Sharko tenía en mente una idea muy precisa y completamente disparatada: como había hecho Éva Louts a mayor escala, iba a censar a los antiguos niños zurdos de Fontainebleau. Antes, había pasado por el ayuntamiento y había obtenido una lista de los parvularios: en total, siete centros para los más pequeños.
Armándose de valor, se dirigió a la primera dirección de la lista: la escuela Lampain, situada al este de la ciudad. Obnubilado por sus pensamientos, atravesó los diversos barrios sin ni siquiera mirar a su alrededor. Pensaba en aquel caso tortuoso, en aquellos horribles asesinatos, por supuesto, pero sobre todo pensaba en Lucie Henebelle. ¿Habría echado un vistazo a las fotos que él había dejado adrede a la vista junto al ordenador? ¿Aún estaba en su apartamento de L’Haÿ-les-Roses o había regresado a su casa? Su razón prefería la segunda hipótesis, pero su corazón se inclinaba sin ambages por la primera. Esos antagonismos, esa lucha entre el sentimiento y la razón lo desgarraban por dentro y le dolían tanto que no pudo evitar llamarla, simplemente para saber qué hacía.
Respondió tras el tercer tono. Sharko comprendió por el ronquido del auricular que ella también iba al volante. Su decepción fue inmediata.
– Soy Franck… Si estás conduciendo ya te llamaré más tarde…
– No te preocupes. He puesto el altavoz…
Ella no dijo nada más. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no le preguntaba cómo iba la investigación?
– ¿Vas de camino a Lille?
Lucie titubeó, no esperaba su llamada. ¿Debía decirle la verdad y correr el riesgo de que le impidiera, de una manera u otra, llegar hasta el final? De momento, prefirió mentir para poder seguir su pista, tranquilamente, y confirmar que sus deducciones no conducían a un callejón sin salida.
– Sí. He visto tu nota sobre la mesa de la cocina. Esa manera de echarme de tu casa me ha dolido. Pero comprendo que me guardes rencor.
– No te guardo rencor, Lucie… Nunca he sentido rencor.
Un silencio. El corazón de Sharko latía con fuerza dentro de su pecho. Detenido en un semáforo en rojo, cerró un momento los ojos. La voz femenina resonó de nuevo en el altavoz.
– No he podido cerrar la puerta porque no tenía llave. Lo siento.
Sharko reflexionó rápidamente, algo escéptico. Algo le preocupaba. ¿Era posible que hubiera abandonado con tanta facilidad el combate, por culpa de una simple nota sobre la mesa? ¿Ella, la Lucie Henebelle que conocía? Trató de sondearla.
– ¿Por qué te has ido tan tarde?
– Podrías haberme despertado esta mañana. Me ha costado un rato darme cuenta de dónde estaba. ¿Qué sucedió anoche? No recuerdo nada.
– Caíste desplomada de cansancio. Te acosté en el sofá, como… como hice el año pasado. Es extraño cómo se repiten las cosas… Yo… no creía que pudiera volver a suceder.
Los silencios entre sus palabras eran interminables. Sharko se sentía incómodo y desconcertado. No pudo evitar preguntarle.
– Esta noche he estado trabajando y te he dejado el ordenador encendido. ¿Has podido buscar información acerca de Stéphane Terney antes de marcharte?
– ¿Y para qué? Ya me ha quedado claro que tú eres el investigador y que tú dispones de todos los medios. Yo no pinto nada.
Sharko sentía que estaba a punto de llorar. Suspiró, lejos del teléfono: esta vez sí que se había acabado de verdad, ese maldito azar que los había reunido de nuevo ya no funcionaba. Ahora Lucie se había marchado lejos de él, hacia sus propias tinieblas. En cierta medida se sentía aliviado, aunque su corazón sangrara.
El GPS le indicó que había llegado a destino.
– Bueno, tengo que dejarte. Ya te llamaré algún día, si llego al fondo de esta historia. Hasta luego, Lucie.
– Una cosa más, sólo una cosa: el tipo del pijama…
– No tiene nada que ver con el crimen. Es autista, y él y Terney se veían a menudo, eso es todo. Se halló en un mal lugar en un mal momento.
Colgó bruscamente, apretando los dientes, antes incluso de que ella le respondiera. Se quedó cinco minutos en el coche para serenarse. Su cerebro parecía encenagado en una marea negra y viscosa.
Dejando de lado sus sentimientos y su decepción, se dirigió a la escuela, un pequeño edificio bonito y florido, con un gran patio, rodeado de una verja verde. Contagiaba juventud, inocencia, la flor de la vida… La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Sharko se sintió de nuevo febril. En cuanto se acercaba a una escuela le venía el recuerdo de su hija Éloïse. La imaginaba aún entre los niños, jugando con cubos de madera o corriendo con sus amiguitas. En su mente se entremezclaba todo: rostros, épocas, sentimientos… Recordaba su esquizofrenia tenaz. Aquel tiempo en que la pequeña Eugénie, su personaje imaginario, acudía a su lado y le hablaba: lo tranquilizaba pero también lo maldecía. Probablemente habría corrido por aquel patio y se hubiera encaramado al tobogán o a los columpios gritando y riendo. Gracias a Dios, por fin salió de la cabeza de Sharko cuando dio por acabado un duelo que no había hecho.
Eugénie «era» aquel duelo…
Con un suspiro, llamó al interfono y se presentó. La directora, Justine Brevard, lo recibió en su despacho. Una mujer entrada en carnes, de unos cincuenta años, aspecto simpático y que debía de inspirar confianza a los niños. Evidentemente, estaba al corriente del doble asesinato en el bosque, como todos los habitantes de la ciudad.
– Es horrible lo que les pasó a esos chicos, pero ¿en qué puedo ayudarle?
Sharko se aclaró la voz.
– Mire… Gracias a algunos elementos de la investigación hemos podido establecer un perfil bastante preciso del asesino. Creemos que debe de tener entre veinte y treinta años, que es alto, probablemente corpulento, que vive en esta ciudad y, sobre todo, que es zurdo. Sé que desde hace años todos los maestros rellenan una ficha de competencias de los alumnos de parvulario. ¿Estoy en lo cierto?
– Sí. Anotamos el equilibrio, la capacidad de expresión o la participación en clase. Y muchos otros criterios.
– Como por ejemplo la lateralidad, ¿verdad? Si son zurdos o diestros.
Un destello brilló en los ojos de la directora.
– Eso es. Ya veo adónde quiere ir a parar. Cree que el asesino pasó por nuestro centro cuando era pequeño, ¿verdad? Y que esas fichas pueden ayudarlo a identificarlo.
– Por su centro o por otro centro de la ciudad, sí. Simplemente busco algo que debe de ser bastante raro en una clase de una veintena de alumnos: niños más altos y corpulentos que los demás. Y, sobre todo, zurdos, ése es el criterio más selectivo. ¿Puedo echar un vistazo a sus archivos? Los cursos que me interesan son los comprendidos, digamos, entre 1985 y 1995. Espero que aún tenga esas fichas. Eso nos daría unos adultos de una edad comprendida hoy en día entre dieciocho y treinta años.
– Tengo las fichas, así como las fotos de curso correspondientes. Acompáñeme…
Pasaron ante aulas con las puertas abiertas. Los niños pintaban, leían, jugaban o cantaban. Algunos de ellos miraron al policía con grandes ojos de búho. Sharko les dirigió un saludo con la mano y le respondieron con una sonrisa.
Se dirigieron a una sala llena de armarios con los años escritos en etiquetas. La directora abrió el cajón del año 1985. Sus dedos recorrieron varias carpetas y extrajeron la indicada. Contenía documentación administrativa, una foto de curso y las fichas de competencias, que cogió. Aquella cartulina ligeramente amarillenta era aún más detallada de lo que Sharko había imaginado, y había numerosas casillas. Además, en una esquina, en la parte superior derecha, había una foto del niño en cuestión.
Justine Brevard le dio algunas explicaciones.
– Estas fichas se rellenan cada trimestre para evaluar la progresión del niño y sus aptitudes en clase. Mire, la casilla de la lateralidad está ahí. También hay una zona para las observaciones que la maestra cree conveniente consignar. Principalmente, problemas de salud, alimentos que el niño no puede comer o alergias.
Se mojó el índice y hojeó rápidamente las fichas de una en una. Puso una a un lado.
– Aquí tengo una zurda.
– Puede descartarla. Según el ADN, sabemos que el asesino es varón.
Siguió hojeando las fichas hasta llegar a la última de ellas.
– Ya están las de 1985. No tengo nada para usted, aparte de esta zurda.
– Mejor. Cuantos menos haya, mejor.
– Pasemos a las siguientes.
Sharko la ayudó. Juntos, reunieron primero todas las fichas de niños zurdos. En cada clase, uno, dos, o, en los casos más raros, hasta tres niños correspondían a los criterios, y eso dio una veintena de fichas para los años examinados.
Entre esas fichas, Sharko escrutó los rostros, la corpulencia y la talla, ayudándose con las fotos de curso y de identidad. Había rubios, morenos, con pelo rizado, chiquillos con gafas, vergonzosos o seguros de sí mismos, de diferentes alturas, rodeados de sus compañeros. Algunos, escuchimizados o bajitos, no concordaban con la imagen que el comisario se hacía del asesino, pero ¿podía descartarlos? ¿No era posible que se hubieran desarrollado más adelante? Muchos años separaban el ayer del hoy. Frente a tales circunstancias, el policía comprendió que la tarea era más difícil de lo que había creído. Y, además, tampoco tenía ninguna certeza. Bien pudiera ser que el asesino viviera en Fontainebleau desde hacía poco tiempo y que no hubiera residido allí en su infancia. Ante las dimensiones y el carácter azaroso de la tarea, fue presa de las dudas. Sin embargo, pidió una fotocopia de todas las fichas que tenía en la mano, le dio las gracias a la directora y salió de la escuela, un poco decepcionado.
Sólo había algo positivo: la tarea no le había llevado más de media hora.
Sentado en su coche, Sharko trató de afinar aún más la selección, escogiendo determinados perfiles entre todos aquellos zurdos. Eligió a los chavales más altos y a los más robustos. La pulió aún más: algunos de aquellos niños tenían hoy treinta años. Quizá ya eran mayorcitos para ir a la discoteca. Así, hizo otra pila. Al final, aún tenía nueve fichas en las manos. Chavales de cuatro o cinco años, sonrientes y muy diferentes entre sí. Era absolutamente imposible decantarse por un perfil más que por otro. No había miradas diabólicas ni llamas negras en sus ojos. Esos rostros devorados por el tiempo sólo irradiaban inocencia.
Aunque decepcionado, prosiguió su búsqueda, diciéndose que en el peor de los casos, la Sección de Investigación de Versalles podría tomar una muestra de ADN de todos aquellos individuos para compararlo con el hallado en la escena del crimen. En algunas investigaciones delicadas a veces se recurría a una toma de muestras de ADN en masa tras una criba hecha a ojo de buen cubero. Era muy caro, pero la verdad no tiene precio.
Todas las escuelas que visitó, de variada arquitectura, tenían el mismo funcionamiento interno. Fichas archivadas, perfectamente ordenadas, fácilmente accesibles. En ese aspecto, la escuela pública había llevado a cabo un buen trabajo. Pasaba el tiempo y Sharko apilaba papeles, eliminaba cuantas fichas podía, dejaba otras a un lado, pero nada le saltaba a la vista. Había confiado en que en su mente se crearía alguna conexión, una intuición que lo orientara de inmediato hacia el rostro correcto, pero nada, absolutamente nada, le vino a la cabeza… Aquellos chavales eran demasiado pequeños y tenían fisonomía de chiquillo: mofletes regordetes y mirada divertida. ¿Cómo descubrir entre ellos a un asesino? Como había observado Levallois, no llevamos grabada en la frente nuestra huella genética.
Se detuvo en un bar a tomar un café muy cargado, a ver si así recargaba las baterías. Tras llamar a su colega, que por su parte tampoco había hallado nada, se comió un bocadillo y se adormiló en el asiento del coche. Media hora más tarde se despertó y volvió a ponerse al volante, con la boca pastosa.
Penúltimo parvulario por visitar de los siete. El colegio de la Victoria. «Tal vez un nombre predestinado», se dijo Sharko, suspirando. Interfono, directora, presentación, explicación y archivos. Un circuito que ya empezaba a saberse de memoria y que lo ponía nervioso.
Una vez más, ante él desfilaron varios cursos y se acumularon las fichas. A Sharko le parecía prodigiosa aquella distribución tan precisa y regular de los zurdos en la naturaleza, esas proporciones que, en todos los casos, eran globalmente idénticas. Cero, uno o dos zurdos por clase de veinte alumnos era tan preciso y previsible como si la propia naturaleza hubiera organizado las clases. Recordó las palabras de la primatóloga y los datos incluidos en la tesis de Louts que predecían que dentro de cientos o miles de años ya no habría zurdos en nuestra sociedad. Algunas clases de parvularios ya eran la prueba de esa desaparición.
De nuevo, nombres, rostros y fisonomías desfilaron ante sus ojos y, mientras revisaba mecánicamente las fichas y apilaba a un lado las pocas de niños zurdos, sintió que el corazón le daba un vuelco.
Con los dedos temblorosos, volvió a coger la ficha que acababa de dejar.
Era de 1992. El niño, nacido en 1988, tenía en la actualidad veintidós años.
Se llamaba Félix Lambert. Zurdo. Cabello castaño claro, ojos azules, tez ligeramente tostada y bastante alto, aunque en la foto de curso hubiera otros más altos. A primera vista no había nada excepcional, y Sharko ya había encontrado ese tipo de físico en fichas precedentes.
Si sus ojos no se hubieran detenido en la zona reservada a las «Observaciones», hubiera apilado sin más aquella ficha a un lado, junto con otros perfiles potenciales.
Pero en aquel espacio estaba escrito, con caracteres grandes: «No puede tomar leche ni derivados lácteos. Intolerancia a la lactosa».
Grégory Carnot también era intolerante a la lactosa.
Sharko examinó la mirada del chaval, que sonreía ampliamente y pasó un dedo sobre aquel rostro angelical.
El policía estaba casi seguro de tener ante sí la identidad del asesino de la pareja de excursionistas. Esa misma identidad que Stéphane Terney había ocultado entre las páginas de su libro, tras un conjunto de cuatro letras, A G T C, mezcladas en largas secuencias anodinas.
El comisario no se tomó la molestia de proseguir su búsqueda e informó a Levallois para que detuviera de inmediato sus pesquisas. Abandonó el centro escolar precipitadamente, tras darle las gracias a la directora. Cinco minutos después, consultó el listín telefónico de la localidad en la oficina de correos, que estaba a punto de cerrar sus puertas. Dio con dos Lambert en Fontainebleau: Félix y Bernard. El mismo número de teléfono. Probablemente padre e hijo…
Recogió a su joven colega frente a una oficina de alquiler de coches y arrancó en tromba hacia la dirección exacta que había averiguado.
Al final del camino le esperaba un asesino.