Según pudo saber en el Servicio de Información, Gaëlle Lecoupet, la primera esposa de Stéphane Terney, vivía en Gouvieux, una tranquila localidad cerca de Chantilly. A su regreso de Reims, Lucie había perdido mucho tiempo por culpa de los embotellamientos que había encontrado al entrar en la capital, por lo que ya era muy avanzada la tarde cuando pasó junto al castillo de Chantilly, el hipódromo y los campos de golf. Tras unos kilómetros, aparcó en la avenida de gravilla de una gran villa apartada de la carretera, justo detrás de un Audi de gama alta y un Mercedes cabriolet.
Un hombre de cabello canoso, que estaba podando los rosales, se acercó a ella. Tras mostrarle Lucie su identificación falsa y decirle que deseaba ver a la señora Lecoupet, la guió hasta la casa sin decir palabra. En vista de la ausencia de comentarios, Lucie se dijo en primer lugar que ni él ni su esposa debían de haber sido informados de la muerte de Terney -puesto que la policía no se ocupaba de comunicar las defunciones- y, en segundo lugar, que los chicos del 36 aún no habían creído necesario remontar la pista hasta tanto tiempo atrás. Interrogar a la lejana ex mujer -ya hacía de ello veinticinco años- de un tipo que había sido víctima de un asesino particularmente sádico, un asesino que también había matado a una estudiante, no debía de ser una de sus prioridades.
La propietaria de la finca se hallaba en una amplia veranda invadida por plantas trepadoras y una docena de gatos de todos los colores y razas. Los animales rondaban alrededor de ella ronroneando mientras les servía leche y croquetas en varios platos.
– Querida, la policía quiere hablar contigo -dijo el hombre canoso-. Es respecto a Stéphane Terney…
Gaëlle Lecoupet se quedó inmóvil y miró sorprendida a Lucie. Era una mujer alta, esbelta, bella sin maquillaje alguno, y vestía una camiseta y unos vaqueros que no estaban a la altura de la clase de la vivienda. El cabello largo y canoso, bien peinado, caía en cascada sobre sus hombros endebles. Finalmente, dejó la comida de los gatos sobre una mesa, se limpió las manos con un paño y se aproximó a Lucie. Antes de estrecharle la mano, dirigió una mirada a su pareja para indicarle que las dejara a solas. El hombre, que parecía inquieto, obedeció y volvió a sus ocupaciones en el jardín. Gaëlle Lecoupet cerró una puerta de cristal, dejando encerrados a los gatos en la veranda, y se dirigió a Lucie.
– ¿Mi ex marido tiene problemas?
La policía le anunció su muerte violenta, sin edulcorar la realidad. Quería sumergir de inmediato a su interlocutora en el ambiente nauseabundo de la investigación y provocar en ella una especie de electrochoque.
Lo consiguió. Gaëlle Lecoupet se dejó caer en una silla del gran salón, febril, y se llevó las manos a la cara.
– ¡Dios mío! Asesinado… Se me hace muy extraño oír algo semejante.
Lucie permaneció de pie, frente a ella, mirándola de arriba abajo rápidamente. La sexagenaria había recibido un auténtico mazazo en la cabeza. «Amélie Courtois» no se anduvo por las ramas y decidió atacar con preguntas directas.
– ¿Aún estaba en contacto con él?
Triste, Gaëlle Lecoupet meneó la cabeza y tardó un poco en responder.
– Cortamos toda relación tras nuestro divorcio. Ni una llamada, ni una carta, nada. Desde entonces sólo he oído hablar de él en algunos artículos en revistas científicas.
– Creemos que su asesinato está relacionado con su pasado, en particular hacia 1986, cuando ejercía en Reims. ¿Puede explicarme por qué, hace casi veinticinco años, partió súbitamente a esa ciudad cuando vivía en una situación excelente en París?
Esta vez la mujer respondió de inmediato.
– Ejercer en provincias era para él una buena oportunidad. Dejar la capital le permitió ejercer con dedicación exclusiva como ginecólogo y obstetra, que era la profesión que amaba por encima de todo. Siempre le gustó el contacto simple y directo con las pacientes, las futuras madres y los bebés. En París le reclamaban continuamente para dar conferencias, conceder entrevistas o escribir artículos. Quería alejarse de todo eso y volver a sus verdaderas raíces: la práctica de la medicina.
Era la manida respuesta demasiado bonita y redonda que no satisfacía a Lucie. Gaëlle Lecoupet debía de haber repetido esa frase en otras ocasiones, cada vez que había tenido que justificarse. Además, ni siquiera había reflexionado antes de responder. La ex policía se dijo que tenía que ahondar más, penetrar más en la intimidad de la pareja. Su oficio le había enseñado que las respuestas siempre se ocultan en el ángulo muerto del retrovisor. Así que hizo otras preguntas banales, poco comprometedoras, para ganarse la confianza de su interlocutora y avivar el recuerdo del pasado. No descubrió demasiadas cosas nuevas: Stéphane Terney era brillante, ambicioso, comprometido… Le gustaba que hablaran de él, concedía numerosas entrevistas, ávido de explicar su experiencia. Un marido que parecía el hombre ideal, que consagraba su vida entera a la ciencia médica y a la biología y cuya profesión le importaba más que la familia. No deseaba tener hijos «por miedo a verlos crecer en un mundo condenado al fracaso». Una visión asquerosamente pesimista y fatalista del futuro.
Tras escuchar aquellas nimiedades, Lucie se decidió a atacar de frente.
– Voy a hacerle una pregunta más personal y directa: ¿su divorcio estuvo relacionado con la marcha a Reims?
La sexagenaria frunció el ceño.
– Como ha dicho, es muy personal. No entiendo en qué podría ayudarla eso en su investigación, señora…
– Teniente Amélie Courtois… Su ex marido ha sido asesinado y tratamos de explorar todas las pistas, de comprender los motivos de su verdugo, que, probablemente, lo conocía bien. Toda la información que podamos recopilar, incluida la relativa a su pasado, es de suma importancia. Responda a mi pregunta, por favor: ¿su divorcio estuvo relacionado con la marcha a Reims?
La señora Lecoupet titubeó y acabó por ceder ante el tono imperioso de su interlocutora.
– No quería dejarlo todo y volver a empezar de cero. En París había trabajado mucho para crear mi bufete de abogada y empezaba a contar con una buena clientela, a hacerme un nombre en un medio en el que hay mucha competencia. Así que me negué a acompañarlo. Me gustaba París. Es así de sencillo.
– ¿Le suena el nombre de Robert Grayet?
– En absoluto.
– Y, sin embargo, debería sonarle. Era el jefe de servicio al que su marido reemplazó en Reims. Supongo que le hablaría de él. La marcha a Reims fue el origen de su divorcio, ¿no es así?
– Es que… Todo eso queda tan lejos. No lo recuerdo. Mi marido conocía a mucha gente. Quizá sí oí hablar de él, pero sería incapaz de decirle en qué circunstancias.
Lucie sintió que la sangre se le acumulaba en las sienes, pero trató de conservar la calma. Estaba convencida de que aquella mujer le ocultaba la verdad y de que, a pesar de todo, protegía a un hombre al que sin duda había querido mucho.
– Escúcheme atentamente, señora Lecoupet. Su ex marido fue torturado con cigarrillos y cuchillos por un individuo abominable. Si estoy aquí, se lo repito, es porque estoy segura de que su asesinato está relacionado con lo que sucedió hace veintitrés años en la maternidad de Reims. Se lo diré sin tapujos: unas semanas después de comenzar a trabajar en la Colombe, su ex marido atendió a una paciente en ginecología, se llamaba Amanda Potier. Murió en la sala de partos el 4 de enero de 1987, ante sus ojos.
Lucie dejó transcurrir unos segundos, observando la reacción de su interlocutora. Probablemente, no estaba al corriente. La ex policía prosiguió con un tono firme y sereno.
– No creo que ustedes se separaran únicamente por cuestiones geográficas o de carrera profesional. Tengo la certeza de que su marido fue a esa maternidad únicamente para poder atender a esa paciente y traer al mundo a su bebé, a cualquier precio. La marcha de Robert Grayet, por entonces jefe de servicio, a buen seguro fue obtenida a cambio de dinero. Y ese dinero debía de proceder de algún lugar. Por ello, señora Lecoupet, me gustaría que dejara de lado las frases manidas y que me explicara lo que realmente sucedió. ¿Por qué su marido quiso ir, a toda costa, a Reims?
La mujer se llevó una mano a la cara, con un largo suspiro. Luego se levantó.
– Voy un momento a la buhardilla y ahora mismo regreso… Espéreme aquí.
Una vez sola, Lucie fue de un lado a otro, con los brazos cruzados, observando los gatos. Estaba llena de energía y, en cierta medida, orgullosa de avanzar así, sola, fuera de los caminos trillados. Eso demostraba que aún estaba viva y que era capaz de otras cosas que no fueran responder al teléfono en una centralita de mala muerte. Por otro lado, se reprochaba enormemente no pensar en Juliette, ni en su madre, ni siquiera en Klark, sobre todo aquellos últimos días. De momento, sin embargo, esa búsqueda imposible que llevaba a cabo era más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Actuaba así por el bien de su familia. Para que los silencios, los secretos y las maldiciones se desvanecieran definitivamente. Volver a comenzar una nueva vida por su cuenta…
Al fin, Gaëlle Lecoupet reapareció con una bolsita transparente, ligeramente polvorienta, en las manos. Contenía una vieja cinta de VHS negra, sin etiqueta, que colocó en el reproductor de vídeo y DVD. Cogió el mando a distancia y se dirigió a la ventana que daba al jardín. Tiró de la cortina con brusquedad y fue a cerrar con llave la puerta de entrada.
– No quiero que Léon vea estas imágenes… Ni siquiera sabe de la existencia de este vídeo.
Volvió junto a Lucie y la invitó a sentarse en un sillón. Apretó las mandíbulas, con los dedos crispados en el mando a distancia.
– Tiene razón. No me divorcié por mi bufete ni por la clientela. Me divorcié… por lo que me ocultaba Stéphane.
Hubo un silencio. Lucie trató de expresar lo que le venía a la cabeza.
– ¿Está relacionado con sus ideas eugenésicas?
– No, no, en absoluto. Conocía las ideas de Stéphane antes de casarme con él. En aquella época, incluso compartía algunas de ellas.
Gaëlle Lecoupet captó la mirada sorprendida de Lucie y creyó conveniente justificarse.
– No hay que considerar que los defensores de la eugenesia son monstruos o nazis. Afirmar que la protección social, el alcohol, las drogas o el envejecimiento de la población van en contra de lo que la naturaleza ha creado e impiden el avance de nuestra sociedad no es una abominación. Es una manera como otra cualquiera de enfrentarnos a nuestras responsabilidades y al holocausto ecológico que estamos provocando.
Miró con ternura a los gatos, algunos de los cuales, recogidos en la calle, estaban en penosas condiciones y luego se volvió de nuevo hacia Lucie.
– Unos dos años antes de nuestro divorcio, Stéphane comenzó a tener citas secretas. Decía que iba a su club de bridge, pero una casualidad me permitió descubrir que mentía. Pensé que tenía una amante, así que comencé a vigilarlo y descubrí que no se veía con una mujer, sino con dos hombres. Unos individuos con los que se citaba varias veces al mes en las gradas del hipódromo de Vincennes, localidad donde vivíamos en aquella época. Mi marido no apostaba en las carreras, así que, ¿qué hacía allí con aquellos desconocidos?
– ¿Sabe quiénes eran esos hombres?
– No lo supe nunca. Ni nombre ni apellidos. Stéphane no dejó ningún rastro por escrito. Sin duda eran científicos, como él, o antropólogos.
– ¿Especialistas en civilizaciones? ¿Qué le hace pensar eso?
– Cuando vea el vídeo lo entenderá.
– ¿Podría describir físicamente a esos hombres?
Meneó la cabeza.
– No, fue hace demasiado tiempo, es un recuerdo muy borroso. Siempre me mantuve a distancia y, por consiguiente, nunca los vi con detalle. A grandes rasgos diría que uno era más bien castaño, de talla media, un físico banal, sin duda de la edad de mi marido, año más año menos. Y el otro… Ya no lo recuerdo. Rubio, quizá. Pero ¿qué le puedo decir sobre ellos? En veinticinco años la gente cambia mucho y la memoria se desvanece rápidamente. En cambio, puedo hablarle de Stéphane, eso sí. A menudo, cuando regresaba del hipódromo, o, más bien, del club de bridge, como decía, me parecía cambiado y cada día más misterioso. Muy a menudo se encerraba con llave en su despacho.
– ¿Nunca le habló de sus citas ni de su comportamiento?
– No. Quería comprender qué se traía entre manos. Esas citas tuvieron lugar a lo largo de un año. Stéphane estaba cada vez más paranoico y prohibía a todo el mundo entrar en su despacho, incluso en su presencia. Y cada vez que salía de él lo cerraba con llave. Yo no sabía dónde escondía la llave, pues él se preocupaba por esconderlo todo. No dejaba nada al azar.
Sus ojos se oscurecieron y sus pupilas se dilataron. Las puertas del pasado acababan de abrirse de par en par.
– A menudo, sin embargo, las cosas son más visibles cuando uno no quiere que se vean. Comprendí que Stéphane debía de ocultar algo importante, primordial, en su despacho. Y quise saber qué era. Una vez que él iba a estar todo el día fuera de casa, llamé a un cerrajero para que abriera la puerta discretamente. No hubo problema en abrirla, pero al fondo de la habitación había un gran armario metálico, también cerrado con llave, que Stéphane había comprado unos meses antes.
– Cuando se citaba con aquellos hombres…
– Más o menos, sí. Quería saber a toda costa qué guardaba allí, y le pedí al cerrajero que abriera el primero de los diez cajones. El problema es que la cerradura era difícil de abrir y aquel chapuzas, que se las daba de especialista, se cargó la cerradura. Sí, el cajón estaba abierto, pero supe que Stéphane descubriría de inmediato que había estado fisgando. Y no había manera de reparar los desperfectos. Me sentí fatal.
Con tristeza, señaló la cinta de vídeo con el mentón.
– En el cajón había una cinta de vídeo. Una de las que seguramente le habían entregado los hombres en el hipódromo.
– ¿Había varias cintas?
– En los otros cajones, seguro. Desgraciadamente, no pude verlas. Esta cinta es una copia que me apresuré a hacer, aquel mismo día, y que oculté antes de que regresara. La cinta original llevaba en una etiqueta la inscripción «Fénix n.º 1», cosa que demuestra que había más de una.
Al oír ese término curioso, Lucie se sintió arrastrada por un torbellino. Recordó el cuadro del pájaro de fuego, colgado en la pared de la biblioteca de Terney, a la izquierda de la placenta. El ave fénix… Supo que estaba a punto de poner el dedo sobre un asunto de enorme importancia, insospechado, pero era absolutamente incapaz de intuir su esencia.
La voz grave de Gaëlle Lecoupet la distrajo de sus pensamientos.
– Ahora, si me lo permite, vamos a verla. Hay que tener un corazón resistente.
Excitada por sus descubrimientos y las asociaciones de ideas que se producían en su mente, Lucie la miró.
– Tengo corazón de policía, así que por fuerza tiene que ser resistente.
La mujer pulsó el botón de «Play».