Lloviznaba cuando los dos ex policías llegaron frente a una casa alejada del pueblo, junto a un silo de grano. Bajo el cielo gris de nubes lanosas, ante aquel horizonte de campos verdes y amarillos, la vivienda daba la impresión de un animal abatido y herido. El jardín estaba sin cultivar, la pintura de las paredes se caía a pedazos y algunos cristales estaban rotos.
Una casa abandonada. Sharko y Lucie se miraron sorprendidos.
El comisario aparcó su vehículo al final de un camino de tierra, detrás de un viejo Renault Super 5 de los que ya no se veían. Un hombre descendió del automóvil y fue a su encuentro. Se presentaron y se dieron la mano.
El antropólogo Yves Lenoir, de unos cincuenta años, parecía un hombre sencillo. Vestía ropa pasada de moda -pantalón de ante marrón, jersey de lana roja, camisa a cuadros- y, con su barba blanca y su ralo cabello canoso, inspiraba confianza de inmediato. Bajo el trazo espeso de sus cejas claras brillaban unos ojos de un verde profundo, en osmosis con aquellas junglas cuyos habitantes probablemente había estudiado. Apoyado en un bastón -cojeaba mucho de la pierna izquierda-, se aproximó al portal, que no estaba cerrado con llave: bastaba empujar los batientes para abrirlo.
– Clémentine me ha comentado que este asunto es de gran importancia para ustedes. He querido hablar con ustedes aquí, allí donde vivió Napoléon Chimaux. De hecho, esta casa perteneció inicialmente a su padre.
– ¿Napoléon Chimaux? ¿Quién es?
– Un antropólogo. Lo he identificado con toda certeza como el autor de la película que me han hecho llegar. Fue él quien descubrió a la tribu que aparece en el DVD.
Lucie apretó los puños. Sólo le interesaba una cosa:
– ¿Aún está vivo?
– Según las últimas noticias, sí.
Accedieron a la habitación por un gran ventanal lateral que daba a lo que debió de ser el salón. Allí había fantasmas de muebles, sillones con la tapicería destripada y cubiertos de polvo. La humedad se había adueñado del lugar, abombando la madera. No había ni un solo objeto decorativo, ni cuadros. Los cajones y las puertas de los muebles estaban abiertos y completamente vacíos. La luminosidad era escasa, como si el día hubiera decidido amanecer allí más tarde que en los otros sitios.
– Todos los habitantes del pueblo deben de haber entrado por lo menos una vez aquí. Por curiosidad. Ya saben cómo es la gente.
– Y lo han desvalijado todo -respondió Sharko.
– Ah, eso…
Yves Lenoir se acercó a una mesa en penoso estado, sopló el polvo y depositó encima su bastón y una bolsa marrón, de la que sacó el DVD.
– En primer lugar, y en la medida de lo posible, me gustaría poder disponer de esta valiosa película y poderla presentar a algunos comités científicos y fundaciones de antropología, en particular brasileños y venezolanos.
Sharko comprendió el trato que le proponía aquel hombre. Les ofrecía una visita guiada por el universo de Napoléon Chimaux pero, a cambio, tenía pequeñas exigencias. El comisario decidió entrar en su juego.
– Por supuesto, la tendrá en el momento oportuno, y en exclusiva. -Percibió un breve destello de alegría en los ojos de Lenoir-. Sin embargo, le ruego que no comente nada sobre ella, mientras nuestra investigación esté en curso.
El antropólogo asintió y depositó el DVD en la mano tendida del comisario.
– Evidentemente. Pero, si me permite… Me gustaría saber cómo han obtenido este documento excepcional y de increíble crueldad. ¿De dónde procede? ¿Quién se lo dio?
Sharko se lo tomó con paciencia y le resumió brevemente las grandes líneas de la investigación, mientras Lucie inspeccionaba la habitación. Lenoir jamás había oído hablar de Terney, ni de Éva Louts ni de Fénix.
– Nosotros también quisiéramos hacerle algunas preguntas -intervino Lucie al volver junto a ambos hombres-. De hecho, y para ser claros, queremos saberlo todo acerca de Napoléon Chimaux y esa tribu.
Sus voces resonaban mientras fuera la lluvia crepitaba sobre el tejado cada vez con más fuerza. Yves Lenoir contempló el cielo unos segundos.
– La tribu que les interesa es la de los ururus. Una tribu amazónica que incluso hoy en día sigue siendo una de las menos conocidas.
De su bolsa sacó un libro y un mapa, que volvió a guardar de inmediato. El libro estaba en mal estado, con la cubierta acartonada. Era bastante grueso. El autor era Napoléon Chimaux.
– Napoléon Chimaux… -murmuró Lenoir.
Pronunció aquel nombre y apellido como si se tratara de un blasfemo. Le mostró a Sharko una fotocopia en color de un retrato.
– Es una de las pocas fotos recientes disponibles de él. Fue tomada deprisa y corriendo en plena selva, con un teleobjetivo, hace un año. Chimaux es el antropólogo francés que descubrió a los ururus en 1964, en una de las regiones más recónditas e inexploradas de la Amazonia. En aquella época, la más negra de la dictadura brasileña, Chimaux sólo tenía veintitrés años. Siguió los pasos de su padre, Arthur, uno de los grandes exploradores del siglo pasado, pero a la vez uno de los menos recomendables. Entre una y otra expedición, cuando volvía a Francia se instalaba aquí, en Vémars. A pesar de todas las maravillas que llegó a ver, creo que le gustaba disfrutar de la sencillez de un sitio como éste.
Sharko observó la foto. Napoléon Chimaux no miraba al fotógrafo. Estaba a orillas de un río, vestido con ropa caqui como la de los militares. A pesar de sus sesenta años, tenía el cabello de un negro intenso y su rostro parecía liso y bruñido como el acero. Sharko no supo verbalizar qué era lo que lo inquietaba al ver aquella fotografía. Chimaux, que en la actualidad contaba sesenta y nueve años, aparentaba diez menos. En su mirada había algo turbio que el comisario no alcanzaba a definir.
Lenoir hablaba con cierto tono de compasión y de respeto en la voz.
– Arthur Chimaux, el padre, conocía bien la Amazonia. Era uno de los principales actores de la política en el norte de Brasil y contaba con numerosos apoyos, como los explotadores de las minas de oro y los principales adversarios de los derechos de los indígenas. Murió en dramáticas circunstancias en 1963 en Venezuela, un año antes de que su hijo descubriera a los ururus. Le dejó muchísimo dinero en herencia.
Lenoir cogió el libro y se lo mostró al comisario, que lo cogió a su vez.
– Cómo descubrí a los ururus, el pueblo feroz… fue el único libro que Napoléon Chimaux escribió sobre los ururus, en 1964 y 1965. Habla de su increíble expedición, de todas las veces en las que estuvo a punto de morir, del horror de su primer encuentro con aquellos a los que califica del «último grupo vivo surgido de la edad de piedra». Pretende claramente presentar a ese pueblo como una reliquia viva de la cultura prehistórica, un pueblo de inusitada violencia. Explica, y lo cito: «Tengo ante mí un cuadro increíble de cómo debía de ser la vida durante buena parte de la prehistoria».
Lenoir parecía saberse de memoria la obra. Sharko hojeó el libro y se detuvo en la foto en blanco y negro de un indígena, completamente desnudo. Un coloso de ojos fieros y labios carnosos, que miraba al objetivo como si se dispusiera a devorarlo.
Chimaux comentó la foto.
– Los ururus tienen la piel clara y los ojos avellana, Chimaux los llamaba los «indios blancos». En 1965, trajo fragmentos de esqueleto que sugieren unos rasgos «caucásicos».
– ¿Los ururus procedían de Europa?
– Como todos los indios nativos de América. Descienden de los primeros cazadores del paleolítico, que cruzaron el estrecho de Bering hará por lo menos veinticinco mil años. Es la última tribu que se habría mantenido morfológica y culturalmente próxima al cromañón.
El comisario tendió el libro a Lucie. En silencio, intercambiaron una mirada discreta en la que se leía el mismo itinerario incomprensible: Cromañón, los ururus, Carnot y Lambert… Cromañón, los ururus, Carnot y Lambert…
Una cadena a lo largo del tiempo.
Ayudándose con el bastón, Lenoir comenzó a caminar por la casa, hacia la escalera, mientras proseguía sus explicaciones.
– En su obra, Napoléon Chimaux no se anda con miramientos con los ururus. Los describe como un pueblo sanguinario, una horda de asesinos constantemente enfrascada en guerras tribales. La mayoría de los individuos son jóvenes, fuertes y agresivos. Practican unos ritos muy bárbaros que conllevan muertes horripilantes. Chimaux describe con mucho énfasis su extrema violencia, su manera arcaica y directa de matar, y eso desde muy jóvenes. Si mira las fotos, verá que los instrumentos, las armas, son de madera o de piedra. En 1965, aún no conocían el hierro.
Sharko, que seguía hojeando el libro, señaló con el dedo una foto de cuatro ururus, armados con hachas.
– Ven a ver esto, Lucie. Mira con qué mano sostienen el hacha.
Lucie se acercó y, antes incluso de mirarla, conocía la respuesta.
– Cuatro guerreros, tres zurdos… ¿Chimaux habla de esa particularidad?
El antropólogo miró la foto, como si la viera por primera vez.
– ¿Zurdos? Sí, tiene razón. No, no habla de ello. Es curioso que sean tan numerosos.
Se dirigieron a la primera planta. La escalera… Pasos chirriantes… La sensación de violar una intimidad… Lenoir había encendido una linterna. En las paredes, los jóvenes habían dejado mensajes del estilo «Marc + Caroline» en un corazón. Lucie no se sentía a gusto en aquella casa malsana, silenciosa, sin vida. Entraron en una pequeña habitación cuya ventana daba a los campos. Había un colchón en el suelo, junto a un somier destartalado.
– Aquí es donde creció Napoléon Chimaux con su madre.
Aún se podía adivinar el empapelado de una habitación infantil, con motivos de barcos y palmeras repetidos regularmente. Una invitación al viaje.
– … En su libro, Napoléon Chimaux traza un estrecho paralelismo entre la estructura de los ururus y la de numerosos primates. Como en las manadas de babuinos, los pueblos se dividen en dos en cuanto superan un tamaño determinado. Según Chimaux, los «feroces» se parecen a esos monos: unos primates amazónicos cuya absoluta amoralidad convierte el asesinato y los ritos sanguinarios en ideales tribales.
En medio de la habitación, Lucie hojeó el libro, deteniéndose cada vez que veía una foto. El aspecto de los indios daba miedo, a veces tenían el rostro pintado. Lucie no pudo evitar pensar en las películas de caníbales que había visto cuando era más joven y se estremeció.
– ¿Dónde está? -preguntó ella-. ¿Dónde está ahora Napoléon Chimaux?
– A eso iba, déjeme acabar de explicar lo que les estaba contando. Entre 1964 y 1965, Napoléon recorrió el mundo entero para dar a conocer su descubrimiento y escribir el libro. Iba a universidades y a centros de investigación con sus fotos y sus huesos. Había muchos científicos interesados en sus descubrimientos.
– ¿Científicos? ¿Por qué?
– Porque el «valor comercial» de una tribu es mayor cuanto más remota o aislada es. Para los científicos, biólogos o genetistas, la sangre de tribus así vale más que el oro. Esa sangre procedente de otra época tiene un carácter genético único, ¿me comprende?
– Perfectamente.
– Sin embargo, ni en su libro ni en sus viajes, jamás, jamás, ha desvelado Napoléon el lugar donde viven los ururus en la Amazonia, por lo que nadie puede «robarle» su pueblo. Sólo él, y su equipo de expedición, marginados y buscadores de oro a los que protege celosamente, son capaces de hallar su rastro… En 1966, Chimaux desapareció bruscamente de la civilización. Según la gente de aquí, sólo venía muy de vez en cuando a esta casa, por unos días.
– 1966 es justamente la fecha en que se rodó la película -observó Lucie.
Yves Lenoir asintió, con rostro adusto.
– Se sabe que todos estos años ha vivido en la aldea más importante de los ururus, donde al parecer reina como dueño y señor de todo el pueblo. Ya saben que el paso del tiempo ha acabado con las tierras vírgenes. Hoy ya no queda ni un kilómetro cuadrado que no haya sido explorado. Hay fotos desde satélites, aviones y expediciones cada vez más espectaculares, existen toda clase de medios. El lugar donde viven los ururus ha sido localizado geográficamente, se halla alrededor del nacimiento del río Negro, y es posible llegar hasta allí con relativa facilidad. Pero los ururus forman parte de las sesenta comunidades indígenas que no tienen ningún contacto con el exterior. Durante mucho tiempo, los aventureros no se atrevieron a hacer ese viaje debido a la ferocidad de ese pueblo descrita en el libro de Chimaux, pero la pasión por descubrir ha podido más y recientemente se han multiplicado las expediciones. Sin embargo, quienes se han aventurado en esas regiones para tratar de estudiar a los ururus han sido expulsados de mala manera y con un mensaje muy claro de Napoléon Chimaux: «No vuelvan nunca».
Cada una de sus palabras salía disparada como un dardo envenenado. El pueblo y la región que describía parecían surgidos directamente del infierno. Y, a pesar de ello, Lucie estaba segura de que Louts había logrado hablar con Chimaux y que se disponía a volver a verlo.
En la intimidad de aquella habitación, Lenoir golpeó una pared con su bastón, e hizo caer un poco de yeso.
– Los antropólogos siempre nos hemos preguntado cómo logró Chimaux integrarse en ese pueblo, encumbrarse en la jerarquía e imponer su ley. Gracias a la película ya tengo la respuesta y por esa razón ese documental tiene tanta importancia. No me cabe la menor duda de que Chimaux regresó en 1966 con el virus del sarampión en su mochila.
Hubo un silencio sólo perturbado por la lluvia y el viento. Sharko comprendió hasta qué extremo llegaban la crueldad y la locura de Chimaux.
– Quiere decir que… ¿que llevó a propósito el virus, en un bote o un recipiente parecido, para eliminar a parte de los ururus?
– Exactamente. Los pueblos primitivos tienen sus creencias, sus dioses y su magia. Con esa arma de destrucción masiva, el antropólogo se impuso como el ser capaz de aniquilar sin ni siquiera mover un dedo. Un dios, un brujo, un diablo… Desde ese momento, los ururus han debido de venerarlo tanto como lo temen.
– Es monstruoso -murmuró Lucie.
– Por eso ese documento debe ser conocido por las fundaciones de antropología. La gente tiene que saber para actuar en consecuencia. Hoy no hay ninguna fundación ni ONG que sepa cómo integrar el destino de los ururus en el conjunto de los planes definidos para los indios amazónicos. Todos tienen miedo de acercarse a ellos.
– Eso es sin duda monstruoso -observó Sharko-, pero no explica el «Fénix n.º 1» anotado en el lomo de la cinta. No es sólo la historia del sarampión, porque Fénix sugiere algo más amplio, aún más monstruoso. La contaminación no era más que el inicio de «algo»…
– Entre 1984 y 1985, Napoléon Chimaux fue visto en varias ocasiones en Francia, en Vincennes, acompañado por otro hombre. Esos dos individuos estaban relacionados con un ginecólogo obstetra a quien entregaron varias cintas de vídeo parecidas a esta. ¿Eso le dice algo?
El antropólogo reflexionó unos segundos.
– Chimaux salía a menudo de la selva. Se le vio en Brasil, Venezuela, Colombia y también aquí. Conservaba su relación con Francia, eso es seguro. En 1967 fue interceptado en Venezuela con un cargamento de probetas, justamente procedentes de Francia, que pretendía utilizar para tomar muestras de sangre de los ururus. No tenía autorización de ninguna comisión de vigilancia científica ni documentación. Adujo que quería tomar muestras de sangre para ayudar a «sus» indios analizando las diversas formas de malaria que infestan la región. Hubo jaleo pero Chimaux logró salir impune, a buen seguro metiendo billetes en los bolsillos apropiados, pero también gracias al aura que su padre había dejado en el país.
Lucie iba y venía, con la mano en el mentón. La ruptura de Napoléon Chimaux con el mundo civilizado en 1966, la cinta de vídeo del mismo año, las probetas en 1967… En esa época, Stéphane Terney no podía estar implicado, porque había regresado de Argelia unos años antes para iniciar su carrera de ginecólogo obstetra, en el anonimato. ¿A qué siniestro tráfico se había dedicado Napoléon en el corazón de la selva amazónica? ¿Quién lo ayudó? ¿Quién le proporcionó el virus del sarampión? ¿Y quién debía analizar la sangre de los ururus? ¿Un científico? ¿Un biólogo? ¿Un genetista?
Era a buen seguro el segundo hombre del hipódromo.
Tres hombres conocían los secretos de Fénix.
Terney el obstetra… Chimaux el antropólogo… Y el científico desconocido…
– ¿Se sabe de qué laboratorio procedían las probetas francesas? -preguntó Lucie, nerviosa.
– No, que yo sepa. Un avión despegó de Francia con ese cargamento, pero Chimaux nunca ha dado más información sobre él. Seguro que trabajaba con un laboratorio, eso está claro, pero supo proteger sus fuentes.
Lucie se apoyó en el borde de la ventana. Tras ésta, la lluvia tamborileaba contra el cristal, como manitas de niños. Suspiró.
– Lo atraparon esa vez pero es evidente que siguió con su tráfico. ¿Qué venía a hacer aquí, a esta casa?
– Se ignora. Sin embargo, desde que trataron de asesinarlo, desapareció definitivamente en la selva y no ha vuelto nunca más.
– ¿Trataron de asesinarlo? ¿Cómo?
– Fue noticia en toda la prensa, fue en… 2004, si la memoria no me engaña. Me interesé mucho en el caso porque seguía la carrera de Chimaux. Napoléon recibió una cuchillada aquí -señaló su ingle izquierda-, pero esa noche estaba durmiendo con una prostituta que sorprendió al asesino in fraganti. Eso le salvó la vida. Apenas le alcanzó la arteria ilíaca. El asesino se dio a la fuga y Chimaux tuvo mucha suerte de salir con vida.
Lucie y Sharko intercambiaron una mirada cómplice. La manera de asesinar no dejaba duda alguna: quien eliminó a Terney cortándole la arteria ilíaca había tratado de asesinar a Chimaux cuatro años antes.
– ¿Qué concluyó la investigación de la policía?
– Poca cosa. Chimaux siempre aseguró que se trataba de un ladrón, pero en cuanto se hubo restablecido volvió a la selva, con sus indios feroces, para siempre.
Finalmente, Sharko hizo un gesto para devolverle el libro, pero Lenoir lo rechazó.
– Se lo dejo, al igual que la foto de Chimaux, y ya me lo devolverán todo con el DVD.
Se encogió de hombros, resignado.
– Es un verdadero desastre. Hoy es evidente que los ururus están cada vez más contaminados por la civilización, que, a pesar de que aún no los ha engullido, se aproxima a ellos. Ya no son puros y saben que el mundo existe fuera de sus límites. Han descubierto el hierro y la tecnología, y han visto volar aviones. Quedándoselos para sí, Napoléon Chimaux ha privado al mundo de un descubrimiento primordial, la verdadera historia de ese pueblo y lo que fue, tal vez, la prehistoria… Eso es, grosso modo, cuanto puedo decirles sobre él.
Bajaron de nuevo al salón en silencio, abatidos. Aquella casa había albergado a un niño como los demás que creció y se convirtió en un monstruo. ¿A qué siniestros proyectos se había dedicado entre los ururus? ¿Qué horrores contenían las cintas de vídeo de Fénix? ¿Cuántos litros de sangre, de muestras de sangre, habían transitado por avión entre la selva y Francia? ¿Y con qué objetivo?
Cuando Yves Lenoir se disponía a salir, Lucie lo llamó.
– Espere… Quisiéramos ir allí, como hizo Éva Louts. Díganos qué hay que hacer.
El antropólogo abrió unos ojos como platos.
– ¿Ir a las tierras de los ururus? ¿Ustedes dos?
– Nosotros dos -repitió Sharko con una voz que impedía cualquier comentario.
El antropólogo titubeó y volvió al centro de la sala.
– No es un viaje de placer, ¿lo saben?
– Lo sabemos.
Sacó un mapa del norte de Brasil de su bolsa y lo desplegó sobre la mesa. Sharko y Lucie se acercaron a él.
– Ir a Brasil no es problema. No hace falta visado, basta el pasaporte. No hay vacunas obligatorias, pero les recomiendo la de la fiebre amarilla y la del paludismo. Si su estudiante fue en busca de los ururus, se dirigió a ochocientos kilómetros al norte de la capital, hacia la frontera venezolana. Seguramente debió de tomar el avión de Manaos hasta São Gabriel da Cachoeira, la última población antes de la nada. Desde el Charles de Gaulle hay dos o tres vuelos por semana, es un trayecto frecuentado por los turistas que van a hacer senderismo al Pico da Neblina, la montaña más alta de Brasil.
– Parece que lo conoce usted como la palma de su mano.
– Todos los antropólogos del mundo han ido allí, es donde hay las reservas indias más grandes. Algunos hasta se arriesgan a tratar de llegar hasta los ururus, evidentemente sin éxito. No compren sólo los billetes, acudan a una agencia de viajes. Así, les organizarán el trayecto hasta São Gabriel y, sobre todo, se ocuparán de conseguir la autorización de la FUNAI, la Fundación Nacional del Indio. La policía y el ejército vigilan las orillas de los ríos y no se andan con chiquitas, más vale tener la documentación en regla para cruzar los territorios indígenas que limitan con el río Negro. Una vez allí, dejen al grupo de la agencia de viajes y contraten a un guía por su cuenta. Los habitantes están acostumbrados a los extranjeros, así que darán fácilmente con uno.
Señaló el lugar preciso sobre el mapa. Una verdadera tierra de nadie.
– Desde allí, cuenten un día de barco y otro andando para llegar al territorio de los ururus. Los guías los llevarán hasta allí si les pagan bien. No diré que sea una demanda frecuente, pero no será la primera vez, ni mucho menos. En cualquier caso, por lo que sé, el resultado es siempre idéntico: Chimaux y los ururus expulsan a quien se acerca a sus aldeas y a veces con trágicas consecuencias.
Lucie observaba el mapa atentamente. Llanos verdes interminables, montañas, ríos inmensos que desgarraban la vegetación. Lejos, muy lejos de Juliette.
– A pesar de todo, lo intentaremos.
– Con gusto los acompañaría si no tuviera jodida la pierna. Conozco bien la selva, y no es un bosque como cualquier otro. Es un mundo en movimiento, hecho de espejismos y trampas, donde la muerte puede acechar a cada paso. Tengan esto siempre presente.
– Es el pan nuestro de cada día.
Se saludaron y se desearon buena suerte, y se separaron bajo la lluvia para dirigirse a sus respectivos vehículos. Antes de poner la llave en el contacto, Sharko miró la foto de Napoléon Chimaux.
– Tentativa de asesinato en 2004… La época en que Stéphane Terney comenzó a escribir su libro La llave y el candado para ocultar en él los códigos genéticos. No cabe duda de que se asustó y trató de protegerse. El científico asesino debía de tenerlo aterrorizado.
– Tras la tentativa de asesinato, Chimaux dijo que se había tratado de un ladrón para protegerse él también. Forzosamente debía conocer la identidad de su asesino, pero si hubiera hablado…
– … Se le habría caído el pelo, por lo de Fénix. Tengo la impresión de que eso explica el papel de Louts en esta historia. Prisionero en la selva. Chimaux tal vez la utilizó de exploradora, o de paloma mensajera. La envió a buscar algo para él.
– ¿Nombres, características y fotos de asesinos zurdos?
– Tal vez. Asesinos zurdos ultraviolentos, entre veinte y treinta años.
Sharko hizo gruñir el motor.
– Hay una última cosa que quisiera verificar.
En el animalario del centro de primatología, Sharko y Lucie observaban a Clémentine en silencio. Esta última se presentó frente a Shery y le mostró el retrato reciente de Napoléon Chimaux. Ayudándose con gestos en ameslan, le preguntó lo siguiente: «¿Tú conocer hombre?».
Como habría hecho cualquier humano, Shery cogió la foto con sus manazas, la observó y meneó negativamente la cabeza. Nunca lo había visto.
Lucie miró a Sharko y suspiró.
– Tenemos a Terney y tenemos a Chimaux. Nos falta el tercer hombre: el científico…
– … Que elimina sin pestañear a cuantos se cruzan en su camino. Un individuo extremadamente peligroso, un animal acorralado, dispuesto a lo que sea para sobrevivir.
– Y, tal como están las cosas, por desgracia no se me ocurre más que una manera de averiguar su identidad.
– De labios del monstruo: Napoléon Chimaux.