5

Tras el anuncio de su comandante, Lucie dejó el azúcar sobre la mesa de la cocina. Unió ambas manos sobre la arista de su nariz y respiró profundamente.

– Carnot, muerto… No es posible. ¿Qué ha sucedido?

– Consiguió arrancarse una arteria del cuello con los dedos.

– ¿Se ha suicidado? ¿Por qué?

Kashmareck aún no había tocado su café. Explicar algo semejante no era en absoluto placentero, pero Lucie acabaría por saberlo tarde o temprano y prefería que fuera por él antes que por una llamada telefónica.

– Se había vuelto extremadamente violento.

– Ya lo sabía.

– Más aún, últimamente. Agredía e insultaba a cuantos se le acercaban. Llegó incluso a morder y a golpear hasta casi matarlo a uno de los presos durante el paseo. Carnot era un asiduo de la celda de seguridad. A la vez bestia negra y mártir de los guardianes. Salvo que esta vez lo hallaron sobre un charco de su propia sangre. Fue necesaria… una motivación extraordinaria para hacer aquello.

Lucie se puso en pie y se dirigió a la ventana, para mirar a través de ella, con los brazos cruzados como si tuviera frío. El bulevar, la gente que circulaba, despreocupada.

– ¿Cuándo? ¿Cuándo ha sucedido?

– Hace dos días.

Un largo silencio siguió a sus palabras. La noticia era tan brutal que Lucie sintió que la cubría una bruma gris.

– Ignoro si debo sentirme aliviada o no. Me hubiera gustado que sufriera. Cada hora de cada día. Que pudiera calibrar el daño que había hecho.

– Los tipos como él no funcionan como tú o como yo, Lucie, lo sabes mejor que nadie.

Por supuesto, lo sabía. Los había estudiado a fondo en el pasado. Los desequilibrados, los asesinos en serie, esas escorias inmundas al margen de la normalidad. Recordaba aquellos tiempos en los que era una simple brigada de policía, en Dunkerque, donde el agua del mar alzada por el viento en una fina llovizna repiqueteaba contra los cascos de las embarcaciones de recreo, frente a su despacho. Las gemelas, recién nacidas, canturreaban en sus cunas. Aquellos días en que se ocupaba de ordenar el papeleo, en los que el término «psicópata» no era más que pura abstracción. Aquellas horas durante la noche en las que se entretenía leyendo obras especializadas sobre basuras humanas de la calaña de Carnot. Si lo hubiera sabido… Si hubiera sabido que el mal más abyecto puede golpear a cualquiera, en cualquier momento.

Volvió a la mesa y bebió un sorbo de su café. La superficie negra ondulaba debido al temblor de su mano. Hablar con su comandante, al final, desató el nudo que tenía en la garganta.

– Todas las noches trataba de imaginar qué estaría haciendo ese asqueroso en prisión. Lo veía andar, hablar e incluso reír con los otros presos. Lo imaginaba, tal vez, explicando cómo me había robado a Clara y cómo casi logró dejarme sin Juliette. Cada día me repito que fue un milagro que la hallaran viva, tras trece días encerrada en una habitación…

El comandante de policía vio tal dolor reflejado en los ojos de Lucie que no se atrevió ni a mirarla a la cara. Ella siguió hablando, como si esas palabras hubieran estado cautivas mucho tiempo en su corazón.

– En cuanto cerraba los ojos, veía los ojitos negros de Carnot, sus malditos cabellos pegados a la frente, su cuerpo fuerte como un roble… No se puede imaginar cuánto tiempo su rostro daba vueltas en mi mente. Todos esos días, esas noches, en los que casi sentía su respiración en la nuca. No se puede imaginar el infierno que viví, desde que identificaron el cadáver de una de mis hijas hasta que hallaron a la otra viva. Siete días infernales. Siete días en los que ignoré si se trataba de Clara o de Juliette. Siete días en los que lo imaginé todo, durante los cuales me inyectaron medicamentos para que pudiera aguantar y… para que no me volviera loca.

– Lucie…

– Y estaba viva, Dios mío. Mi pequeña Juliette estaba viva cuando llegué a casa de Carnot con los policías. Fue tan… inesperado, extraordinario. Era tan feliz a pesar de que a mi otra hija la hubieran encontrado carbonizada siete días antes. Feliz, aunque ante mí se revelara lo peor…

Lucie dio un puñetazo sobre la mesa y clavó las uñas en el mantel.

– ¡Dieciséis puñaladas, comandante! Mató a Clara en su coche a un centenar de metros de la playa con dieciséis puñaladas, con una violencia demencial, y luego circuló tranquilamente a lo largo de más de cien kilómetros para abandonarla en el bosque. Vertió gasolina sobre ella, le prendió fuego y la contempló durante varios minutos, mientras Juliette gritaba en el portaequipajes. Luego se marchó, encerró a la superviviente en su casa, ni la tocó, le dio de comer y de beber. Como si no pasara nada. Cuando fue detenido en su domicilio, aún había sangre en el volante de su coche, que ni siquiera había limpiado. ¿Por qué? ¿Por qué todo eso?

Lucie removía su café con la cucharilla aunque el azúcar estuviera aún en la mesa.

– Ahora que ha muerto, me priva de lo esencial: de las respuestas. Las malditas respuestas.

Kashmareck dudó si debía proseguir la conversación. No debería haber ido allí y aún menos perturbar a Lucie, pero como ésta lo miraba intensamente, a la espera de una reacción, respondió:

– Nunca las hubieras obtenido. Semejante comportamiento no es explicable, ni humano. Lo que es seguro es que Carnot había perdido la cabeza desde hace un año y que, según parece, incluso empeoró. Sus arranques violentos eran completamente aleatorios. Según el psiquiatra de la prisión, podía ser manso como un corderillo y un segundo más tarde lanzarse a tu cuello.

El comandante suspiró y sopesó cada una de sus palabras.

– Tal vez no debería decírtelo, pero sé que tarde o temprano acabarás sabiéndolo: el psiquiatra trataba de conseguir un peritaje psiquiátrico, puesto que su paciente tenía un comportamiento que hacía pensar en una patología mental.

Vio cómo reaccionaba Lucie, podía enajenarse. La agarró de la muñeca y se la inmovilizó sobre la mesa.

– Entre tú y yo, está bien que ese hijoputa haya muerto. Está bien, Lucie.

Lucie meneó la cabeza. Liberó su mano de la de su comandante, bruscamente.

– ¿Una patología mental? ¿Qué patología mental? ¿De qué tipo?

Kashmareck rebuscó en el bolsillo interior de su delgada americana y extrajo un montón de fotos que dejó sobre la mesa.

– De ese tipo.

Lucie acercó hacia sí las fotos. Entornó los ojos.

– ¿Qué es todo esto?

– Es lo que dibujó en una de las paredes de la celda, con rotuladores de colores robados del taller de pintura de la prisión.

La foto mostraba un paisaje magnífico. Un sol poniente sobre el mar, unas rocas relucientes, pájaros en el cielo y unos veleros.

Sin embargo, el dibujo, situado a un metro del suelo, estaba hecho al revés.

Lucie volvió la foto en todos los sentidos. El comandante de policía bebió un gran sorbo de café. El sabor se le quedó atravesado en la garganta.

– ¿Es extraño, verdad? Es como si Carnot se hubiese colgado del techo como un murciélago y se hubiera puesto a dibujar. Parece que empezó a hacer ese tipo de dibujos poco antes de ingresar en prisión.

– ¿Por qué dibujaba al revés?

– No sólo dibujaba al revés. También decía que veía el mundo al revés, cada vez más a menudo. Según él, eso duraba unos minutos, a veces algo más, como si se hubiera puesto unas gafas que invirtieran las imágenes del mundo real. Cuando le sucedía eso, llegaba a perder el equilibrio y se desplomaba pesadamente.

– Delirios…

– En efecto. Evidentemente, su psiquiatra pensó en alucinaciones. Quizá incluso en una…

– ¿Esquizofrenia?

El policía asintió.

– Carnot tenía veintitrés años. No es raro que las enfermedades psiquiátricas se manifiesten o se desarrollen en prisión, sobre todo a esa edad.

Lucie dejó caer las fotos y se esparcieron en abanico sobre la mesa.

– ¿Me está diciendo que tal vez tuviera un problema psíquico?

Apretó los labios, los puños y el cuerpo entero con un único deseo: gritar.

– No quiero que se ponga en cuestión la causa de la muerte de mi hija basándose en esas tonterías de psiquiatras. Carnot era responsable de sus actos. Tenía conciencia de lo que hacía.

Kashmareck asintió con convicción.

– Estamos de acuerdo. Por esa razón fue juzgado y acabó en la cárcel.

Aunque tratara de ocultar sus sentimientos, vio que ella estaba perturbada, conmocionada.

– Se ha acabado, Lucie. Loco o no, qué más da. Ya no irá a ninguna parte. Mañana, Carnot estará enterrado.

– ¿Qué más da, dice? Al contrario, comandante, no hay nada más importante.

Lucie se puso en pie, de nuevo, y anduvo de un lado a otro.

– Grégory Carnot mató a mi hijita. Si… Si existe la menor sospecha de que una locura oculta tuvo algo que ver, quiero saberlo.

– Es demasiado tarde.

– ¿Cómo se llama ese psiquiatra?

El policía miró su reloj, se acabó el café de un sorbo y se puso en pie.

– No quiero molestarte más. Y tengo trabajo.

– ¡Su nombre, comandante!

El policía suspiró. ¿Acaso no debería habérselo imaginado? En todos los años que habían trabajado juntos, Lucie no había dejado nada de lado. En el fondo de ella misma, ocultos en algún rincón de su cerebro, aún debían de residir sus más puros instintos depredadores.

– Doctor Duvette.

– Consígame una autorización para entrar allí. Para mañana.

Kashmareck apretó las mandíbulas y luego asintió.

– Lo intentaré, si eso puede ayudarte a ver las cosas claras y a poner orden en tu cabeza, de una manera u otra… Pero ve con cuidado, ¿de acuerdo?

Lucie asintió, con una expresión neutra, sin sentimiento alguno. Kashmareck conocía tan bien aquella expresión de la ex policía que sintió un escalofrío.

– Lo prometo.

– Y no dudes en pasarte por la brigada si quieres, será un placer para todos.

Lucie sonrió educadamente.

– Lo siento, comandante. Todo eso debe permanecer lejos de mí. Pero salude a todos de mi parte y dígales que… todo va bien.

Asintió, quiso recuperar sus fotos pero Lucie las atrajo hacia sí.

– Me las quedaré, si no le importa. Las quemaré. Una manera de decirme que todo eso casi ha terminado. Y… Gracias, comandante.

La miró como si mirara a una amiga.

– Romuald. Creo que ahora puedes llamarme Romuald.

Lo acompañó hasta la puerta. Justo antes de cruzar el umbral, añadió:

– Si algún día quieres volver con nosotros… La puerta siempre estará abierta para ti.

– Hasta luego, comandante.

Cerró la puerta y dejó la mano sobre el pomo un buen rato, con un suspiro. Acababa de vivir un choque intenso, que había trastocado la mañana.

De vuelta a la cocina, acercó una silla a un armario, se subió a ella y deslizó la mano por la parte superior del mueble. Allí había ocultos un sobre marrón, un encendedor Zippo y una pistola semiautomática Mann del calibre 6.35 mm. Un arma de colección, en perfecto estado de funcionamiento. No la tocó y cogió las otras cosas.

El sobre contenía dos fotos recientes de Carnot. De frente y de perfil. Aquel bruto tenía la nariz ligeramente achatada, la frente prominente y los ojos hundidos. 1,95 metros de altura, un rostro que daba miedo y un físico de titán.

«Consiguió arrancarse una arteria del cuello con los dedos.» Las palabras aún resonaban en la cabeza de Lucie. Imaginaba perfectamente el horror de la escena, al fondo de una celda disciplinaria. El joven coloso, tendido sobre su sangre negra y caliente, con las manos agarrotadas alrededor del cuello… ¿Había tenido algo que ver en ello la locura? ¿Qué delirio podía haber sufrido Carnot para llegar a mutilarse de esa manera?

Frente a las fotos, Lucie sólo sintió rencor. Tras la muerte, ya no conseguía ver a Carnot como un ser humano, aunque, por una razón incomprensible, no hubiera matado a Juliette. Para ella, no era más que un error de la naturaleza, un parásito cuyo único destino era hacer el mal tarde o temprano. Y ya podían buscarse todas las explicaciones posibles, decir que era culpa del sadismo, de la perversión o de una pulsión, porque en el fondo no había ninguna respuesta satisfactoria. Grégory Carnot estaba al margen del resto del mundo. Clara y Juliette habían tenido la desgracia de cruzarse en su camino, en aquel momento, como a otros los pica un mosquito portador de una enfermedad a la salida del aeropuerto. El azar, la casualidad. Pero la locura, no. No, la locura no…

Las fotos de Carnot ya habían sido arrancadas y vueltas a pegar varias veces. Lucie las depositó en el fondo del fregadero, junto con las que mostraban los dibujos al revés.

– Sí, está bien que hayas muerto. Vete a arder en el infierno con tus pecados. Eres enteramente responsable de tus actos, y pagarás por ello.

Hizo rodar la piedra del encendedor.

La llama devoró en primer lugar el rostro de Carnot.

Lucie no obtuvo ni satisfacción ni alivio.

Como máximo una vaga impresión de untar con pomada una quemadura de tercer grado.

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