Sharko creyó que estaba soñando.
Ella estaba allí, allí mismo, en su cocina.
Lucie Henebelle.
El policía permaneció un instante petrificado en el umbral de la puerta de entrada. El sofá, la mesa del salón, el televisor y los muebles auxiliares habían cambiado de lugar. Una gran planta señoreaba sobre un velador, en un rincón, y reinaba un agradable olor a limón. Sharko avanzó despacio hacia la cocina, estupefacto. Lucie le sonrió brevemente.
– ¿Te gusta? He pensado que te convenía un cambio. Y, además, necesitaba entretenerme mientras te esperaba. Los nervios, ya sabes… He comprado la planta aquí al lado. Sé que te gustan verdes y de tamaño mediano.
En lugar de andar parecía que flotara y estaba poniendo la mesa. Sacó los platos y cubiertos de los armarios como si siempre hubiera vivido entre aquellas paredes.
– Y también he pensado que tendrías hambre al volver a casa.
Abrió el frigorífico y sacó una vistosa bandeja de comida y dos cervezas.
– No sabía a qué hora volverías exactamente, así que he encargado comida japonesa. Será algo distinto a la pasta que se amontona en tus armarios. Parece el almacén del Ejército de Salvación. Venga, vamos a comer ahora mismo y nos pondremos a trabajar.
Sharko la miró con una ternura que le era imposible disimular. Le hubiera gustado utilizar un tono más firme, pero no tuvo fuerzas.
– ¿Ponernos a trabajar? Pero… Lucie… ¿Qué haces aquí? Creía que habías vuelto a tu casa…
Se dirigió hacia la ventana y echó un vistazo a la calle. Lucie percibió la inquietud en su mirada.
– Te he mentido -dijo-, no quería que me impidieras hacer lo que tenía que hacer. Vamos, siéntate.
El policía se quedó allí plantado, de espaldas a la ventana, con los brazos colgando y la cabeza llena de ideas contradictorias. Finalmente, se quitó la americana y su pistolera vacía, que colgó del perchero. A Lucie no se le escapó aquel detalle.
– ¿Y tu arma?
La miró fijamente, con los labios apretados.
– ¿Te han… retirado del caso?
Comprendió de inmediato y lo abrazó.
– Mierda, no es posible… Es culpa mía.
Con un suspiro, Sharko le acarició la espalda. Se sentía muy bien, abrazado a ella, y hubiera deseado que pudieran relacionarse de otra forma que no fuera a través de las tinieblas.
– No es culpa tuya. He hecho muchas gilipolleces, últimamente.
– Sí, pero saben lo de Vivonne, ¿verdad?
Sharko cerró los ojos.
– No saben nada del viaje de Louts a Montmaison, ni del robo del cromañón perpetrado por Terney.
– En ese caso, ¿qué te preocupa?
Sharko se apartó un poco y se frotó las sienes.
– Mi antiguo jefe, Bertrand Manien, va a por mí desde que empezó el caso y hace cuanto puede para joderme. Nuestro encuentro en Vivonne ha debido sorprenderlo, pero es un mal bicho y no cejará en su empeño hasta averiguar lo nuestro de hace un año. Descubrirá que los antecedentes del asesino de Carnot me concernían directamente y descubrirá nuestra historia y la de tus gemelas.
El corazón de Lucie latía aceleradamente, por diversos motivos.
– Comprendo tu embarazo. Es una cuestión personal y no quieres que se sepa allí. Pero, a fin de cuentas, ¿tan importante es si lo averiguan?
El policía cogió una silla, se hundió en ella y abrió su cerveza. Su americana y su camisa estaban hechas un guiñapo tras aquella larga jornada.
– Hemos… Hoy han encontrado dos cadáveres más.
Lucie abrió unos ojos como platos.
– ¿Dos cadáveres? Explícame qué ha sucedido.
El comisario resopló para liberarse del estrés de aquellas últimas horas, mientras Lucie desempaquetaba los sushis y los botecitos de salsa.
– Han sucedido tantas cosas… Para resumirlo, todo tiene que ver con el libro de Terney, La llave y el candado. Sus páginas ocultan siete huellas genéticas. Fue Daniel, el joven autista presente en la escena del crimen, quien nos puso sobre la pista. Dos de esas huellas figuran en el FNAEG. La primera es la del asesino de… de Clara.
Esperaba que en los ojos de Lucie brillara la sorpresa, pero seguía serena, bebiendo a su vez un trago de cerveza.
– ¿Y la segunda?
Sharko le explicó el proceso que lo había llevado hasta Félix Lambert. La conversación con el gendarme Claude Lignac, la ronda de los parvularios, aquella historia de la intolerancia a la lactosa… Lucie vio que le hablaba con franqueza, sin alzar ninguna barrera, sin retener información. Tenía la impresión de que cuanto más se hundían en las tinieblas más recuperaba al hombre que había conocido un año atrás. Sólo se había resquebrajado su caparazón, pero en el fondo era aún el mismo. Le habló de aquella horrible impresión, del sufrimiento que había visto en los ojos del joven Lambert, de aquella horrible sensación de que una enfermedad lo devoraba por dentro. La misma sensación que había tenido el psiquiatra de Grégory Carnot antes de que éste se suicidara en su celda. Aunque no había visto dibujos al revés en casa de Lambert, Sharko estaba seguro de que ambos sufrían la misma enfermedad incomprensible.
Tras escucharlo atentamente, Lucie fue en busca del sobre marrón que contenía las fotos de la escena del crimen de Stéphane Terney, una cinta de vídeo y un DVD. Sacó la foto en la que se veían los cuadros del fénix, la placenta y la momia de cromañón colgados en la biblioteca del médico asesinado y se la tendió a Sharko.
– Ahora yo. También he avanzado por mi cuenta.
El comisario se llevó un sushi a la boca con los palillos y pareció recobrar algo que parecía una sonrisa. Era la primera vez que Lucie lo veía estirar las comisuras de los labios.
– ¿Cómo puede ser que ni siquiera me sorprenda? -preguntó él-. Eres increíble.
– Sobre todo soy una madre dispuesta a cualquier cosa por descubrir la verdad.
Él miró la foto mientras Lucie se comía un sushi.
– ¿Por qué me enseñas esos cuadros? ¿Esa placenta inmunda?
– ¿Quieres saber cómo obtuvo Terney la huella genética de Grégory Carnot? Se las arregló para traerlo al mundo, hace veintitrés años. Luego le tomó un montón de muestras de sangre que analizó y de las que obtuvo un perfil de ADN. Así de sencillo.
Entonces, entre dos bocados, le relató sus descubrimientos desde aquella mañana. Reims, lugar de nacimiento de Carnot y donde había ejercido Terney. Su visita a la maternidad de la Colombe y su conversación con la enfermera que la había convencido de que Terney lo había dispuesto todo para seguir el embarazo de la madre, Amanda Potier. La placenta hipervascularizada, el brillo en los ojos del obstetra en el momento del nacimiento… Y, finalmente, su visita a la casa de la primera esposa del médico, que le había hablado del extraño comportamiento de su ex marido y le había dado aquella curiosa cinta de vídeo.
Sharko manipuló la caja de plástico, con una mirada sombría.
– Se hallaron cintas de vídeo quemadas en la chimenea de Terney. Las guardaba ocultas bajo el suelo de madera. El asesino fue a buscarlas, ése fue el motivo de las torturas. Desgraciadamente, no se pudo recuperar nada.
– No hay duda de que se trataba de las cintas originales. Ésta es una copia.
– ¿Qué contiene?
– Tal vez la clave de este caso. En la cinta original había una etiqueta, me explicó su ex mujer. En ella estaba escrito «Fénix n.º 1».
Sharko deslizó el índice sobre la foto.
– Fénix… El ave que renace de sus cenizas…
– Exacto. He investigado un poco. El fénix posee longevidad y no muere jamás. Simboliza los ciclos de la muerte y la resurrección. Cuenta la leyenda que al no tener hembra, cuando veía que le llegaba la hora de la muerte, aseguraba su descendencia incendiando su propio nido. Sucumbía así a las llamas y de las cenizas nacía un nuevo fénix. Me recuerda, de una forma retorcida, a Amanda Potier y Grégory Carnot. Ella muere pero el niño nace de sus entrañas tras destruir el nido…
Sharko valoró la importancia de los hallazgos de Lucie. Había explorado una pista paralela, improbable, empujada tal vez por su instinto maternal. Ellos se habían quedado en la estela de los crímenes, en el aura que desprendía cada escena del crimen, y habían explorado al máximo las pistas materiales. Habían recorrido el espacio, y Lucie, el tiempo.
– Parece que cada cuadro colgado en la biblioteca tiene un significado -dijo Sharko-. Primero el proyecto Fénix… Luego la placenta de Amanda Potier… Queda por saber lo que significa la foto de la momia de cromañón. Tal vez tenga un significado oculto, una razón de ser… Esos tres cuadros… Es como si Terney expusiera sus secretos pero sin que nadie pudiera comprenderlo.
Lucie cogió el DVD.
– Mira esto.
Fue al salón e introdujo el disco en el ordenador.
– Antes de ponerlo en marcha, debo decirte que pasa en la Amazonia.
– La Amazonia. El viaje de Éva Louts… ¿No irás a decirme que también tienes respuesta a la presencia de la estudiante en Brasil?
– No del todo. Pero estamos cerca. Dura sólo diez minutos. Agárrate.
Sharko se sumergió en el universo malsano de la cinta de vídeo. Él también retrocedió en su asiento cuando aquellos ojos que rezumaban enfermedad y fiebre se abrieron como platos. Tantas puñaladas que se sumaban a las tinieblas una y otra vez…
Acabado el documental, el comisario se puso en pie suspirando, fue a sentarse a la cocina y cogió en silencio la cinta de vídeo. La manipulaba sin verla y sus ojos parecían perdidos en la nada. Lucie se acercó a él.
– ¿En qué estás pensando?
Estaba desconcertado.
– No estamos seguros de nada, Lucie. Aparte de la Amazonia, nada vincula a Éva con esos indígenas. La película se rodó hace mucho tiempo. En 1966… ¿Te das cuenta? No hay ninguna relación aparente.
En un silencio perturbador, comió un sushi tras otro sin ni siquiera degustarlos. Lucie veía que estaba muy perturbado y, nerviosa, se situó en su campo de visión.
– ¡Claro que estamos seguros! Menuda casualidad sería que los dos elementos no estuvieran relacionados. Tenemos cuanto necesitamos para proseguir la investigación, pero nos falta lo esencial: el nombre de esa tribu.
– ¿Y qué ganarías con eso?
– Comprender por qué Louts quería regresar allí, provista de nombres y fotos tras su visita a las cárceles. Y más cosas aún.
Sharko vio en sus iris helados un brillo que lo asustó. Veía que era capaz de plantarlo todo y marcharse al corazón de aquella maldita selva. Trató de recuperar el control de la conversación; el terreno era demasiado resbaladizo y peligroso.
– Olvidemos de momento la cinta de vídeo. Y rebobinemos todo hasta el principio, tranquilamente.
Cogió papel y lápiz, aguijoneado por las increíbles revelaciones de Lucie y habiendo casi olvidado que acababan de cesarlo hacía una hora. El caso seguía arrollándolo y devorándolo sin que fuera capaz de luchar.
– Ordenémoslo todo. ¿De qué disponemos exactamente? Necesitamos un nudo central, alrededor del cual gira toda la investigación.
– Terney, evidentemente.
– Terney, exacto. Centrémonos en él… Tratemos de reconstruir su historia para ver las cosas más claras, para hallar las concordancias entre tus pistas y las mías. A la fuerza tiene que haber elementos que se complementen y nos iluminen. Tú lo has investigado a él y a su pasado, así que, ataca.
Lucie iba y venía de un lado a otro, excitada, y Sharko tomó notas cuando ella comenzó a hablar.
– Me da la sensación de que nuestra historia comienza en 1984. Fue el año en que Terney se citó con esos hombres en el hipódromo. Uno de esos individuos misteriosos, o los dos, es seguramente el autor del vídeo. Sin lugar a dudas, son los hombres a los que hay que localizar, de una edad más o menos equivalente a la de Terney, puesto que ya existían en 1966. Uno de ellos o, de nuevo, los dos, es NUESTRO hombre.
– Tranquilízate, ¿vale? Evita sacar conclusiones apresuradas y continúa, por favor.
– Muy bien. De 1984 a 1985… Tienen lugar numerosas reuniones entre los tres hombres. Terney se encierra en sí mismo, incurre en secretismos y se vuelve misterioso. Luego, los dos hombres le entregan varias cintas de vídeo a Terney… «Fénix n.º 1». Primera de una serie…
– ¿Por qué le entregarían esas cintas?
– ¿Para mostrarle sus descubrimientos? ¿Para ponerlo al corriente de la existencia de un… de un programa de investigación? ¿De un proyecto monstruoso en el que podría participar? «Fénix n.º 1» sería una especie de… introducción. El nacimiento de algo.
– ¿Y cómo se conocieron los tres hombres?
Lucie respondía de inmediato.
– Terney era un científico famoso. Los otros dos fueron a verle.
– Me parece plausible. Sigue…
– En 1986, divorcio, Terney se marcha a Reims. Inmediatamente se pone en contacto con una mujer embarazada, Amanda Potier. Se convierte en su ginecólogo. En enero de 1987, trae a Grégory Carnot al mundo y la madre fallece en el parto. Placenta muy vascularizada, que desmiente la preeclampsia diagnosticada. Terney obtiene sangre del bebé. En la sangre está el ADN. ¿Qué oculta el ADN? ¿El fénix?
– Un momento, un momento, por favor… Sigue…
– En 1990. Regreso de Terney a París. Clínica de Neuilly. No dispongo de gran cosa sobre eso.
– Se ocupan de ello en el 36. Investigan a sus colegas y amigos. Desgraciadamente, no dispondremos de esa información.
– De momento no importa. Prosigamos.
Sharko asintió.
– De acuerdo. Llegamos a mi parte. En 2006, publicación de La llave y el candado, con la ayuda de un joven autista al que, dicho sea de paso, no cita para nada en el libro. Terney oculta en él siete perfiles genéticos. Carnot, Lambert… Y otros cinco que, según puede deducirse, deben presentar las mismas características morfológicas y genéticas.
Permaneció en silencio unos segundos y añadió:
– Seguramente siete individuos zurdos, altos, corpulentos y jóvenes. Intolerantes a la lactosa. Abocados a una violencia extrema en sus vidas de jóvenes. Aunque Terney no los trajera al mundo a todos, sin duda tuvo que acceder a ellos cuando eran pequeños. ¿Cómo crees que siete individuos pudieran presentar características tan parecidas?
– ¿Manipulaciones genéticas? ¿Siete madres a las que se habría aplicado un tratamiento en secreto durante su embarazo? Terney se relacionaba con Amanda Potier. Él era su médico y ella estaba sola y desengañada y perfectamente pudo administrarle cuanto quisiera. ¿Por qué no habría actuado de igual manera con las otras madres? Él u otro médico… Gente con la que estaba en contacto a través de sus conferencias sobre la preeclampsia. ¿Y por qué no unos eugenésicos? No olvidemos que Terney proclamaba sus teorías a los cuatro vientos. Tal vez esos tipos formen una secta.
Sharko asintió con convicción.
– Aparte de tu idea de la secta, lo demás parece sólido.
– Sí, al hacer balance de nuestras investigaciones cruzadas te das cuenta de que todo concuerda. Quizá Terney no trajo al mundo a todos esos bebés pero, en cualquier caso, estuvo en contacto con las madres. Él o los otros dos tipos tan locos como él.
Sharko encadenó su pregunta.
– ¿Algo más?
– Sí, e importante. A principios de 2010, robo del cromañón y de su genoma en Lyon.
El comisario cogió la foto de los tres cuadros. Se concentró en el de la ampliación del hombre prehistórico, tendido sobre una mesa.
– Es verdad. ¿Cuál es el verdadero motivo de ese robo? Aún no hemos reflexionado sobre esa cuestión.
– Sobre todo no hemos tenido tiempo de hacerlo y de cruzar nuestros descubrimientos paralelos. Quizá sea el momento, ya que parece que estamos inspirados.
Sacó las fotos que tomó en el centro de genómica de Lyon y las extendió sobre la mesa.
– Aquí está la escena de un crimen que tuvo lugar hace treinta mil años. Un cromañón zurdo, probablemente de una edad de entre veinte y treinta años, que masacró a tres neandertales con un arpón. Terney robó el cromañón y luego lo fotografió y enmarcó la foto.
Sharko observó con atención las fotos una por una.
– Me pregunto dónde estará la momia.
– ¿Esta escena del crimen prehistórica no te recuerda nada? -preguntó Lucie.
– Es lo mismo de hoy con Lambert.
– O lo que pasó entre Carnot y Clara hace un año.
Sharko hizo una pausa, en plena reflexión, y finalmente dijo:
– La misma furia inexplicable. Un puro estallido de violencia.
Lucie asintió.
– Lo que es seguro es que Terney no estuvo presente en la época prehistórica. No trajo al mundo al cromañón.
Intercambiaron una breve sonrisa, para relajar el ambiente, y Lucie prosiguió.
– Remontémonos en el tiempo e interesémonos en los siete perfiles del libro. Por una razón que aún ignoramos, Terney siguió en los años ochenta a un grupo de niños con ciertas características genéticas comunes, entre las cuales figura la intolerancia a la lactosa. Unos niños que, a priori, estaban predestinados a la violencia y comienzan a asesinar cuando llegan a adultos. En esa época, Terney se interesó en su sangre y en su ADN, como si buscara algo en particular.
Sharko se comió un sushi de salmón.
– ¿El mítico gen de la violencia?
– Ya hemos hablado de ello, no existe.
– Hoy lo sabemos, pero ¿no podía creer en ello en los años ochenta? ¿Y acaso no nos enfrentamos a un estallido de violencia casi espontáneo e incomprensible en esos individuos? Podemos preguntárnoslo.
Sorprendida, Lucie lo miró fijamente unos segundos y prosiguió.
– A decir verdad, no lo sé. Pero… déjame llevar más lejos tu razonamiento. Imagínate que el reciente descubrimiento de la gruta, de ese crimen prehistórico, llega a oídos del médico. De inmediato ata cabos. ¿Y si lo que buscaba en esos siete niños, o lo que había constatado, o lo que había provocado artificialmente con medicación en las madres embarazadas, estuviera presente de forma natural en ese cromañón, hace más de treinta mil años? Quizá a las órdenes de los tipos del hipódromo o actuando por su cuenta, el médico se puso en contacto con un biólogo del centro de genómica de Lyon, dejó que los científicos descifraran el genoma y robó los datos en el momento oportuno, sin dejar rastro.
Lucie alzó el índice. Sus ojos centelleaban.
– Imagínate en ese caso la importancia que tiene para Terney ese genoma. Al igual que dispone del perfil genético de los siete niños, tiene a su alcance el conjunto de la molécula de ADN descifrada de un antepasado de hace miles de años, un antepasado que masacró a una familia entera y que cuadra perfectamente con lo que parece estudiar Terney.
– Otro de sus «niños», en cierta medida.
– Exacto. Para él es un descubrimiento fundamental, monstruoso. Tal vez el descubrimiento de su vida.
– ¿Adónde quieres ir a parar?
Ella observó la foto enmarcada del cromañón.
– El ginecólogo era un tipo extremadamente prudente, meticuloso, casi paranoico. Siempre protegió sus descubrimientos y dejó indicios, como si se burlara del mundo: los códigos genéticos en su libro, el cuadro del fénix, el de la placenta, las cintas de vídeo que guardaba bajo llave en un armario metálico, en un despacho también cerrado a cal y canto.
– Y que luego ocultó bajo las tablas de un suelo de madera prácticamente nuevo.
– Exacto. Así pues, ¿no crees que debió de conservar la información acerca del genoma del cromañón en algún lugar? ¿Que la debió de proteger, como todo lo demás?
– Por eso su asesino robó todo el material informático.
Lucie meneó la cabeza.
– No, no. Terney no se habría contentado con una simple copia de seguridad informática, es demasiado evidente y fácil de robar. Todos tenemos miedo de que los piratas informáticos roben nuestros datos, no hay nada seguro, ni siquiera con todas las precauciones del mundo. Y los ordenadores se estropean, sus discos duros se mueren sin razón. Era más listo y también extravagante.
– Estás pensando en el tercer cuadro, ¿verdad? La foto del cromañón.
– En efecto. Pero… ¿Cómo hay que entenderlo? Todo esto sigue una lógica implacable.
Tras reflexionar, Sharko se incorporó súbitamente chasqueando los dedos.
– ¡Dios mío, claro! ¡La llave y el candado!
Lucie frunció el ceño.
– ¿Qué quieres decir con la llave y el candado?
– Creo que ya lo tengo. ¿Estás lista para dar una vuelta por París?
Sharko rompió los sellos de la puerta de entrada del domicilio de Terney sin dificultad. Lucie lo esperaba apartada de la calle y vigilaba que nadie los sorprendiera. Rápidamente, subió al primer piso, en dirección a la biblioteca. Con sus manos enguantadas, descolgó el cuadro, cogió la foto del cromañón y la enrolló. Dos minutos después estaba fuera…
En dirección al distrito XIV.
En esa ocasión, Daniel Mullier vestía un chándal, pero prácticamente no se había movido desde la última vez. La misma caja de bolígrafos, el mismo ordenador encendido y el mismo volumen 342. Sharko había prevenido a Lucie de que se preparara para la conmoción que le provocaría aquella extraña habitación, en la que la vida de un hombre se resumía en kilómetros de papel. Desde el umbral, observaba en silencio a su alrededor, mientras el director Vincent Audebert se aproximaba solo a Daniel. Sharko permanecía alejado, en silencio.
Audebert entró en el campo de visión del joven autista, le dijo algunas palabras para atraer su atención y, acto seguido, extendió frente a él la foto del cromañón y unas hojas en blanco. Daniel interrumpió su insensata tarea. Con gesto torpe cogió la foto ampliada y la miró con atención. Lentamente, como si al fin y al cabo todo aquello obedeciera a una lógica inquebrantable, cogió un papel sin levantar la mirada, cambió de bolígrafo para coger uno rojo y, espontáneamente, comenzó a escribir una serie de letras. Audebert se alejó con discreción, caminando hacia atrás y frotándose el mentón con una mano.
– No me lo puedo creer, funciona. La foto es un estimulador. Stéphane Terney utilizó a Daniel como…
– Una memoria viva… -completó Sharko-. Un autista anónimo, perdido en un centro especializado. La llave que abre el candado.
Lucie y ellos lo observaron trabajar, en silencio. La punta del Bic rojo se deslizaba sobre el papel, sobre el que se inclinaba Daniel, muy aplicado, y escribía a un ritmo desenfrenado. Al cabo de una media hora, el joven autista apartó las hojas y la foto a un lado y, sin transición, volvió a dedicarse a su tarea inicial.
El director del centro cogió las hojas y se las tendió a Sharko.
– Una secuencia de ADN -susurró- escrita a partir de esta foto de una momia muy bien conservada. ¿Significa eso que tiene ante sus ojos el código genético de este antepasado prehistórico?
– Eso parece -replicó Sharko-. ¿Le dice algo esta secuencia?
– ¿Cómo quiere que me diga algo? Ahí no hay más que una sucesión de letras que no se parece a una huella genética, esta vez. No soy lo bastante entendido como para saber de qué se trata. Tendrá que dirigirse a un genetista.
Lucie observó los papeles con atención.
– Tal vez esto sea el famoso código oculto del ADN. La llave de toda nuestra historia.
Los dos ex policías le dieron las gracias al director, que los acompañó hasta la salida.
– Hasta luego, Daniel -murmuró Lucie, que se había quedado sola un instante con el joven autista.
Daniel, sin embargo, no la oyó, encerrado en su burbuja. Lucie salió y cerró la puerta con suavidad.
Una vez solo en el aparcamiento, Sharko miró las secuencias, inquieto.
– No nos precipitemos, Lucie. Disponemos de estos datos, pero… ¿qué haremos con ellos? Ya no tenemos acceso a ningún elemento del caso.
– ¿Porque te han destituido? ¿Y qué? Bueno… ya sé que es grave, no es lo que pretendía decir, pero… eso no nos va a impedir avanzar. Podemos continuar sin ellos. Disponemos de esta secuencia de ADN y del vídeo filmado en la Amazonia, y mañana mismo a primera hora podemos ponerlo en manos de especialistas. Un genetista para la secuencia y un antropólogo para la cinta de vídeo.
– Sí, Lucie, pero…
– No seas derrotista, tenemos otras cosas que hacer. Félix Lambert y su padre han muerto, pero tienen familia. Hay que interrogar a la madre acerca del embarazo, de su estancia en la maternidad. Hay que ver si se la sometió a un tratamiento farmacológico o si hubo algo sospechoso en su embarazo. Si logramos conectarlo con Terney, será un gran paso. ¿Habrá manera de llegar hasta los hombres del hipódromo? Tenemos que ponernos manos a la obra y ya nos las apañaremos.
Lucie miró muy seria las tres páginas misteriosas.
– Necesito comprender qué hay detrás de Fénix. Llegaré tan lejos como pueda, contigo o sin ti.
– ¿Llegarás al extremo de adentrarte en la selva y arriesgar la vida? ¿Sólo por unas respuestas?
– No sólo por unas simples respuestas. Para hacer el duelo de la muerte de mi hija.
El comisario suspiró profundamente.
– Volvamos a casa. Te acabarás los sushis y recuperarás fuerzas. Las vas a necesitar.
Lucie lo recompensó con una amplia sonrisa.
– Así, ¿estás de acuerdo? ¿Te lanzas conmigo?
– No deberías sonreír, Lucie. No hay nada divertido en lo que podemos llegar a hacer o a descubrir. Hay gente que muere.
Miró su reloj.
– Vamos al apartamento a descansar un poco. A las diez en punto nos pondremos de nuevo en marcha.
– ¿A las diez? ¿Para ir adónde?
– Al Instituto de Medicina Legal, en busca de respuestas.