37

El sol había comenzado a ponerse a través del ramaje de los árboles cuando los vehículos de la policía invadieron la finca aislada de los Lambert. Furgoneta de la policía científica, fotógrafo de la escena del crimen, coches de servicio de los policías de la Judicial. Aquella tarde de jueves, con una temperatura aún estival, los hombres estaban muy nerviosos: la semana ya había empezado con horrores y la situación no parecía que fuera a mejorar, con aquellos nuevos cadáveres ante ellos y una casa que hacía pensar en las escenas más tétricas de Terror en Amityville.

Sharko estaba sentado apoyado contra un árbol, delante del edificio, y se sostenía la cabeza entre las manos. Las sombras caían sobre su rostro y se abatían sobre él como si quisieran devorarlo. En silencio, observaba el hormigueo de los diversos equipos, aquella especie de ballet morboso común a todos los escenarios de un crimen. Fuera cual fuese el lugar o la situación, la muerte podía cambiar de ropas pero no de rostro.

Tras el minucioso trabajo de la policía científica, el cadáver de Félix Lambert fue cubierto con una sábana y, más tarde, fue llevado junto al de su padre al Instituto de Medicina Legal. Según las primeras pistas recogidas tras la relajación de la rigidez cadavérica, la muerte de Bernard Lambert había tenido lugar hacía cuarenta y ocho horas, por lo menos. Dos días que el padre había pasado tendido sobre las baldosas del comedor, bañado en su propia sangre, con la tele a todo volumen y el agua que desbordaba del lavabo del baño del piso superior.

Dios mío… ¿Qué había pasado por la cabeza de Félix Lambert? ¿Qué demonios interiores habían podido empujarlo a cometer semejantes actos?

Con un suspiro, Sharko se levantó. Sentía que tenía fiebre, que estaba vacío, demolido por una jornada agotadora y una investigación sinuosa en la que no había nada sencillo. Arrastrando los pies, se reunió con Levallois y Bellanger, que discutían airadamente frente a la entrada. La tensión entre los dos compañeros de equipo era perceptible. A medida que pasaba el tiempo, la presión aumentaba sobre aquellos hombres cansados y con los nervios de punta. Había parejas de policías que estallaban y algunos, ya sin más fuerzas, acababan en una barra de bar para tratar de olvidar.

El jefe de grupo acabó con Levallois y llevó al comisario aparte, junto a una gran hortensia azul.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó.

– Cansado, pero mejor. Me he bebido un termo de café azucarado que habían traído los del equipo y eso me ha dado un poco de energía. Para ser sincero, últimamente no he comido mucho.

– Sobre todo es la falta de sueño. Tendrías que descansar.

Sharko señaló con el mentón hacia la zona rodeada de cintas en las que se leía «Policía Nacional». Era el lugar maldito donde unos minutos antes yacía el cadáver de Félix Lambert.

– El descanso vendrá más tarde. ¿Habéis podido avisar a sus allegados?

– Aún no. Sabemos que la hermana mayor de Félix Lambert vive en París.

– ¿Y la madre?

– Ni rastro, de momento. Acabamos de llegar y hay mucho que hacer.

Suspiró, visiblemente abatido. Sharko había estado en su lugar, no hacía mucho tiempo. La función de jefe de grupo de la criminal no era más que una fuente de problemas, un cargo en el que llovían collejas de arriba y de abajo.

– ¿Qué piensas de todo este follón?

Sharko levantó la vista hacia la ventana con el cristal roto de la planta superior.

– Vi la mirada del hijo antes de que saltara y vi en sus ojos algo que jamás había visto en los ojos de un ser humano: sufrimiento en estado puro. Se arrancaba la piel de las mejillas y se había meado encima, como un animal. Algo lo corroía en su interior hasta volverlo loco y desconectarlo de la realidad. Un trastorno que lo empujaba a cometer actos de una violencia desmesurada, incluido el de matar a los excursionistas y a su propio padre. Ignoro qué es, pero cada vez estoy más convencido de que lo que buscamos está dentro de él, en su organismo. Algo genético. Y Stéphane Terney sabía de qué se trataba.

Estaban rodeados de silencio. Nicolas Bellanger se frotaba el mentón, mirando al vacío.

– En ese caso, ya veremos qué nos dice la autopsia.

– ¿Cuándo se la harán?

El jefe no respondió de inmediato. Su mente debía de parecer un campo de batalla tras el combate.

– Hummm… Chénaix empieza a las ocho. Empezará por el padre y seguirá con el hijo. Menuda velada tiene por delante.

El joven policía se aclaró la voz, parecía molesto e incómodo. Sharko notó su inquietud y le preguntó:

– ¿Qué sucede?

– Es respecto al libro de Terney, La llave y el candado… Evidentemente, las huellas genéticas llamaron nuestra atención sobre Grégory Carnot, el último preso de la lista de Éva Louts. Por eso, Robillard llamó a la cárcel de Vivonne. Y adivina…

Sharko sintió que palidecía. Lo habían descubierto… Mientras permanecía en silencio, Bellanger prosiguió.

– Ha descubierto que no sólo los habías llamado, sino que fuiste allí para interrogar al preso durante tu día de fiesta. Ya conoces a Robillard, ha hurgado un poco y ha descubierto que allí fue también otra persona, el mismo día. Era la madre de las niñas secuestradas por Carnot, se llama -sacó un papel-… Lucie Henebelle… ¿La conoces?

A Sharko se le heló la sangre y, sin embargo, no titubeó.

– No. Fui allí para hablar con un psiquiatra sobre uno de los presos que figuraban en una lista, eso es todo.

– Y no nos dijiste nada. Lo que me jode es que hace mucho que sabes que a Carnot lo encontraron muerto en su celda. ¿Por qué no nos dijiste nada? ¿Por qué no le has contado a nadie esa historia del mundo al revés, de los ataques de violencia o de la intolerancia a la lactosa?

– Eran detalles. No creía que tuvieran relación con nuestro caso. Louts fue a verlo y le hizo las preguntas clásicas, como hizo en los otros centros penitenciarios.

– ¿Detalles? ¡Pues son esos detalles los que te han llevado hasta aquí! Has mentido, te lo has guardado todo para ti, como un egoísta, en detrimento de la investigación y de los colegas que trabajan contigo. Lo has convertido en un asunto personal.

– Es mentira. Intento atrapar a un asesino y comprender, como cualquiera de vosotros.

Bellanger meneó la cabeza enérgicamente.

– Ya te has pasado de rosca varias veces, demasiadas veces. Has entrado en una propiedad privada sin informar a los colegas y sin autorización. Son vicios de procedimiento que pueden enviar a la mierda todo nuestro trabajo. Y el colmo es que entras cometiendo una infracción y nos encontramos con dos cadáveres en los morros. Y ahora habrá que justificar todo eso.

– Yo…

– Déjame acabar. Por tu culpa, a Levallois le caerá una buena bronca y probablemente una sanción. Yo me voy a encontrar con tres toneladas de follones. En la Sección de Investigación de Versalles están que muerden, y se van a presentar aquí para tratar de comprender cómo coño hemos llegado hasta aquí. ¿Cómo se te ha ocurrido saltártelos?

Iba y venía, muy nervioso.

– Y para rematarlo, sólo nos faltaba Manien.

Sharko se enfureció. Sólo oír el nombre de aquel rastrero le daba ganas de vomitar.

– ¿Qué ha dicho?

– Me ha restregado por la cara tu comportamiento en la escena del crimen de Frédéric Hurault. Tu negligencia, tu pasotismo… Ha repetido varias veces que le hiciste putadas en su escena del crimen porque no os caéis bien.

– Manien es gilipollas. Quiere aprovechar la situación para que me caiga un paquete.

– Ya lo ha hecho.

Miró fijamente a Sharko.

– ¿Comprendes que no puedo hacer la vista gorda?

El comisario apretó las mandíbulas y se dirigió a la casa.

– Ya hablaremos luego. Ahora tenemos trabajo.

Sintió una presión en el hombro que lo obligó a darse la vuelta.

– Me parece que no lo entiendes -dijo Bellanger alzando la voz.

Sharko se soltó.

– Sí, lo entiendo perfectamente, pero, por favor, déjame trabajar en el caso unos días más. Tengo el presentimiento de que puedo resolverlo. Déjame asistir a la autopsia e investigar las nuevas pistas de que disponemos. Necesito llegar hasta el final. Luego te prometo que haré lo que quieras.

El joven jefe meneó la cabeza.

– Si fuera entre tú y yo, si hubiera sido necesario, habría podido retrasar las cosas, pero…

– Es cosa de Manien, ¿verdad?

Nicolas Bellanger asintió.

– Ya está al corriente del follón de aquí y de lo de Vivonne y ha puesto sobre aviso a quien hacía falta en el 36, no tengo otra elección.

El comisario apretó los puños mientras observaba a Marc Leblond, la mano derecha de Manien, que hablaba por teléfono a lo lejos y lo miraba.

– Sus espías se han ido de la lengua…

– Supongo. Me veo obligado a tomar las medidas habituales en estos casos para blindarme y proteger al equipo. No quiero que nos jodan a todos por tu culpa, y menos que a nadie a Levallois.

Sharko miró con tristeza al chaval que iba de un lado a otro con los brazos cruzados y cabizbajo. Debía de preocuparse por su futuro, sus ambiciones que podían irse a pique en un abrir y cerrar de ojos.

– Que a él no lo toquen. Es un buen policía.

– Lo sé… Pero no lo tienes todo perdido. Tendrán que decidir sobre tu caso y a buen seguro tendrán en cuenta tu hoja de servicios, los casos que has resuelto. Sabemos lo mucho que has hecho por la policía judicial a lo largo de todos estos años.

Sharko se encogió de hombros con una risa nerviosa.

– Me he pasado estos últimos cinco años entre mi despacho y un hospital psiquiátrico en el que me trataban por una mierda de esquizofrenia. Cada lunes, cada viernes, cada semana, tenía que estar ante un psiquiatra que trataba de comprender qué era lo que no funcionaba en mi cabeza. Si hoy estoy aquí es gracias al apoyo de un hombre excelente que ya no forma parte de los efectivos. Nadie me apoyará. Estoy jodido para siempre.

Bellanger le tendió la mano abierta. Con un suspiro, el comisario sacó su identificación de policía y su arma de servicio y se las puso en la palma de la mano. Ese gesto le destrozó el corazón. Miró a su jefe sin poder ocultar su tristeza.

– Este oficio era lo único que me quedaba. Podrás decir que hoy has enterrado a un hombre.

Y tras estas palabras se alejó por el jardín sin volver la vista atrás.

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