24

El cuerpo fornido de Levallois impactó contra el de Sharko en la esquina del callejón y la calle Darwin. El joven policía de rostro cuadrado hervía, con el cuerpo en tensión por la excitación y el olor de la persecución.

– ¡Alguien ha huido por detrás de las casas! ¿No has visto a nadie?

Sharko se volvió hacia la alta barrera de cemento.

– Por aquí la calma es absoluta. ¿Quién ha huido? ¿Qué sucede?

Levallois escrutaba hacia todas partes, con mirada atenta. Se volvió hacia Sharko.

– La ventana de su habitación estaba abierta. Sólo ha podido huir por el jardín. Me ha parecido oírte gritar.

– Un maldito gato. ¿Estás seguro de haber visto a alguien?

– No lo sé. Ahí dentro hay algo extraño. Ve a ver…

Levallois se volvió, aceleró, saltó el muro y su cuerpo desapareció en los jardines. Una vez solo, Sharko soltó un profundo suspiro. Había ido de un pelo. Ahora, Lucie debía de estar ya lo bastante lejos como para hallarse fuera de peligro.

En cualquier caso, le debía una explicación a fondo.

Se dirigió rápidamente hacia la casa. Unos hombres sacaban a otro a la fuerza. Esposado, gritaba de una manera inhumana, con sonidos graves, nasales. Sus pies pataleaban en todos los sentidos. Eran necesarios por lo menos tres policías para retenerlo. Bellanger, el jefe de grupo, miraba fijamente al joven con sus ojos oscuros.

– ¿Qué es este jaleo? -preguntó Sharko, jadeando.

– Ni idea. Terney está muerto. Ese joven no habla y pasaba las páginas de un libro, tranquilamente sentado, con el cadáver a menos de tres metros.

– Sus andares extraños… Sus gritos… ¿Es un disminuido psíquico?

– Muy disminuido, diría. En la cubierta de su libro está escrito 342 en números muy grandes, y las páginas están numeradas del 1 al 300, pero están todas en blanco. El tipo no lleva documentación. Sin duda ha sido él quien ha entrado por la ventana y ha hecho caer el objeto de metal cuando nos disponíamos a entrar. El ruido lo habrá asustado y se ha encerrado en una pequeña habitación contigua a la del crimen.

Sharko asintió.

– No he visto nada en los jardines. Creo que Levallois persigue a un fantasma.

Incluso encerrado en el coche de la policía, aún se oía gritar al individuo. En las casas vecinas se encendían luces. La gente salía de sus domicilios.

– Dimitiré si este tipo no se ha escapado de un hospital psiquiátrico o de algún lugar parecido -dijo Bellanger con voz grave-. Pero ¿por qué habrá venido aquí?


Media hora más tarde entraron en la vivienda precedidos por la policía científica. Hombres en mono de trabajo se habían dispersado por todas las habitaciones.

– Me reuniré contigo en la escena del crimen -dijo Sharko-. Antes prefiero impregnarme del lugar.

El poli carburaba a base de café solo, con mucha cafeína. Las once de la noche. El cuerpo cargado como una pila eléctrica. Era preferible dejar que la adrenalina y los excitantes hicieran su trabajo y acabaran con sus últimos cartuchos. Tal vez cualquier día terminaría por hundirse y dormiría hasta no poder más.

Mientras en la planta baja Levallois hablaba por teléfono, intentando reunir información detallada sobre la víctima, Sharko iba de habitación en habitación, cruzándose con los rostros sombríos, inquietos y fatigados de los colegas. Salón, sala de estar, sala de billar, de proyección… Todo estaba increíblemente ordenado y limpio como un quirófano. Según los primeros datos, Stéphane Terney era un obstetra e inmunólogo de renombre que ejercía en Neuilly. Tenía sesenta y cinco años y debía de ser un maniático del orden. Incluso la cubertería, en los cajones, estaba dispuesta en un orden marcial. Seguramente se trataba de una deformación profesional: jugar con pipetas, agujas y traer criaturas al mundo debía de exigir un gran rigor.

Los mensajes dejados en su contestador eran variados. Dos mujeres diferentes -¿amantes suyas?- se inquietaban por su silencio. Unos colegas de profesión molestaban a Terney, que en aquel momento acababa sus tres semanas de vacaciones, para hacerle preguntas puramente administrativas.

En aquella misma sala, el policía se aproximó a la gran chimenea y se agachó. Los técnicos recuperaban, entre un montón de ceniza, restos de cintas de vídeo -por lo menos cinco o seis, según las primeras constataciones- completamente calcinadas. Las cintas se habían convertido en polvo y las cajas en bolas negras de plástico. No había ningún reproductor de vídeo en la casa, pero los policías habían descubierto que en la sala de fósiles de Terney habían arrancado algunas tablas del suelo de madera. Allí donde probablemente había ocultado las cintas, desde hacía mucho tiempo. El asesino las había encontrado y las había quemado.

Luego, Sharko se dio una vuelta por la primera planta, por la gran sala que albergaba la colección particular de fósiles y minerales. Aquello debía de valer una fortuna. Las piezas estaban muy cuidadas, y exhibidas con juegos de luces. Los animales parecían pelear entre ellos. Se volvió y vio las tablas arrancadas del suelo, en un rincón. Entonces, el comisario fue a la biblioteca para reunirse con Bellanger. Algo mayor que Levallois, Nicolas Bellanger tenía las características del buen jefe de equipo. Soltero, inteligente, deportista. Y ambicioso. La relación entre ambos hombres no era ni buena ni mala. Trabajaban juntos, y eso era todo.

Por su parte, Jacques Levallois examinaba atentamente las estanterías de libros en la dirección indicada por los índices de la víctima. Paul Chénaix, el médico forense que ya había hecho la autopsia de Éva Louts, se incorporó y se quitó los guantes. Luego se limpió sus gafitas redondas con un paño.

– Globos oculares en licuefacción, una sublime mancha abdominal y una rigidez cadavérica notable. Aún no está completamente verde. Diría que se fue al otro barrio hace por lo menos cuatro días, pero menos de ocho. Los exámenes más completos nos permitirán tal vez afinar la horquilla. Ya se puede levantar el cadáver.

Sharko asimilaba la información. Con la fatiga y el exceso de cafeína, se sentía en un estado extraño: tenía la sensación de flotar ligeramente, como después de tomar unas copas de vino. Sin embargo, logró ordenar sus pensamientos.

– Éva Louts fue asesinada hace tres días. Terney murió antes… Así, Terney no es su asesino.

Bellanger, el jefe, examinaba la habitación atentamente con la mirada, girando lentamente sobre sí mismo. Era un tipo alto y delgado, de ojos negros como el café y cabello castaño desgreñado.

– La suposición viene avalada por el hecho de no haber hallado el cráneo del chimpancé en su pequeño museo privado. El asesino pasó primero por aquí, torturó a Terney, lo mató y luego se cargó a Éva Louts al día siguiente, tras llevarse las mandíbulas para cometer su crimen. Hay que estudiarlo, pero no imagino al tipo del pijama cometiendo dos asesinatos de esta índole. Por lo que acaban de decirme en la oficina, el individuo se daba golpes contra todas partes y soltaba unos gruñidos bestiales. En cuanto le han devuelto su libro, se ha calmado inmediatamente. Se ha puesto a pasar páginas en blanco, como hacía aquí, sin decir palabra.

Todo cuanto había en aquel lugar llamaba la atención a Sharko. Había estantes de libros que llegaban hasta el techo, a lo largo de metros y más metros. La buena madera, las extrañas obras de arte y la tecnología puntera olían a dinero y eran muestra también de una morbosa originalidad.

– ¿Has encontrado algo? -preguntó a Levallois.

– Nada, de momento. ¿Has visto qué cantidad de libros? ¿Cómo saber cuál señalaba?

Con la mente un poco enturbiada, el comisario volvió hacia el cadáver, frente a él. Quemado, mutilado, probablemente a cuchilladas. El forense había tumbado el cuerpo boca arriba. Sharko señaló la amplia herida, profunda, en el pliegue de la ingle.

– ¿Eso es lo que lo mató?

– Sí. La arteria ilíaca externa izquierda está seccionada. Esa arteria es un río. La víctima cayó de la silla, se desangró y murió unos segundos más tarde…

– Es una manera poco usual de matar a alguien. Tal vez se trate de un asesino relacionado con el mundo de la medicina. O, por lo menos, conoce la anatomía humana. Primero quiso hacerlo sufrir. Tras arrancarle lo que quería que le dijera, es decir probablemente el lugar donde escondía las cintas de vídeo, lo eliminó y luego se marchó justo antes de que Terney exhalara su último aliento. Un trabajo limpio, con conocimiento. Como en el caso de Louts, el asesino no fue presa del pánico.

– También hay restos de tabaco en su lengua y sus encías. El asesino debió obligarlo a fumar esos cigarrillos para luego quemarlo.

El forense se apartó un poco y señaló el torso.

– Mire el pecho. El conjunto de las quemaduras de cigarrillo forma dos letras, una junto a la otra. X e Y…

– X e Y… ¿Es la marca de la masculinidad, verdad?

El forense asintió.

– Exactamente. De los veintitrés pares de cromosomas comunes a cada ser humano, sólo un par es diferente, según el sexo: XX o XY. Los recién nacidos siempre tienen el cromosoma X de su madre, pero su padre les lega su cromosoma X, y en ese caso el sexo es femenino, o su cromosoma Y.

Sharko reflexionó. El asesino había jugado cruelmente con su víctima. Por otro lado, les dejaba, a propósito o no, una pista. Dubitativo, el comisario se dirigió hacia tres cuadros colgados de una de las paredes y dispuestos uno al lado del otro. El primero era una pintura de un pájaro en llamas, en medio de un cielo en fusión: la legendaria ave fénix. El segundo parecía representar una placenta humana: una gran burbuja transparente y vascularizada. Los vasos sanguíneos, de un rojo vivo, parecían extrañas serpentinas y conferían al conjunto de la obra la apariencia de una araña monstruosa. El tercer cuadro contenía una foto ampliada de una momia de un hombre prehistórico, completamente desecado, y tumbado sobre una mesa como si fueran a hacerle una autopsia. El comisario arrugó la nariz ante la placenta.

– O no entiendo nada de arte o ese Terney tenía unos gustos muy raros.

Nicolas Bellanger se acercó. Bajo el ave fénix y la placenta había la firma del artista: «Amanda P.».

– Ya lo has visto. Todo en esta casa está relacionado con el ADN, el nacimiento o la biología, hasta la forma de los muebles. Enmarcar la foto de una momia asquerosa, la verdad… Hasta vive en la calle Darwin, que ya es el colmo.

– Apasionado hasta la muerte, puesto que acabó con una X y una Y en el pecho… Bonito guiño del asesino.

El forense los saludó y se marchó, aún tenía trabajo por hacer. Sin decir palabra, los hombres de la morgue introdujeron el cadáver en una bolsa negra. El ruido de la cremallera resonó en toda la habitación. Solo ahora con Sharko, Nicolas Bellanger se dirigió hacia la pequeña habitación del fondo.

– Ahí es donde estaba el tipo en pijama. Se había encerrado con su libro. Trescientas páginas meticulosamente numeradas con un bolígrafo, pero todas en blanco. ¿Habías visto algo igual?

– A menudo, sí… Basta con ir a un manicomio.

Con un suspiro, Sharko se reunió con Levallois. Pronto se dio cuenta de que los libros estaban ordenados por temas: ciencias, historia natural, geografía… Luego, dentro de cada tema, por orden alfabético.

– Terney era muy meticuloso. Si señaló hacia este lugar, tal vez haya algo inusual. Un libro al revés o que no se halle en el lugar que le corresponda. Algo que destaque entre lo demás.

En su búsqueda, Sharko descubrió algunos libros de títulos evocadores: Autorización para acabar con las vidas que no merecen ser vividas, La eutanasia, Soluciones contra el envejecimiento de las poblaciones… Había un montón de libros sobre eugenesia y sobre la pureza de la raza. A la derecha, había una estantería entera de obras sobre virología e inmunología. Nada entretenido.

Levallois recorrió los estantes lentamente, con la mirada puesta en los libros a su alcance. Con su mano enguantada extrajo uno de los libros.

– ¡Bingo! Un libro sobre el ADN colocado entre los de geografía. Se titula La llave y el candado. Y adivine…

– ¿Qué?…

– Escrito por Terney en persona.

Sharko tendió la mano y Levallois le entregó el volumen mientras observaba atentamente la cubierta. En ella había un dibujo de Leonardo da Vinci: un hombre desnudo, de pie, representado sucesivamente en un círculo y un cuadrado. Bajo el título, un texto intrigante: «Los códigos ocultos del ADN».

– Es el hombre de Vitruvio -explicó el joven teniente-. Representa la distribución de las medidas del cuerpo humano, así como las relaciones armoniosas de la anatomía humana. Un hombre con los brazos y las piernas extendidas puede estar inscrito en las figuras geométricas perfectas del círculo y el cuadrado. ¿Sabía que Leonardo da Vinci era zurdo?

– ¿Puedes decirme para qué me serviría saberlo?

– Para nada. Es simple cultura general.

Mientras Sharko leía para sí la contracubierta del libro, Bellanger se aproximó.

– ¿De qué trata?

– No entiendo ni el resumen. Escucha esto: «¿Por qué los números 26 y 13 hacen sonar y ordenan el armónico mayor de la relación entre los mil millones de codones del genoma humano entero, y el codón más frecuente, entre los 64 tipos de codones posibles? ¿Por qué en los tres mil millones de bases que forman una simple hebra de ADN, cada uno de los codones posee en algún lugar su codón espejo? ¿Por qué el genoma humano entero obedece a las proporciones áureas? Destinado a los especialistas o a los aficionados, esta obra aporta las respuestas a las preguntas que se plantean desde hace tiempo acerca del implacable trabajo de la naturaleza en la construcción de la vida».

Bellanger se quedó mudo. Sharko hojeó las primeras páginas.

– Parece complicado y procedimental. Hay páginas y páginas de secuencia del ADN, fórmulas matemáticas por todas partes, gráficos y poco texto… ¿Por qué Terney nos iba a indicar ese libro?

– Está escrito en el subtítulo: los códigos ocultos del ADN… Piensa en la X y la Y en el pecho del cadáver. ¿Ese libro no contendrá alguna pista en sus páginas?

Bellanger examinó el libro, taciturno, y lo guardó en una bolsa de plástico.

– Voy a entregar esto inmediatamente a los biólogos del laboratorio de la científica. Si es necesario, que esta noche no duerman. Necesito saber en qué mierda nos hemos metido.


De regreso al 36, Sharko fue hasta una de las celdas de detención. Sentado en un rincón, el tipo del pijama pasaba páginas apaciblemente, una tras otra. Su mirada era viva, y en sus ojos brillaba una lucecilla, como si buscara algo en aquellas páginas vírgenes. Tendría apenas veinte años, cabello rubio, hirsuto, y unas manos largas y huesudas, con los pulgares ligeramente curvados hacia el exterior. Sus labios murmuraron unas palabras que Sharko no alcanzaba a comprender.

– ¿Quién eres? -le preguntó el policía-. ¿Qué murmuras entre dientes? ¿Y qué buscas en esas páginas en blanco?

El joven no alzó la cabeza. Con las mandíbulas apretadas, Sharko se incorporó y se dirigió a una pequeña sala de reuniones, en la tercera planta. Los rostros eran gredosos y estaban visiblemente fatigados. Había tazas vacías y algunos cadáveres de cigarrillos sobre la mesa. Era la una de la madrugada y ya a nadie le apetecía hablar. Pascal Robillard mordisqueaba una goma elástica, Jacques Levallois no cesaba de bostezar y Nicolas Bellanger daba las últimas indicaciones.

– Prioridad: averiguar quién es el tipo del pijama. Hay que hacer que hable, comprender qué hacía allí. Pascal, llama a los hospitales psiquiátricos y a las comisarías locales, andamos tras un fugado… Investiga también el pasado de Terney. Quiero saber quién es, con quién trabajó, si tiene enemigos. Tal vez conociera a ese chiflado, igual es de su familia. Un primo, un sobrino, un chaval al que habría tratado de joven por vete tú a saber qué razón… Tú, Sharko, ocúpate de su entorno profesional y sentimental. Interroga a sus colegas de la clínica de Neuilly y a sus amigos. En vista de los mensajes en su contestador, era un mujeriego. Indaga eso también. El caso está adquiriendo envergadura y no lo resolveremos solos. A partir de mañana, la mayoría de los hombres de Manien vendrán a trabajar con nosotros a tiempo completo, para echarnos una mano. Necesitamos brazos y cabezas pensantes.

Sharko apretó las mandíbulas.

– ¿No trabajan en el caso Hurault?

– ¿El caso Hurault? Andan perdidos. No tienen ni la sombra de una pista. Por eso el jefe le ha dado prioridad a nuestro caso y aumenta nuestros efectivos.

– Manien se cabreará.

– Que se joda.

Bellanger se volvió hacia Levallois.

– Tú, Jacques, te vas a zampar la autopsia, empieza dentro de una hora. ¿Estás listo para pasar la noche en vela?

El joven teniente asintió.

– Alguien tendrá que hacerlo.

– Perfecto. También le he dado tu número de móvil al responsable del laboratorio de biología, para lo del libro sobre el ADN, La llave y el candado. Confío en que te llamará a media noche para darte una buena noticia.

– Ya es medianoche.

Bellanger logró esbozar una sonrisa, miró a sus hombres y limpió la pizarra a su espalda.

– Vamos… Aún tengo que liquidar tres toneladas de papeleo antes de que amanezca. Hasta luego.


Sharko estaba furioso e inquieto. Sentado al volante de su coche, trataba de llamar a Lucie, sin éxito. Era tarde, eso sí, pero ¿por qué diablos no respondía? ¿Le habría ocurrido algo en Montmartre o durante su huida? ¿Habría tenido un accidente? Frenó en seco en un semáforo en rojo que no había visto. La chica del Norte ocupaba de nuevo su pensamiento, y lo estaba volviendo loco. Las compuertas interiores que había tratado de cerrar a cal y canto se abrían de par en par y se derribaban todas las barreras.

Cuando llegó al rellano de su apartamento, entumecido, exhausto, sumido en negros pensamientos, una sombra, sentada frente a su puerta, se puso en pie.

Lucie Henebelle, con el móvil en la mano y el libro de Terney en la otra, lo esperaba sin poder disimular su impaciencia. Lo miró a los ojos.

– Dime que no han encontrado nada acerca de mí.

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