie.
Hablaba de la que supuestamente era su hija, pero que no poseía ninguno de sus genes paternos. Una extraña a sus ojos, el simple producto de un experimento.
– Jeanne, por lo tanto, es portadora del virus. En la futura fecundación de un ovocito con un espermatozoide de varón occidental, veinte años más tarde, el azar decide: el nuevo feto será niña o niño. Jeanne tuvo primero una niña, Coralie, y luego un niño, Félix. Dos hijos infectados por la segunda generación G2. En el caso de Coralie, el padre occidental transmitió su cromosoma X y el virus no se desencadenó en Jeanne porque el candado permaneció cerrado. Eso no impide, sin embargo, que Fénix se transmita genéticamente a Coralie a través del cromosoma 2… En el caso de Félix, el padre transmitió su cromosoma Y. Ese Y forma parte de la composición de la placenta, que interacciona con el organismo de Jeanne. A partir de ese instante, el candado que retiene el virus en el cromosoma 2 de Jeanne se abre. El cuerpo materno fabrica proteínas y el virus se multiplica entonces con un único objetivo: asegurar su propia supervivencia y su propagación en otro cuerpo. La manifestación del virus se caracteriza así por una hipervascularización de la placenta y, en contrapartida, un deterioro de las funciones vitales de la madre. El virus ha vencido en todos los campos: mata a su huésped y se propaga a través del feto, garantizando así su propia supervivencia… Ya conoce el resto. Félix creció, se hizo adulto y probablemente mantuvo relaciones sexuales. A su vez, si nacen hijos transmitirá el virus. Luego sucede lo que sucedió en el organismo de la madre G1: el virus se multiplica en Félix y lo mata, manifestándose en ese caso en el cerebro. El esquema funciona en todos los supuestos. Madre o padre contagiado, hijo varón o hembra. Fénix aplica la estrategia de todo virus o parásito: sobrevivir, propagarse y matar. Si ha podido sobrevivir entre los ururus es porque humanos y virus hallaron ventajas superiores a los inconvenientes. Una tribu joven, fuerte, de evolución lenta, cuyo tamaño se autorregula y que no siente más necesidad que sobrevivir y asegurar su perennidad. Lo demás, y en particular el envejecimiento, no es más que algo… superfluo.
Suspiró, mirando al techo. Sharko tenía ganas de abrirlo en canal.
– Lo he anotado todo, al detalle. Las secuencias analizadas de Fénix mutado y de Fénix sin mutar de hace treinta mil años. No puede usted imaginarse el impacto del descubrimiento del cromañón en la gruta, hace un año. Un individuo aislado que había masacrado a neandertales… El dibujo al revés… Tenía allí la manifestación de la forma original de un virus cuya existencia sólo la conocíamos tres personas en el mundo y en el que trabajábamos desde hacía años. Stéphane Terney se las arregló para robar la momia y su genoma.
– ¿Por qué no robar sólo los archivos informáticos? ¿Para qué les servía la momia?
– No queríamos dejarla en manos de científicos que seguro que habrían obtenido de nuevo el genoma y lo hubieran analizado minuciosamente. Al final, habrían acabado encontrando las diferencias genéticas entre el genoma ancestral y el nuestro, y habrían acabado descubriendo y comprendiendo mi retrovirus…
Chasqueó la lengua.
– Terney quería quedarse como fuera con la momia del cromañón para su museo particular y tuve que obligarlo a deshacerse de ella. Luego examinamos el genoma. Nuestro trabajo se desarrollaba a buen ritmo, en particular gracias a los avances en el campo de la genética. Hasta que Terney me llamó, asustado, a primeros de mes, y me habló de una estudiante que metía la nariz en historias de zurdos y de violencia. Éva Louts… La investigué y supe que había viajado a la Amazonia. No cabía duda de que Napoléon Chimaux tenía algo que ver con aquello. Por esa razón, decidí hacer limpieza, porque las cosas comenzaban a volverse peligrosas. La paranoia de Terney empezaba a asustarlo de verdad. Los maté, quemé las cintas de vídeo que documentaban los ritos de los ururus, las muestras de sangre que habíamos tomado y las inseminaciones. Borré cualquier rastro. Dejar que Terney fotografiara al cromañón y no quitar de la pared de su biblioteca los tres cuadros fue mi error más grave. Pero jamás, nunca jamás habría imaginado que pudiera usted establecer esos vínculos.
Apretó ambos puños.
– Yo quería… dar vida al verdadero Fénix, ver de qué era capaz mutado en forma de medusa, pero no he tenido tiempo. No se puede ni imaginar el trabajo que he llevado a cabo, los sacrificios que he hecho. Usted, un vulgar policía de calle, lo ha echado todo a perder. No ha entendido que la Evolución es una excepción y que la regla es la extinción… que todos estamos destinados a extinguirnos… usted el primero.
Sharko se aproximó a él y le apretó el cañón contra la nariz.
– Su nieta Coralie iba a morir ante sus narices y usted lo sabía.
– No iba a morir. Iba a desempeñar su papel dictado por la naturaleza. La naturaleza es quien debe decidir, y no nosotros.
– Es usted un fanático sin remedio. Sólo por eso, voy a apretar el gatillo.
Noland aún halló fuerzas para estirar sus labios en una sonrisa fría.
– Dispare. Y nunca sabrá la identidad de los otros cuatro perfiles. O, por lo menos, se arriesga a descubrirlos demasiado tarde, cuando lo peor ya haya tenido lugar. Y ya sabe de qué hablo cuando digo lo peor, comisario.
Sharko apretó los dientes y tuvo que luchar contra sus propios demonios para retirar el dedo del gatillo. Bajó el arma.
– Más le vale que aquella a la que amo llegue sana y salva, asqueroso, porque juro que iré a buscarlo aunque tenga que ir hasta lo más hondo de la prisión donde pasará el resto de sus días confrontado a la peor escoria de su maldita Evolución.
Lucie abrió bruscamente los ojos. El paisaje cabeceaba, como apoyado sobre cojines de aire. El rugido de un motor… Los efluvios de limo… Las vibraciones sobre el suelo de madera… Se incorporó, llevándose una mano a la cabeza, y tardó unos segundos en darse cuenta de que se hallaba a bordo del Maria-Nazaire. El barco navegaba en sentido de la corriente.
Volvía al redil.
¿Qué había sucedido?
Pálida, Lucie se arrastró hasta la borda y vomitó. Vomitó porque, era consciente de que aquello era la sórdida verdad y a la vez veía los juguetes aún embalados en la habitación de las gemelas tan claro como el paisaje que se extendía ante sus ojos. Luego se vio sola frente a la verja de la escuela, el primer día de curso, sin que tuviera que acompañar a nadie hasta allí… El teléfono móvil, abandonado en un rincón… Sus paseos, sola con Klark, junto a la Ciudadela. Las miradas curiosas de su madre, las alusiones, los suspiros… Sola, sola, siempre sola, hablándole al perro, a una pared, dirigiéndose al vacío.
El estómago de Lucie se retorció de nuevo. La selva y las drogas le habían revelado que sus dos hijas estaban muertas. Que desde hacía más de un año vivía con un fantasma, una alucinación, un pequeño ser de humo que había acudido a prestarle su apoyo, a ayudarla a superar el drama.
Oh, Dios…
Titubeante, Lucie alzó su mirada enturbiada hacia Pedro, que, apoyado en la proa, mascaba tabaco. Al frente se alzaba el puesto de la FUNAI. Ni siquiera trataron de detenerlos: el hombre de las cicatrices les hacía señas para que circularan rápidamente. Miró a Lucie sin moverse, con su mirada gélida, y volvió a su cabaña a grandes zancadas.
El guía se acercó a Lucie con una sonrisa.
– Ya está usted de nuevo entre nosotros.
Lucie inspiró dolorosamente y se enjugó las lágrimas con los dedos. Tenía la sensación de regresar de ultratumba.
– ¿Qué ha sucedido? Recuerdo cuando caminamos… El humo… Luego un agujero negro. Sólo imágenes en mi cabeza. Imágenes… personales. Pero… ¿dónde está Chimaux? ¿Por qué hemos dado media vuelta? Quiero volver allí, yo…
Pedro le puso una mano sobre el hombro.
– Ha visto a Chimaux y a sus salvajes. La trajeron de vuelta al barco, después de tres días.
– ¿Tres días? Pero…
– Chimaux fue muy claro: no quiere que volvamos nunca más allí. Jamás. Ni usted ni yo. Pero dijo una frase para usted, algo que me pidió que le transmitiera.
Lucie se llevó las manos a la cara. Tres días. ¿Qué habían hecho con su cabeza? ¿Cómo habían logrado abrirle la mente hasta ese punto?
– Dígame -murmuró con tristeza.
– Dijo: «Los muertos siempre pueden estar vivos. Basta con creer en ellos y regresan».
Tras esas palabras, se dirigió a la timonera, hizo sonar orgullosamente la sirena y dio más potencia al motor.
Unas horas más tarde, el barco arribó al pequeño puerto de São Gabriel. Entre la multitud de autóctonos se alzaba un europeo con una bonita camisa gris medio desabrochada y gafas de sol.
Unas gafas de sol con una de las varillas remendada con pegamento.
Lucie sintió que el corazón le daba un vuelco y sus ojos se anegaron de nuevo. Con un suspiro, miró silenciosamente las ondas negras, tenebrosas, bajo las cuales, sin embargo, vivían miles de especies. Desde lo más hondo de su tristeza se dijo que incluso lo más sombrío podía ser portador de esperanza y de vida.