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Cuatro técnicos de la policía científica y el fiscal adjunto que se ocuparía del levantamiento del cadáver acababan de llegar al lugar de los hechos. Traje y corbata uno, monos de conejo blanco los otros, para preservar las pruebas del escenario del crimen. El veterinario del centro, otros investigadores y los muchachos de la morgue no tardarían en llegar. Pronto, una decena de hombres entrarían y saldrían de aquel lugar con un único objetivo: descubrir la verdad.

Mientras Levallois interrogaba al cuidador de los animales, Hervé Beck, Sharko y Clémentine Jaspar caminaban por los senderos de tierra entre las coloridas colonias de monos. Alrededor de ellos, las hojas de los árboles se estremecían y las ramas palpitaban. Unos gritos agudos, exóticos, atravesaban el espeso ramaje. Indiferentes a la tragedia, los primates proseguían sus actividades del inicio del día: se despiojaban, recogían termitas en los troncos y jugaban con su prole.

La primatóloga se detuvo ante un pequeño mirador artificial, que permitía observar algunas colonias desde arriba. Apoyó los codos en una barandilla de madera, con una carpeta de gomas elásticas asida con sus dedos gruesos y encallecidos.

– Éva estaba haciendo su tesis de doctorado. El tema de su trabajo era la lateralidad en los grandes simios: comprender, desde el punto de vista de la evolución biológica, por qué, en el hombre por ejemplo, la mayoría de los individuos son diestros y no zurdos.

– ¿Por ese motivo estudiaba aquí, en su centro?

– Sí, debía estar aquí hasta finales de octubre. La primera parte de su tesis, que inició a finales del verano de 2009, se refería al hombre, el primero de los grandes simios, y la segunda, a los otros cuatro: bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes. En nuestras instalaciones primero debía recoger datos y establecer estadísticas. Observar a las diferentes especies, ver con qué mano asen los bastones que les permiten coger hormigas, fabricar herramientas y cascar nueces. Luego, extraer de ello las debidas conclusiones.

Sharko sorbía su cuarto descafeinado de la mañana.

– ¿Trabajaba sola?

– Absolutamente. Se movía por aquí como un electrón libre. Era una chica amable y discreta, a la que le gustaban mucho los animales.

Jaspar también debía de amar a los animales, se dijo Sharko. Observaba a sus primates con un afecto particular en el fondo de los ojos, como si cada uno de ellos fuera un niño al que amar.

Le tendió una carpeta.

– Y ahora, fíjese bien. Éstos son los resultados de sus observaciones, desde su llegada al centro, hace veinte días. Estaban sobre su mesa de trabajo, probablemente iba a llevárselos ayer al marcharse…

Sharko abrió las gomas.

– ¿Qué representan esos resultados?

– Éva debía anotar con precisión un conjunto de parámetros para cada mono de cada colonia. La repetición por parte de un mismo individuo de determinados gestos citados en las listas probaría o no la lateralidad de la especie en cuestión.

Sharko abrió la carpeta y miró las diferentes hojas. Las casillas de las tablas preimpresas, con unas referencias que debían de ser las de los monos agrupados por especies, estaban todas en blanco.

– ¿No trabajaba, pues?

– No. O, por lo menos, no en el tema impuesto por el director de su tesis. Sin embargo, me decía lo contrario. Me aseguró que en tres semanas sus trabajos habían avanzado mucho y que sería capaz de concluir su investigación a tiempo.

– ¿Por qué iba a venir aquí si no hacía nada?

– Porque su director de tesis se lo exigía, porque le hubiera echado una bronca de haber sabido que ella no seguía sus indicaciones. Olivier Solers no es blando con sus alumnos. No tolera que no se haga lo que él quiere. Si la hubiera descubierto, Éva habría perdido toda oportunidad de obtener su doctorado.

– ¿Era ambiciosa?

– Muy ambiciosa. La conocía ya por su reputación. A pesar de su juventud, había llevado a cabo estudios importantes sobre la lateralidad en ciertos pájaros y peces. La precisión y el calado de sus temas la hicieron merecedora de artículos en prestigiosas publicaciones científicas, cosa muy poco usual para una estudiante de veinticinco años. Éva era brillante y ya soñaba con centelleantes vestidos de gala y veladas de cócteles junto a galardonados con el premio Nobel.

Sharko no pudo reprimir una sonrisa. Él, a quien le gustaba tener los pies en la tierra, se sentía superado por los ridículos temas que estudiaban los investigadores.

– Discúlpeme, pero… Me cuesta entenderlo. ¿Para qué puede servirnos saber si un pez es diestro o zurdo? Y, francamente, me cuesta imaginar a un pez diestro. Un mono aún, pero un pez…

– Comprendo su desazón. Usted persigue y detiene a asesinos, y llena las cárceles. Es algo concreto.

– Desgraciadamente, así es.

– Nosotros tratamos de averiguar de dónde venimos para comprender hacia dónde vamos. Tiramos del hilo de la vida, y la observación de las especies, ya sean plantas, virus, bacterias o animales, nos ayuda a ello. La lateralidad de ciertos peces que viven en comunidad es muy significativa. ¿Ha observado el comportamiento de un banco de peces frente a un predador? Todos giran en la misma dirección, para permanecer unidos y enfrentarse así a los ataques. No reflexionan, no piensan «atención, ahora tengo que girar a la izquierda como mis compañeros». No, ese comportamiento social forma parte de su naturaleza, de sus genes, si quiere una imagen clara. En el caso de esos peces, la lateralidad permite la supervivencia de la especie, y ésa es la razón por la que existe, por la que ha sido seleccionada.

– ¿Seleccionada? ¿Por quién? ¿Por una inteligencia superior?

– Está claro que no. Las afirmaciones creacionistas, del tipo «Dios creó al hombre y a todas las especies vivas que pueblan el planeta», no tienen cabida en nuestro centro ni tampoco en ninguna otra comunidad científica. No, ha sido seleccionada por la Evolución, con E mayúscula. La Evolución favorece la propagación de todo cuanto es beneficioso para la supervivencia de las especies y para la difusión de los mejores genes, y elimina el resto.

– La famosa selección natural, que se deshace de los individuos «inadaptados».

– Puede decirse así. A veces, cuando esos bancos de peces cambian de rumbo, algunos individuos giran hacia el otro lado porque no poseen la aptitud para seguir ese comportamiento. ¿Es un defecto genético? ¿Son «individuos inadaptados», como dice usted? La verdad es que ésos mueren antes, devorados, por ejemplo, puesto que representan una debilidad de la especie. Ésa es una de las expresiones de la selección natural. En el caso del hombre, si ser zurdo hubiera representado verdaderamente una ventaja, una ventaja que aumentara la probabilidad de supervivencia de nuestra especie, probablemente todos seríamos zurdos y funcionaríamos en cierta medida como un banco de peces. El problema es que ése no es el caso y, sin embargo, existen zurdos. ¿Por qué la Evolución ha favorecido esa asimetría entre diestros y zurdos? ¿Por qué en esa proporción? ¿Por qué uno de cada diez humanos aún nace zurdo en un mundo pensado para los diestros? La tesis de Éva Louts trataba de aportar una respuesta a esas preguntas.

Sharko tuvo que confesar que jamás se había planteado esas cuestiones, ya que, en definitiva, poco le importaban esos delirios científicos. A su parecer, había otros temas mucho más serios e importantes que tratar, pero de todo tenía que haber. Se concentró en lo que le interesaba, es decir, en lo concreto.

– ¿Así que Éva Louts venía aquí cada día, a última hora de la tarde?

– Así es, hacia las cinco de la tarde, a la hora en la que por lo general cerramos las puertas del centro. Decía que quería estar tranquila para observar a los simios sin perturbar sus costumbres.

– Y, en vista de esas tablas vacías, se quedaba aquí hasta tarde únicamente para hacer acto de presencia… Para que nadie, y sobre todo su director de tesis, descubriera la superchería.

– O bien se dedicaba a otros menesteres… Me he quedado muy sorprendida al descubrir esas tablas en blanco. ¿Por qué motivo una chica tan seria habría comenzado de repente a mentir? ¿Qué podía preocuparla hasta el punto de poner en peligro su futuro?

– ¿Tiene alguna idea?

– No, pero llevaba a cabo una investigación sobre la lateralidad en las poblaciones humanas, en las pasadas y las presentes, y ya hacía más de un año que trabajaba en ese tema. Debió de meter la nariz en cuestiones muy diversas y variadas. Hará sólo dos o tres días, me confió que estaba en algo de gran envergadura.

– ¿Qué tipo de cosa?

– Por desgracia lo ignoro. Pero eso la estimulaba, pude verlo en sus ojos. Al principio de la investigación, el año pasado, Éva entregaba regularmente las informaciones a su director, lo cual permitía un seguimiento y, en caso necesario, una reorientación de su trabajo. Luego, por lo que me contó Olivier Solers, hacia el mes de junio las entregas de datos se espaciaron más. Eso sucede a menudo, y no se preocupó. El director de una tesis desea llevar las riendas y el autor de la tesis pretende liberarse de su influencia y adquirir autonomía. A mediados de julio, sin embargo, un mes antes de llegar aquí, Éva se negó a entregar la menor información a su universidad y ocultaba lo esencial de su trabajo, prometiendo una y otra vez que dejaría leer su trabajo más adelante y garantizando algo «gordo» si sus investigaciones llegaban a buen puerto.

Sharko trituraba nerviosamente su vaso vacío, no había ningún sitio donde pudiera tirarlo. Mentalmente, trató de visualizar el caso desde otro ángulo. Louts, por sus investigaciones, pudo multiplicar sus contactos y sus encuentros con otras personas. De una manera u otra, al igual que un periodista, metió la nariz en algún asunto y se encerró en sí misma.

El ruido de unas portezuelas al cerrarse le hicieron volver en sí. A lo lejos, cerca del animalario, dos muchachos de la morgue trasladaban el cadáver de Louts en una camilla. La bolsa de plástico negro parecía madera carbonizada. «Polvo serás…» Luego, los hombres regresaron al interior con la camilla vacía. Clémentine Jaspar se llevó los dedos a los labios.

– Van a buscar a Shery. ¿Por qué la llevan a la morgue?

– El forense tomará algunas muestras, no se preocupe.

Sharko no le dejó tiempo para que sintiera lástima.

– ¿Tenía novio?

– Hablamos de ello. No, no era su prioridad, primero estaba su carrera. Era muy solitaria, y bastante ecologista. No tenía teléfono móvil ni televisión, me confesó. Y, además, había sido una gran deportista. Practicaba la esgrima y, de adolescente, había participado en muchos campeonatos. Una mente sana en un cuerpo sano.

– ¿Hay alguien en quien hubiera podido confiar?

– No la conocía tanto, pero… No lo sé. Usted es policía, así que vaya a registrar su casa. Seguro que los resultados de sus investigaciones se encuentran allí.

Ante el silencio y el evidente escepticismo de Sharko, señaló a los chimpancés, esos grandes monos a los que parecía amar más que nada en el mundo.

– Obsérvelos con atención una vez más, comisario. Y dígame qué ve.

– ¿Qué veo? Unas familias. Unos animales que viven en paz y armonía.

– También debería ver a unos grandes simios, a unos seres que se nos parecen.

– Lo siento, no veo más que a unos primates.

– ¡También nosotros somos primates! Los chimpancés están genéticamente más cerca de nosotros que del gorila. A menudo se dice que tenemos más del 98 por ciento del ADN en común con ellos, pero yo le daré la vuelta a la frase: el 98 por ciento de nuestro ADN es ADN de chimpancé.

Sharko meditó acerca de la observación durante unos segundos.

– Su idea es provocadora, aunque visto desde ese ángulo, en efecto…

– No hay nada provocador, es la realidad. Ahora, imagine que le privan de la palabra y lo ponen desnudo en una jaula junto a ellos. En ese caso lo tomarían por lo que es: el tercer chimpancé, junto al chimpancé pigmeo y el chimpancé común de África. Un chimpancé casi desprovisto de pelaje y que anda erguido. Con la única diferencia de que ninguno de sus primos destruye su entorno ni aniquila a las otras especies. Nuestras ventajas evolutivas, como la palabra, la inteligencia o la capacidad de colonizar el planeta entero, también tienen un coste en la moneda darwiniana: somos animales capaces de provocar las mayores desgracias. La Evolución, sin embargo, ha «juzgado» que ese coste era inferior a las ventajas procuradas. De momento…

En su voz había fuerza y, a la vez, resignación. Sharko se sintió alcanzado por la potencia de su mirada animal y la virulencia de sus ideas. Aquella mujer debía de haber vivido momentos extraordinarios en la selva y la sabana, y debía de saber más que nadie sobre los secretos de la vida y, más que nadie, era consciente de que íbamos derechos contra un muro.

Apartó las manos de la barandilla de madera que rodeaba el mirador.

– ¿Tiene hijos, comisario?

Sharko inclinó el mentón, con los labios apretados.

– Tenía una hija… Se llamaba Éloïse.

Hubo un profundo silencio. Ambos sabían qué significaba hablar de un niño en pasado. Sharko miró una vez más a los monos, inspiró profundamente y por fin dijo:

– Haré cuanto esté en mis manos para descubrir la verdad. Se lo prometo.

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