Lucie se puso de nuevo en camino tras la comida. El simpático propietario italiano de Las Diez Marmotas le había preparado un espléndido risotto de crozets [7] con el que, sin duda, se tendría en pie hasta la noche. No lamentaba llevar varias horas sentada al volante, pues el descenso del glaciar había sido doloroso, con un calambre fastidioso en el muslo que la dejó clavada en el hielo cinco buenos minutos. La ida y vuelta a allí arriba, sin embargo, había merecido la pena. Lucie estaba tras la pista de «algo», una extraña cosa prehistórica que despertaba en ella un montón de ideas.
Al final del trayecto, los relieves se habían achaparrado y los valles se habían vuelto más anchos mientras los Alpes quedaban ya a lo lejos. Las cañadas dieron paso a los suaves valles, los campos en pendiente y los ríos nerviosos. A última hora de la tarde, Lyon apareció como una roca negra sobre un lago de brasas: una ciudad bulliciosa, vibrante. Los trabajadores regresaban a sus domicilios y embotellaban la ronda de circunvalación. Una vida organizada al milímetro, en la que cada uno, una vez en casa, concedería unas horas a su esposa, sus hijos, Internet, antes de ir a acostarse, pensando en los quebraderos de cabeza del día siguiente. Lucie se lo tomó con paciencia, y aprovechó para llamar a su madre. Sabía que Juliette estaba en clase de música, la chiquilla estudiaba solfeo desde hacía dos años. Le pidió a Marie que la abrazara por ella y le dijera lo mucho que la quería. ¿Se ocupaba de Klark? Le explicó algunas cosas, aunque le dijo que «estaba resolviendo un viejo problema» y colgó rápidamente. Tardó aún media hora más en salir de aquella aglomeración de coches y dirigirse al distrito VII de la ciudad.
Cerca de su destino, vio en la pantalla de su móvil que había recibido un nuevo mensaje. Otra vez Sharko, que le pedía noticias. Era, por lo menos, el cuarto SMS. Un poco exasperada, respondió rápidamente que estaba bien y que ahondaba en la investigación, sin dar más detalles.
Lucie pasó junto al famoso estadio Gerland, donde se apiñaban ya los forofos abigarrados, con sus banderas con el escudo del Olympique Lyonnais. Se dio cuenta de que era miércoles y pensó que tal vez sería un partido de primera división aplazado. Pronto la gente tomaría al asalto la calle y los bares. Vio una plazoleta en la calle Curien, cerca de la Escuela Normal Superior. Pudo ver, a su izquierda, el Saona en el punto en que se unía con el Ródano y formaba la península de la Presqu’île. La plaza estaba llena de estudiantes entre edificios de diseño: arquitectura de perspectivas, con cristales tintados y líneas puras. A diferencia de Lille, llano y rojizo por sus construcciones de ladrillo, Lyon daba la impresión de un caos controlado, tanto por el relieve como por sus colores vivos.
Durante el trayecto, Lucie había logrado ponerse en contacto con la secretaría del Instituto de Genómica Funcional y logró concertar, con su falsa identidad de policía, una entrevista con Arnaud Fécamp, uno de los investigadores de la unidad del CNRS [8] que se había hecho cargo de los hombres de los hielos. El científico trabajaba en la plataforma Palgène, única en Europa y especializada en el análisis de ADN fósil. Por teléfono le había confirmado lo que Lucie sospechaba: Éva Louts estuvo en el laboratorio diez días antes.
A buen paso llegó a la plaza René Descartes y entró en el edificio, un impresionante bloque de hormigón y cristal de cuatro plantas que albergaba todo tipo de especialidades científicas ligadas a la vida: biología, filogenia molecular, desarrollo posnatal… En el extremo derecho del vestíbulo, dos grandes columnas salomónicas rojas y azules se elevaban a varios metros de altura: el símbolo representaba la estructura de doble hélice del ADN. Lucie recordaba vagamente sus cursos de biología en el último curso del instituto, en particular los nombres de los cuatro tipos de «barrotes» de aquella gigantesca escalera helicoidal, barrotes formados por las letras G, A, T, C: guanina, adenina, timina y citosina. Cuatro bases nitrogenadas, comunes a todos los seres vivos, y cuyas alambicadas combinaciones, que forman, entre otras cosas, los genes y los cromosomas, están en el origen de unos ojos azules, el sexo femenino o las enfermedades genéticas. Lucie leyó una inscripción en la base de esa curiosa construcción: «Desde hace millones de años, el ADN se halla oculto en nuestras células. Lo estamos desvelando».
Todo estaba limpio, inmaculado, perfecto: Lucie tuvo la impresión de moverse en un decorado de ciencia-ficción en el que los empleados fuesen robots. Arnaud Fécamp, afortunadamente, no tenía nada de un ser fabricado con pernos.
Estaba incluso, por así decirlo, entrado en carnes. Embutido en su bata, era más bajo que Lucie y tenía el cabello extremadamente corto, de un pelirrojo resplandeciente. Cara redonda, lisa, a pesar de unas pronunciadas arrugas en la frente. Manos regordetas, cubiertas de pecas. Era difícil adivinar su edad, pero Lucie estimó que debía de rondar los cuarenta años.
– ¿Amélie Courtois?
– Sí.
Le dio la mano.
– Mi jefa está reunida, así que yo me ocuparé de usted. Si lo he entendido bien, ¿está investigando acerca de esa estudiante que nos visitó hace poco?
Mientras ascendían en un ascensor ultraperfeccionado -en el que una voz femenina indicaba las plantas-, Lucie le explicó la razón exacta de su visita: el asesinato de Éva Louts, la visita al glaciar, su paso por Lyon unos días antes… Fécamp dio claras muestras de que la noticia lo había afectado. Sus carnosas mejillas sonrojadas temblaban con la vibración del ascensor.
– Confío sinceramente en que darán con el asesino. No conocía en particular a esa estudiante, pero no hay derecho a que se hagan semejantes cosas.
– También nosotros confiamos en atraparlo.
– Miro a menudo las series de televisión, Maigret y compañía, y si el 36 del Quai des Orfèvres se ocupa del caso, es que debe de ser muy serio.
– Lo es.
Lucie se esforzaba por no darle información y ceñirse a los procedimientos. De todas maneras, disponía de pocos datos, y con razón: era tan poli como él.
– Hábleme de Éva Louts.
– Como tantos investigadores o estudiantes interesados en la evolución de la vida, vino aquí sólo para ver a los famosos hombres de los hielos, hacer unas fotos y tomar algunas notas.
– ¿Sabe usted con qué objetivo?
– Por una investigación sobre el hombre de Neandertal, creo. Clásico. Creo que no descubrirá mucho más, por desgracia.
Una vez más, Louts había utilizado el pretexto de una investigación sobre el hombre de Neandertal, tal vez porque deseaba ocultar los motivos reales de su visita. Una chica prudente, consideró Lucie, que sabía cómo no llamar la atención. La puerta se abrió a un largo pasillo de linóleo azulado. Había vagos olores de productos desinfectantes.
– Podemos ir al despacho de mi jefa, si lo desea. Estaremos más cómodos para conversar.
– Sería una lástima estar aquí y no echarles un vistazo a los hombres de hielo. Tengo mucho interés por ver el aspecto de aquellos que podríamos considerar como nuestros antepasados.
Fécamp reflexionó unos segundos y le dirigió una breve sonrisa. Sus dientes eran particularmente blancos y anchos.
– Bueno, tiene usted razón, merece la pena aprovechar la oportunidad. Uno no se encuentra cada día frente a unos individuos de treinta mil años.
Fueron a un vestuario donde había apilados, por decenas, trajes embalados. El investigador le dio una de las bolsas a Lucie.
– Póngase esto. Debe de ser su talla. Entraremos en un rectángulo blanco y acristalado de más de cien metros cuadrados en el que el aire se filtra cinco veces, la temperatura se mantiene constante a 22º C y las salas se limpian con lejía varias veces al día.
Lucie obedeció. Para impresionar y ponerle la guinda a su papel de policía, sacó su pistola de la chaqueta.
– ¿Puedo llevarla conmigo? ¿Hay detectores de metales o cosas semejantes?
Fécamp tragó saliva, mirando fijamente el arma compacta.
– No, cójala. ¿Está cargada?
– ¿Usted qué cree?
Lucie guardó la semiautomática de pequeño tamaño en el bolsillo posterior de sus vaqueros, y también su teléfono móvil.
– El equipo ideal para un policía -suspiró Fécamp-. Pistola y teléfono. Odio los teléfonos móviles. A fuerza de ganarle terreno a la naturaleza y de cambiar nuestros comportamientos por culpa de esos malditos aparatos, acabaremos echándolo todo a perder.
«Uno de esos tipos que dan lecciones de cómo hay que vivir», pensó Lucie. Sin responderle, se puso la blusa y el pantalón sobre su ropa y los protectores de los zapatos, guantes de látex, mascarilla y gorro quirúrgicos.
– ¿En qué consiste exactamente la paleogenética?
Fécamp parecía ponerse la ropa con lasitud. Unos gestos precisos, milimétricos, que debía de haber repetido hasta el infinito, día tras día.
– Analizamos los genomas de la biodiversidad pretérita, es decir la cartografía de los genes surgidos del ADN antiguo procedente de fósiles que, a veces, tienen cientos de millones de años. Gracias a las partes orgánicas de los huesos y de los dientes que resisten el paso de los siglos, podemos remontarnos en el tiempo y comprender el origen de las diferentes especies y sus lazos de filiación. ¿Quiere un ejemplo concreto? Gracias a la paleogenética, ahora sabemos que Tutankamón murió hace más de tres mil años de paludismo combinado con una enfermedad ósea. Su ADN nos reveló que no era hijo de Nefertiti, sino de la hermana de Akenatón, su padre. Tutankamón fue, dicho sin ambages, fruto de un incesto.
– Eso le hubiera gustado a la prensa del corazón. Y parece que con sus técnicas, no están lejos de poder hacer revivir a los dinosaurios, si lo he entendido bien… Se recupera ese famoso ADN de los huesos o las cáscaras de huevo fosilizadas, se clona y ya está, ¿no?
– Aún estamos a años luz de eso, puesto que el ADN fosilizado a menudo está en muy malas condiciones y sólo disponible en pequeñas cantidades. ¿Qué hacer con un puzle de mil piezas si faltan novecientas noventa? Así que nos queda un largo y duro camino antes de cada nuevo descubrimiento. Sin embargo, con los hombres de los hielos hemos tenido mucha suerte, puesto que se encontraban en un estado excelente, mucho mejor que el de las momias egipcias o el de Ötzi, el célebre sapiens sapiens hallado en el hielo cerca de los Dolomitas italianos, en 1991. El hecho de que la gruta estuviera completamente obstruida y en parte privada de oxígeno evitó la proliferación de bacterias y los mantuvo al abrigo de la intemperie y de los cambios climáticos. El ADN es una molécula estable, pero no es eterna. Su degradación comienza justo después de la muerte de un individuo. Se fragmenta y algunas de las letras constitutivas de la información genética se borran poco a poco.
– Las famosas G, A, T, C.
– En efecto. Los barrotes de la escalera se rompen. Por ejemplo, la secuencia T G A A C A, situada en la hebra de ADN, puede convertirse rápidamente en T G G A C A a causa de alteraciones y eso falsea el código genético y por ende su interpretación. Exactamente como en las palabras de nuestra lengua, que cambian completamente de sentido cuando difieren en una letra. «Topo» y «tipo», por ejemplo. En las condiciones menos favorables, una decena de miles de años puede bastar para acabar hasta con la última molécula de ADN. En nuestro caso, sin embargo, hemos tenido más suerte de lo que podríamos haber soñado. La excelente calidad de esas momias nos ha permitido obtener ADN nuclear de su genoma.
Una vez enfundadas sus ropas azules, accedieron al laboratorio, cuya entrada parecía la compuerta de un submarino.
– Tendrá una pequeña sensación desagradable en los oídos. El aire del laboratorio está a una presión muy alta para impedir que entre cualquier forma de ADN contaminante. No habría nada peor que estudiar durante semanas un ADN que, al fin y al cabo, sería nuestro. Por eso también es necesaria la ropa estéril. ¿Quiere seguir?
– Por supuesto.
Una vez que el investigador hubo mostrado una tarjeta de identificación frente a un detector, entraron. Lucie sintió un dolor en los oídos y luego un silbido, como el que se oye en un tren al pasar por un túnel. Cuatro auxiliares de laboratorio, inclinados sobre potentes microscopios, llenaban pipetas o ponían en funcionamiento secuenciadores de ADN, y, concentrados en su trabajo de investigadores de lo imposible, no prestaron atención a los visitantes. Sobre las mesas de trabajo, envueltos en bolsas, había todo tipo de objetos etiquetados: un canino de oso de las cavernas, un bálsamo galorromano, antiguos excrementos de un ave elefante de Madagascar. Frente a un congelador de cristales transparentes, Lucie se detuvo en seco frente a…
– ¿Una cría de mamut?
– Exacto. Es Lyuba, la encontró un pastor de renos en el permafrost de Siberia. Tiene cuarenta y dos mil años.
– Parece que murió ayer.
– Su estado de conservación es extraordinario.
Lucie se quedó boquiabierta ante aquel animal que sólo había visto dibujado en los libros. Aquel lugar era la cueva de Alí Babá del pasado. Siguieron avanzando. Arnaud Fécamp prosiguió sus explicaciones sobre el ADN.
– Por lo general, se muelen los huesos, los dientes o los tejidos hasta reducirlos a un polvo que se pone a incubar varias horas en un tampón que facilita la degradación de los materiales indeseables, como la caliza o diversas proteínas parásitas. Así el ADN puro se queda en el tampón. Como por lo general está roto en fragmentos demasiado pequeños para que puedan analizarlos nuestras máquinas, se «fotocopian» esos fragmentos en miles de millones de ejemplares gracias a una técnica de amplificación llamada PCR [9], para así poder manipularlos más fácilmente.
– Ya he asistido a ese tipo de cosas en un laboratorio de la policía científica. Parece sencillo.
– De hecho es extremadamente complejo. Somos uno de los laboratorios más avanzados en esa materia.
– Critica usted los teléfonos móviles y, sin embargo, sus aparatos utilizan las tecnologías más avanzadas. No es muy ecológico…
Pareció sonreír bajo su mascarilla y luego se dirigió a una gran puerta metálica.
– Las especies vivas son el fruto de 3,5 miles de millones de años de investigación y desarrollo llevados a cabo por nuestra madre naturaleza, es decir una larga evolución que eliminó lo que era imperfecto y optimizó lo que funcionaba. El genoma ha atravesado todas las épocas, es el patrimonio colectivo de la humanidad que estamos obligados a legar a la posteridad. El teléfono móvil es un accesorio efímero.
Abrió la puerta.
Lucie sintió un soplo helado en el rostro.
Una cámara fría.
Una vez en el interior, abrió los ojos como platos y se quedó un instante inmóvil, con una curiosa sensación en el vientre. Jamás hubiera podido imaginar un caso tan espectacular de momificación por el frío. Completamente desnudos y envueltos en un film de plástico transparente, los tres miembros de la familia neandertal estaban tendidos uno al lado del otro, ligeramente acurrucados. El pequeño se hallaba entre el macho y la hembra. Con sus órbitas vacías y sus mandíbulas flácidas, descarnadas, parecía que gritara. Lo más impresionante eran sus arcos superciliares prominentes, sus cráneos abombados hacia atrás, como un moño, y el rostro alargado en forma de hocico. Las estructuras óseas eran macizas; las extremidades, cortas, y el cuerpo, achaparrado y fornido. Los dientes presentaban marcas evidentes de desgaste, y algunos estaban rotos o ennegrecidos. Lucie se aproximó más, sacudida por escalofríos, y se inclinó hacia delante. Entornó los ojos. Sobre los vientres muertos y secos observó unos cortes anchos y profundos que parecían bocas furiosas. El pequeño también había recibido aquellos cortes.
– ¿Serían laceraciones? -preguntó desde detrás de su mascarilla.
El científico señaló con el mentón otra mesa, a la izquierda de Lucie.
– Sí. El cromañón los masacró con ese instrumento.
Lucie sintió sus músculos en tensión y cómo la adrenalina le sacudía la sangre.
Una masacre.
Aquella familia había sido víctima de una masacre. Ahora parecía evidente. Los golpes habían sido demasiado numerosos, demasiado violentos. Las heridas gritaban sobre la piel deshidratada. Lucie tuvo que admitirlo: se hallaba ante uno de los crímenes más antiguos de la historia de la humanidad. Una violencia surgida de los tiempos más remotos, que había atravesado los milenios sin atenuarse.
Arnaud Fécamp le mostró el arma del crimen, que examinó atentamente. No era más larga que un antebrazo y era extremadamente afilada.
– Se trata de un arpón de asta de reno, con unas púas que agarran y desgarran los intestinos. Es de una solidez a toda prueba, capaz de perforar espesas capas de cuero o de grasa. Por lo que respecta a su eficacia, ahí está la prueba… Temible.
Lucie observó el arma tallada finamente y que parecía elaborada con el único fin de matar con violencia. ¿Era ésa la razón que había llevado a Éva Louts allí y ante los criminales encarcelados? ¿Aquella expresión de la violencia en el tiempo? Sin embargo, en teoría, la estudiante no investigaba acerca de los asesinos en serie, los criminales o la violencia. Simplemente llevaba a cabo un estudio sobre la lateralidad, le había asegurado Sharko.
Perturbada por aquella crueldad ancestral, Lucie se volvió.
– ¿Dónde está el cromañón?
Arnaud Fécamp retrocedió y bajó su mascarilla. De su boca salía vaho a cada expiración. Suspiró largamente, como si le costara desvelar un secreto.
– Nos lo han robado.
– ¿Cómo dice?
– Ha desaparecido, volatilizado, así como todos los resultados de la secuenciación de su genoma. No nos queda nada. Ni un dato. Ha sido una catástrofe, ya que, por primera vez, poseíamos una secuencia casi completa de los genes de nuestro antepasado de treinta mil años, un Homo sapiens sapiens. Una sucesión de A, T, G y C que ya sólo había que leer para censar los genes.
Lucie se cruzó de brazos, muerta de frío. Cuanto más avanzaba en sus descubrimientos, mayor era el misterio. Le venía un montón de preguntas a los labios.
– ¿Por qué no me había dicho nada?
– Tratamos de que no corra la noticia. Hemos tenido suerte de que los medios de comunicación no se interesaran en esta historia. Sobre todo queremos evitar que eso suceda. Cuento con su discreción.
– ¿Cómo pudo entrar aquí el ladrón?
– Con mi tarjeta de identificación.
Fécamp se quitó el gorro, apartó algunos cabellos pelirrojos y mostró su cráneo. Lucie vio una cicatriz.
– Una noche, al regresar a casa, me agredieron dos tipos enmascarados. Me obligaron a volver aquí para permitirles acceder a todas nuestras muestras sobre el sapiens. Se lo llevaron todo: los discos duros, las copias de seguridad, los listados impresos e incluso la momia. Tras su robo, me dejaron sin sentido con un golpe y me dieron por muerto.
– ¿El centro no está vigilado?
– Hay cámaras y sistemas de alarma pero, aunque las cámaras filman continuamente, algunos sistemas de alarma se desactivan con la tarjeta de identificación para permitir el acceso hasta el laboratorio en cuestión, puesto que solemos trabajar también por la noche. Los individuos aparecen en las grabaciones pero, aparte de dos cabezas enmascaradas, no se ve nada.
– ¿Cuándo sucedió?
Arnaud Fécamp volvió a cubrirse con el gorro.
– Aproximadamente seis meses después del descubrimiento de la gruta. Vino la policía y todo quedó por escrito en un informe.
– ¿Hay pistas?
– Ninguna. El caso está archivado.
Lucie regresó junto a los neandertales. Sus órbitas vacías parecían mirarla. El niño tenía unas manos tan pequeñas. ¿Qué edad debía de tener? ¿Seis o siete años? Parecía una figura de cera, repugnante, desfigurada por los mordiscos del tiempo. Pero, al igual que su hija Clara, había sido masacrado. Lucie pensó en lo que le había dicho el guía de alta montaña acerca de la teoría de Éva Louts: el genocidio del neandertal por el cromañón. Tenía ante ella un ejemplo palmario de masacre que parecía de los más irracionales.
– ¿Por qué los ladrones no se llevaron estas momias?
– ¿Tal vez porque no son los antepasados del hombre moderno? No tienen vínculo directo con nuestra especie y por ello su genoma es mucho menos interesante. De hecho, no es más que una suposición. Ignoro por completo los verdaderos motivos.
– ¿Éva Louts estaba al corriente de este robo antes de venir aquí?
– No. Se quedó tan sorprendida como usted.
Lucie iba de un lado a otro, frotándose los hombros para entrar en calor.
– Discúlpeme si aún no he comprendido todas las sutilezas, pero… ¿qué interés habría en robar el genoma del cromañón?
– Enorme, para comprender los secretos de la vida y la evolución del Homo sapiens sapiens, nuestra especie.
Se acercó a las momias y las observó con una extraña ternura.
– ¿Se da usted cuenta? Teníamos el ADN de nuestro antepasado. Centenares de millones de secuencias genéticas que guardan los secretos de la vida prehistórica. El ADN es la cartografía fosilizada de la Evolución, la caja negra de un avión, si quiere. ¿Qué genes tenía el cromañón que no tengamos nosotros? ¿Cuáles mutaron a lo largo de esos miles de años, cuáles permanecen intactos? ¿Cuál era su función? ¿Tenía la momia agentes infecciosos conocidos o desconocidos que nos permitan estimar el nivel de salud de la época, por ejemplo, o descubrir antiguos virus, fosilizados a su vez dentro del ADN? Comparando letra a letra nuestro genoma y el del cromañón, habríamos sido capaces de comprender aún mejor las grandes estrategias de la Evolución a lo largo de estos últimos treinta mil años.
Lucie aún no comprendía todos los matices de esas explicaciones, pero podía reconocer que el reto científico sin duda merecía la pena. Prefirió hablar de cosas concretas.
– Me gustaría ponerme unos minutos en el lugar de Éva Louts… Se hallaba aquí, frente a las momias neandertales. ¿Cuál fue su reacción? ¿Qué buscaba concretamente?
Fécamp puso los dedos sobre el plástico y los pasó por encima de los cortes abiertos.
– Ya sabe que no era más que una estudiante, aparentemente fascinada por lo morboso. Era la violencia extrema de esta escena lo que la interesaba, sin más. Este descubrimiento era un medio excelente para poner de nuevo sobre la mesa una de las teorías sobre la desaparición del neandertal.
– La de su exterminio a manos del cromañón. La que Louts defendía.
Fécamp asintió, y luego consultó su reloj.
– Sí, pero yo no comparto esa teoría. El atajo me parece exagerado, y un caso particular nunca ha conducido a una generalización. Digamos que vino en busca de un material excelente para su trabajo. Desgraciadamente, no puedo explicarle mucho sobre esto. Como le he dicho antes, tomó algunas notas, fotografió las heridas y el arma para ilustrar su tesis y asegurarse una buena nota y luego se marchó. Esos pobres neandertales fueron masacrados con una violencia desmesurada, y es muy triste…
– ¿Mencionó los dibujos realizados al revés? ¿Le habló de un tal Grégory Carnot? ¿De presos? ¿De una historia de zurdos?
Fécamp meneó la cabeza.
– No, que yo recuerde. Bueno, hace mucho frío… ¿También necesita usted fotos para su investigación?
Lucie observó a la familia masacrada con una mirada triste. Aquello demostraba que el hombre, como todos los predadores, siempre había tenido instinto asesino. «Apareció» con ese triste bagaje y lo ha acarreado a lo largo de los siglos, hasta las generaciones actuales.
Lucie se volvió hacia su interlocutor.
– No, no es necesario.
Se alejó de la familia mientras el investigador abría la puerta y luego se detuvo en mitad de la sala, indecisa. No podía abandonar la pista, marcharse sin una respuesta. Si salía de allí sin nada, sin carne en el asador, su investigación se acabaría allí. A pesar de la impaciencia del investigador, dio media vuelta hacia las tres momias.
– Usted es un investigador de los tiempos antiguos y se dedica a reconstruir hechos prehistóricos. Explíqueme con detalle lo que sucedió en esa gruta, hace treinta mil años.
Con un suspiro, el científico se acercó a ella.
– Lo siento, pero yo…
Se oyó otra voz casi al unísono. Una voz femenina, dura:
– Yo puedo explicárselo, pero antes, ¿puede mostrarme su identificación policial?