25

Sharko hizo entrar a Lucie y cerró la puerta con llave tras de sí. La llevó de la muñeca hasta en medio del salón y se precipitó hacia la ventana de la cocina.

– ¿Te han visto entrar? ¿Has hablado con alguien?

– No.

– ¿Por qué no contestabas a mis llamadas?

Lucie miró a su alrededor. Hacía más de un año que había estado en aquel apartamento por primera vez. En aquella época, ella durmió en el sofá y él en la cama. El sillón seguía allí, pero las fotos de su mujer y de su hija, tan numerosas entonces, habían desaparecido. Ningún recuerdo de su vida pasada, ni tampoco decoración ni objetos. ¿Por qué tenía Lucie la fría impresión de que aquel apartamento se había quedado sin vida, sin alma, como esos que se visitan tras la muerte del propietario? Observó a Sharko, que colgaba su arma reglamentaria de un perchero, como siempre había hecho. ¿Cuántos años hacía que repetía aquel mismo gesto? A pesar de su corte de cabello a cepillo, sus arrugas se habían hinchado aún más y su rostro parecía resquebrajarse como el yeso mal fraguado. La fatiga lo consumía, como una droga perniciosa.

Lucie se quedó de pie.

– Quería hablar contigo cara a cara, no por teléfono.

Calló un momento, con un nudo en la garganta. Sus manos apretaban nerviosamente el libro de Terney.

– Quería también darte las gracias por lo que has hecho, hace un rato. Te has puesto en peligro por mí. No tenías ninguna obligación.

Sharko fue a abrirse una cerveza. A las dos de la madrugada, necesitaba una descompresión y un poco de alcohol lo ayudaría. Lucie rechazó el vaso que le ofreció.

– Guárdate tus agradecimientos -respondió con sequedad-, a lo hecho, pecho.

– Tampoco estás obligado a hablarme tan fríamente. Ahora, dime: el tipo en pijama… ¿Quién es? ¿Es él quien ha matado a Terney?

– De momento no se sabe nada. Dado su estado mental y su situación, cuesta imaginar que haya sido capaz de infligir semejantes torturas. ¿Te ha visto?

– No.

– Explícame cómo, tras irte a los Alpes, sin información, con las manos vacías, has aterrizado en casa de Terney antes que quince tipos de la Criminal.

Trataba de blindar su corazón y sus sentimientos, pero sus órganos sangraban. Lucie finalmente se sentó al borde del sillón y se peinó el cabello hacia atrás. Tras un día como aquél, con tantos kilómetros andados y en coche, ya no se tenía en pie. Lentamente, comenzó a explicar:

– Unas semanas antes de entrevistarse con Carnot, Éva Louts leyó un artículo científico y vio un dibujo invertido. Se trataba de un fresco de uros pintado en una gruta prehistórica. Un caso excepcional que no ha tenido eco en la prensa y que en aquel momento tampoco llamó la atención a Louts. Hace diez días, sin embargo, cuando vio el dibujo al revés de Grégory Carnot, se fue de inmediato a la gruta en cuestión para ver el fresco de los uros con sus propios ojos.

Lucie siguió hablando serenamente, sin ahorrar detalles. Habló de la familia de neandertales masacrada por el sapiens con un arpón. Del transporte de los cuerpos al centro genómico de Lyon. Del robo del cromañón. Del científico pelirrojo, Arnaud Fécamp, que le pareció sospechoso. Relató su persecución por Lyon, su intervención violenta en el edificio de la Duchère, luego su viaje a Montmartre con una sola idea en la cabeza: comprender. A lo largo de sus explicaciones, Sharko se había crispado y su cara se desfiguró. Se puso en pie, furioso, y miró a Lucie severamente.

– ¡Podrían haberte matado! ¿Qué diablos se te ha metido en la cabeza?

– A mi hija la mataron. A mí no. ¿Mala suerte?, ¿casualidad? Me da igual. Lo que importa es que estoy aquí, frente a ti, y que avanzamos.

Un silencio. Músculos tensos, nucas doloridas, aplastados por el cansancio nervioso. Lucie se puso en pie y se dirigió a la cocina.

– ¿Las cervezas están en el frigorífico?

Sharko asintió. La vio dirigirse hacia allí, abrirse una cerveza y volver. No había perdido sus dotes de policía, aún tenía la mente despierta, en alerta, inteligente. Algo en su cabeza la había salvado de la aniquilación total que la tragedia hubiera podido provocar.

La voz femenina lo arrancó de sus pensamientos.

– ¿Habéis encontrado alguna pista del cromañón o de su genoma en casa de Terney?

– No. No hay laboratorio secreto ni nada semejante. Sin embargo, había fotografiado esa momia y había colgado la foto en su biblioteca, junto a un cuadro de un ave fénix y otro de una placenta. En cuanto al genoma… No se ha hallado ningún material informático en el domicilio de la víctima. Sin duda, lo han robado.

– ¿Hay información sobre ese hombre?

– La estamos reuniendo, mañana la examinaremos. A primera vista, era un médico de partos, especialista en problemas neonatales, y autor del libro que tienes en las manos. Un pluridisciplinar.

– Cuéntame lo que habéis descubierto. Dime cómo aterrizasteis vosotros en casa de la víctima.

– Vete, Lucie.

Ella lo fulminó con la mirada, dejando ruidosamente la cerveza sobre la mesa.

– Que te jodan, Sharko. Si quieres echarme, tendrás que hacerlo a hostias.

Ella se quedó de pie frente a él, con los puños pegados al cuerpo. Sharko se dejó caer en el sofá.

– Bébete la cerveza y cálmate…

Con una opresión en el pecho, Lucie se instaló frente a él y se bebió un tercio de su cerveza con una mueca. Tenía que descomprimir como fuera, y el alcohol la ayudaría. El comisario sostenía su botellín entre las manos.

– Ahora, escúchame.

Explicó las líneas maestras de su investigación. La tesis sobre la lateralidad y la relación con la violencia. La investigación de la joven sobre los deportistas, los pueblos feroces, su viaje a México y luego el incomprensible viaje a Manaos. Su petición, tras su regreso de Brasil, de entrevistarse con criminales violentos franceses, entre los cuales Grégory Carnot parecía el objetivo final. Repitió que la estancia en Brasil cambió algo en la investigación de Louts, y que se disponía a regresar allí. En el terreno técnico, explicó brevemente que el fragmento de esmalte hallado en el cadáver de Louts permitió llegar hasta Terney, que, por el momento, constituía el último eslabón de la cadena.

A pesar de que aún no lo había asimilado todo, a pesar de que le faltaran los detalles, los olores o las imágenes que deja un caso de asesinato, Lucie se dejó guiar por sus simples deducciones.

– Grégory Carnot, zurdo de nacimiento, comenzó a dibujar al revés a la vez que se volvía violento. No se sabe nada de sus antecedentes familiares. Niño abandonado desde su nacimiento, adoptado, sin problemas particulares al margen de su intolerancia a la lactosa.

– Es un buen resumen.

– Hace treinta mil años, un hombre de CroMagnon, también zurdo, masacró a una familia entera y dibujó igualmente al revés. Dos personas se percataron de esas similitudes y establecieron una relación. Por un lado, Stéphane Terney, investigador y médico parisino, aparentemente muy interesado en el genoma del cromañón, hasta el extremo de llegar a robarlo. Por otro, Éva Louts, estudiante de biología, muy motivada por su tesis y sus descubrimientos sobre la lateralidad y la violencia, si lo he entendido bien.

– Eso es.

– Los dos están muertos, probablemente asesinados por el mismo individuo. Una, en busca de una relación entre la lateralidad y la violencia, y el otro, un apasionado del ADN, en busca de algo en el genoma del hombre de Cro-Magnon o tratando de protegerlo. El asesino creyó necesario matarlos a los dos, lo que significa que debe de haber algún punto en común…

– Éva Louts volvió de Brasil… Inmediatamente, fue a ver a presos zurdos y violentos. Obtuvo datos sobre ellos, fotografías… Luego pensó en volver a Brasil… Como si…

– Le hubieran encargado un trabajo. Recopilar datos y llevarlos allí.

– Exactamente.

Lucie agitó el libro de Terney frente a ella.

– Los zurdos, el genoma del Cro-Magnon, el ADN, ese libro que habla de códigos ocultos… Todo parece estar relacionado.

– Pero nos falta el vínculo que lo relaciona.

Lucie bebió un trago y se enjugó los labios. Sus tripas entraban en calor.

– Reflexionemos. ¿Qué podría dar las mismas características a dos individuos separados por varios miles de años?

– ¿El ADN? ¿Los genes?

Lucie asintió sin convicción.

– Es lo que se deduce de esta investigación desde el inicio. Parece que hay una relación con esa maldita molécula de ADN. Sin embargo, la directora del centro de investigación de Lyon me aseguró que la violencia no puede transmitirse mediante los genes. Ese famoso «gen de la violencia» es sólo un mito. Y, además, sería estúpido hablar de parentesco entre Carnot y un ser ancestral separado de él por cientos, miles de generaciones.

– ¿Por qué sería estúpido? No nos trajo al mundo una cigüeña, y esos cromañones son sin duda los antepasados de algunos de nosotros. En cualquier caso, creo que Terney sabía alguna cosa. Algo que salta de una época a otra, y que el asesino le ha impedido revelar.

– Al igual que Louts… Dos caminos diferentes pero que conducen al mismo resultado.

– La muerte…

Sharko señaló el libro con el mentón.

– ¿Has podido echarle un vistazo a su libro?

– Sí, rápidamente. En mi opinión, no tiene más valor que un libro de recetas de cocina. Grosso modo, coges los cromosomas humanos, desenrollas su ADN y lo extiendes. Eso te proporciona una serie de unos tres mil millones de letras A, G, T, C, una tras otra, que constituyen nuestra herencia genética, el famoso genoma humano. Con eso, haces estadísticas y cálculos, y buscas coincidencias que interpretas como mensajes ocultos…

– Parece que entiendes de esas cosas.

Lucie crispó sus manos sobre sus pantalones. Suspiró y soltó unas duras palabras.

– Algo sé, en efecto. Hace un año, fui yo quien obtuvo una muestra de mi propio ADN para compararlo con el del cadáver carbonizado en el bosque.

Sharko se hundió en el sofá, apesadumbrado. Lucie hablaba lentamente. Sus palabras eran como ladrillos.

– Seguí todas las etapas que, a partir de esa molécula, permitían conducir a una identidad. Pasé día y noche con los técnicos del laboratorio, con guantes y mascarilla, hasta que esa maldita sucesión de A, de T, de C y de G de mi ADN pudiera compararse… con el de…

– De la pequeña víctima del bosque.

– Sí. Podría explicarte el proceso de memoria.

Sharko trataba de mantener un aire impasible, de alzar una muralla invisible a su alrededor. Pero lentamente un veneno corría por sus venas. Veía los rostros de las hijas de Lucie, oía sus risas, oía crepitar la arena de la Vendée bajo sus piececitos. Los sonidos, los olores no se olvidan nunca. Aquel día, en la playa de Sables-d’Olonne, Sharko impidió a Lucie acompañar a las niñas a comprar un helado porque estaba confesándole sus sentimientos. Bastó un minuto… Un minuto sólo para que Clara y Juliette fueran secuestradas. Todo había sido culpa suya.

Por su parte, Lucie reflexionaba en silencio. Finalmente, dirigió su mirada al ordenador.

– Quisiera hacer algunas búsquedas sobre ese Stéphane Terney. Escribió un libro, es famoso, seguro que en Internet puede encontrarse información.

Sharko se refugió en su cerveza. El alcohol descendía ruidosa y pesadamente por su garganta. Su cerebro le tironeaba. Indicó el reloj con el mentón.

– Son más de las dos de la madrugada. Me estás haciendo el mismo numerito que hace un año. Tienes que descansar.

– Tú también.

Sharko suspiró y se dirigió a ella.

– ¿Vas al psiquiatra? ¿Acudes a alguien que… que te ayude a pasar por todo esto?

Lucie apretó las mandíbulas y, sin pensarlo, se inclinó hacia Sharko y le cogió las manos. Le acarició los huesos y le rodeó los dedos finos con los suyos.

– ¿Y tú? ¿Has visto cómo te has estropeado? ¿Qué te ha sucedido, Franck? Soy yo quien debería estar en tu estado, soy yo quien…

La interrumpió.

– Yo ya no tengo nada ni a nadie.

Miró al suelo, con la mirada perdida, y se incorporó súbitamente, lamentando lo que acababa de decir.

– Mierda, qué voy a decirte… No tengo derecho a compadecerme ante ti. Estoy bien así, Lucie, pienses lo que pienses. Tengo mis costumbres y un trabajo que me impide pensar demasiado en otras cosas. ¿Qué más puedo pedir?

Se dirigió hacia su ordenador, se sentó en la silla y pulsó el interruptor de la unidad central. Lucie llegó justo después que él, con la cerveza en la mano.

– Antes de volver a verte, aún te odiaba, Franck.

Él le daba la espalda. Vio como sus hombros se estremecían. Parecía tan frágil, todo él de porcelana bajo su caparazón de poli. Lucie lo recordaba aún perfectamente: unas horas después del rapto de las gemelas volcó todo su odio y su impotencia sobre Sharko. La gente que los rodeaba y los policías pidieron al comisario que desapareciera y permaneciera alejado de Lucie.

– De hecho, creo que no hay día en que no odie a alguien. A mi antiguo jefe de brigada, a mi madre e incluso a mi propia hija, a mi pequeña Juliette.

Meneó la cabeza, al borde de las lágrimas.

– ¿No lo entiendes, verdad? ¿Me tomas por una enferma, una madre indigna, una loca?

– No te juzgo, Lucie.

– Siempre, siempre las mismas frases que giran en bucle en mi cabeza. ¿Por qué no murió Juliette en lugar de Clara? ¿Por qué fue a ella a quien los policías bajaron de una habitación de la casa de Carnot y no a su hermana? ¿Por qué le perdonó la vida? Tantos y tantos por qué de los que sólo podré deshacerme si entierro profundamente a Grégory Carnot.

Suspiró.

– Aún está vivo, Franck. Grégory Carnot aún vive a través de quien haya asesinado a Terney y a Éva Louts. Ese asesino no se anda por las ramas. No alcanzamos a comprender qué pasó en la mente de Carnot, pero hay gente que lo sabe, estoy segura. Quiero y debo dar con el asesino. Está en juego la salud de Juliette, la de los hijos que tendrá en un futuro. Mi madre me ha dicho que es necesario resolver los conflictos, enfrentarse a ellos y sobre todo no enterrarlos. Todo debe acabar con una respuesta.

Tragó saliva. Tenía las manos húmedas. El poco alcohol que había bebido ya le había subido a la cabeza. Sharko estaba profundamente emocionado, también él estaba casi al borde de las lágrimas. «Está en juego la salud de Juliette, la de los hijos que tendrá en un futuro.»

– Estamos en medio, Franck. La violencia… Como el año pasado, salvo que… esta vez se desarrolla en el tiempo y no en el espacio. Es muy extraño que nos afecte a ti y a mí hasta ese extremo. Como si…

– Nos persiguiera.

Un nuevo silencio. Un pesado malestar.

– Tú y yo somos iguales -añadió Lucie-. Queremos llegar hasta el final de las cosas, a cualquier precio.

Sharko apagó la pantalla. Ignoraba qué había ido a buscar en su ordenador, como no fuera una manera de rehuir la mirada de Lucie.

– Yo ya estoy acabado, lo siento… Todo se acabó hace tiempo.

– No se ha acabado nada porque estás aquí, de pie ante mí, a pesar de tu dolor y tu cólera.

– No sabes cómo es mi cólera.

– Puedo sentirla. Pero no dejes que vuelva a casa sin una respuesta. Mantenme en el caso. Cerca de ti.

Sharko permaneció impasible, con los dedos crispados sobre el ratón, incapaz de tomar una decisión. Ante aquel silencio, ante aquella interminable espera, Lucie de repente se sintió mal, como si flotara, como una armadura que parece irrompible pero que ha soportado tantos golpes de espada que acaba por despedazarse con un soplo. Lentamente, se volvió y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. La cabeza le daba vueltas y veía mariposas y estrellas. La fatiga, los nervios, los kilómetros recorridos desde el día anterior…

– Perdóname… por haberte molestado -consiguió articular.

Sharko se levantó de su silla de un brinco y puso la mano contra la puerta. Se inclinó hacia ella para sostenerla, y ella apoyó la cara en su hombro y se echó a llorar. Temblaba de pies a cabeza. Extenuada, estuvo a punto de desmayarse.


Cuando Sharko la arropó en el sofá, ella ya dormía, acurrucada. Con un suspiro, le acarició la cara, reconcomido por los reproches y los remordimientos.

Luego apretó los dientes y fue a encerrarse en su habitación.


Le pareció dormir una o dos horas, vegetando entre la realidad y las pesadillas. Imágenes, voces e ideas dementes en la frontera de sus sentidos. Saber que Lucie estaba tan cerca de él, tan frágil, le provocaba náuseas. Sus dedos agarraron la sábana. Tenía la sensación de estar partido en dos. De revivir su propia historia, sus sufrimientos, aquella desazón que había habitado en él.

A las siete y media de la mañana, mientras miraba el techo, perfectamente tumbado sobre su cama como un difunto expuesto en una sala de pompas fúnebres, recibió una llamada de Pascal Robillard.

El teniente había descubierto quién era el hombre del pijama.

Se llamaba Daniel Mullier.

Se había escapado de un centro de acogida especializado del distrito XIV de París.

Era autista…

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