El barrio de París que daba sobre el Quai de la Râpée dormía apaciblemente. Unos pequeños brillos amarillentos se balanceaban en las cabinas de las barcazas. Sobre el agua bailaban reflejos anaranjados, desaparecían y aparecían de nuevo más lejos, en una perpetua fuga. A pesar de la calma aparente, un estruendo de chatarra y neumáticos perturbaba regularmente la tranquilidad del lugar: los pocos viajeros de la línea 5 del metro se dejaban conducir a sus domicilios o partían en busca del París nocturno.
22:30. Jacques Levallois, Nicolas Bellanger y un gendarme de uniforme acababan de salir del IML. A unos cincuenta metros de distancia, al abrigo del habitáculo del Peugeot 206, Sharko y Lucie podían ver perfectamente los puntos rojos de los cigarrillos que flotaban en el aire como luciérnagas.
– Están con un gendarme de la Sección de Investigación -murmuró Sharko-. Eran ellos quienes investigaban el asesinato de Fontainebleau, y nos entrometimos en su caso. Se ha debido de armar un buen follón.
A la luz de las farolas, los tres hombres conversaban, bostezaban, iban y venían, aparentemente muy nerviosos. Al cabo de cinco minutos, subieron a sus respectivos vehículos y se marcharon. Los dos ex policías se agacharon cuando los coches pasaron al lado del suyo. Se miraron con complicidad, como dos adolescentes escondidos para que no los pillaran.
– Hay que ver las cosas que me obligas a hacer -resopló el veterano policía-. Contigo es como si viviera una segunda juventud.
Lucie manipulaba su teléfono móvil, inquieta. Una hora antes había llamado a Lille, pero Juliette ya dormía y su madre le había contestado con cajas destempladas, furiosa por su larga ausencia.
Esperaron aún un poco, salieron del coche y avanzaron por la calle oscura. Sharko llevaba una bolsa en bandolera en la que ocultaba las tres páginas escritas por Daniel con tinta roja. El Instituto se erguía ante ellos, como una Moby Dick que engullía todos los cadáveres a diez kilómetros a la redonda. La puerta central se abría como unas fauces dispuestas a devorarlo a uno y arrastrarlo a un estómago lleno de fiambres de todo tipo: accidentados, suicidas, asesinados. Lucie detuvo de repente sus pasos. Con los puños pegados a las caderas, se había quedado inmóvil frente al austero edificio. El comisario volvió junto a ella.
– ¿Estás segura de poder hacerlo? Hace rato que no has dicho palabra. Si aún te resulta doloroso entrar en un IML, dímelo.
Lucie inspiró profundamente. Era sin duda allí y en aquel momento cuando debía alejar de su cabeza las viejas imágenes y superar su sufrimiento de madre. Se puso de nuevo a andar.
– Adelante.
– Quédate a mi lado. Y no digas nada.
Nada más cruzar el umbral, la temperatura descendió. Los gruesos muros de ladrillo rojo no dejaban que nada se filtrara, y menos aún alguna esperanza. Sharko se sintió aliviado al reconocer al vigilante nocturno con el que últimamente se había cruzado a menudo. Así no se vería obligado a utilizar aquel ridículo carnet de policía que Lucie le había fabricado en unos minutos.
– Buenas noches -dijo con voz neutra-. La doble autopsia… ¿sabe en qué sala es?
El hombre echó un vistazo a Lucie y asintió sin hacer preguntas.
– La 2.
– Gracias.
Uno al lado del otro, los dos ex policías se hundieron en los túneles de sombra tenuemente iluminados. El edificio era inmenso y el trayecto interminable. Las suelas chirriaban y un olor a carne echada a perder flotaba entre nubes de amoniaco. Caminar por un IML en plena noche era profundamente dramático. Cuando Lucie distinguió el pequeño recuadro de luz, a través de la ventana de la compuerta, se sintió súbitamente transportada un año atrás, arrastrada por un gigantesco torbellino negro. Aquel pálpito amarillo le recordó repentinamente la habitación que había visto de noche, en la primera planta de la casa de Carnot, cuando llegó allí con las fuerzas de la policía. Lucie, con todo detalle, se vio avanzar por la vivienda y seguir a los hombres que derribaron la puerta entre gritos. Recordaba el olor a azufre en las habitaciones, como el de las cerillas al encenderlas. Vio a Grégory Carnot inmovilizado en el suelo por los policías mientras ella corría por las escaleras, sin aliento y entre los gritos. Ella…
De repente, oyó resonar una voz dentro de su oreja. Y sintió unas bofetadas en las mejillas.
– ¡Eh, Lucie, Lucie! ¡Contrólate!
Lucie sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que estaba apoyada contra la pared y se sostenía la frente con las manos.
– Dis… discúlpame… Acaba… acaba de pasarme algo muy extraño en la cabeza. Me he visto entrando en casa de Carnot y yendo en busca de Juliette.
Sharko la miraba en silencio, incitándola a seguir hablando.
– Lo más raro es que no tengo ningún recuerdo de haber entrado en la casa.
– ¿Qué pasó exactamente aquella noche?
Sus ojos se enturbiaron.
– Los hombres entraron en casa de Carnot y yo llegué un poco después con un segundo equipo. Me dijeron que me quedara abajo y me impidieron entrar. Fueron los segundos más largos de mi vida. Luego uno de los policías apareció en el umbral con Juliette en brazos. La dejó en el suelo y ella se abalanzó sobre mí llorando.
Lucie se llevó las manos a las sienes, con los ojos entornados.
– Es muy curioso. Tengo… Tengo la sensación de haber vivido dos realidades diferentes. Fue muy traumático.
Sharko la cogió delicadamente de la muñeca.
– Ven. Te acompañaré al coche.
Ella se resistió.
– No, ya estoy bien. Deja que vaya contigo.
– ¿Por qué te torturas de esta manera? Estás muy pálida. Iré yo solo y luego te lo explicaré.
– No, no, por favor.
Resignado ante tal determinación, Sharko le soltó la muñeca. Sabía que seguiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta el límite del sufrimiento e incluso hasta el fin del mundo para tocar con su dedo la verdad. La adelantó y entró el primero en la sala.
Paul Chénaix se hallaba entre dos mesas de disección y limpiaba el suelo con una manguera. Otro forense al que el comisario ya había visto dos o tres veces pegaba etiquetas en los tubos y las cajas de las muestras. Indiferente, los saludó con una inclinación del mentón y un «buenas noches» fatigado. Después de más de tres horas de autopsia, por lo menos, ambos médicos debían de estar extenuados.
Chénaix interrumpió la limpieza, sorprendido, e incluso miró su reloj.
– ¿Franck? Tu jefe me ha dicho que esta noche no estabas disponible. -Dirigió una mirada a Lucie-. Hay sitios más románticos para ir de visita. No parece sentirse bien, señorita.
Febrilmente, Lucie avanzó y le tendió la mano.
– Me encuentro bien, Soy…
– Una amiga y colega de Lille -la interrumpió Sharko.
– ¿Una colega de Lille?
Una fina sonrisa se dibujó sobre su perilla perfectamente esculpida.
– Mi primera esposa vivía en Lille. Es una ciudad que conozco bien.
Sharko cambió inmediatamente de tema sin dar a Lucie oportunidad de responder.
– Me gustaría que me hablaras de los elementos esenciales de las autopsias de los Lambert.
– ¿Por qué no se lo preguntas a tus colegas? Acaban de salir.
Sharko reflexionó rápidamente. Bellanger no había hecho correr la noticia de su cese.
– Y ya estarán en sus casas con sus mujeres y sus hijos -dijo el comisario-. A ti no te llevará más que unos minutos, tú sabes ir al grano. Voy a trabajar en el caso por mi cuenta esta noche. Es importante.
Chénaix dejó la manguera a presión y se dirigió a su colega.
– Voy a la morgue, ahora vuelvo.
Con sus ropas aún manchadas de sangre, se dirigió hacia una de las repisas.
– Y me llevo esto.
Cogió un tarro lleno de un líquido translúcido y ligeramente amarillento. Sharko entornó los ojos: el recipiente contenía algo que parecía un cerebro humano.
El doctor Chénaix los precedió por el pasillo. Al bajar las escaleras, murmuró al oído de Sharko:
– ¿Puedo hablar delante de ella?
Sharko le puso una mano en el hombro, como a un amigo.
– Tienes que hacer algo por mí, Paul. No decir palabra de nuestra visita. Por culpa de un vicio de procedimiento me han apartado del caso, no quería decírtelo delante del otro forense.
Paul Chénaix frunció el ceño.
– En tal caso me pones en una situación comprometida. Existe el secreto de sumario y…
– Lo sé. Pero si llegaran a interrogarte sobre esto, di simplemente que te mentí. Asumiré las consecuencias.
Un breve silencio.
– Muy bien.
Chénaix no hizo más preguntas, todos sabían que era mejor así. Llegaron al sótano. El forense le dio a un interruptor. Fluorescentes que crepitaban y luces mortecinas. Ni una sola ventana. Centenares de cajones metálicos, alineados vertical y horizontalmente. Una verdadera biblioteca macabra. En un rincón, había unas bolsas con ropa y zapatos con las que probablemente no sabían qué hacer y que pronto irían a parar a la incineradora. Lucie, algo apartada, se cruzó de brazos y se frotó los hombros. Tenía frío.
El forense depositó el tarro sobre una mesa contra una pared, se dirigió hacia uno de los cajones, tiró de él y apareció un cadáver con la piel ligeramente azulada. El aspecto era blando, como el del látex, y las venas superficiales parecía que iban a salir del cuerpo. Todas las incisiones entre el cuello y el pubis estaban cosidas a conciencia: si la familia reclamara el cadáver, tenía que estar presentable. Sharko avanzó cuanto pudo, pegándose casi al raíl deslizante. El olor de la podredumbre de la carne era fuerte pero aún soportable. Chénaix señaló algunas partes de la anatomía y explicó:
– El padre fue golpeado varias veces con un atizador y se utilizó la misma arma para perforarle los órganos vitales. Tenía algunas costillas rotas, su asesino ha hecho gala de una fuerza inimaginable. Fue brutal, violento, y todo pasó en unos segundos. Los detalles precisos, la localización de las heridas y demás figurarán por escrito en el informe que le entregaré mañana a tu jefe. Si quieres leerlo, tendrás que apañártelas con él. Lo siento, pero de aquí no saldrá ni una copia…
Sharko observó aún durante unos segundos el cadáver remendado y asintió.
– No será necesario. Vayamos a por el hijo. Es él quien me interesa.
Chénaix dejó el cajón como estaba y abrió el cajón contiguo. Félix Lambert tenía el rostro en un estado lamentable, con la piel más clara, de un tono amarillento blancuzco. Su cadáver corpulento ocupaba la totalidad del espacio, como un bloque de hielo.
– Se parecen -constató Sharko-. La misma nariz, la misma forma del rostro.
– Son padre e hijo de sangre, sobre eso no hay duda.
Presa de ligeros temblores, Lucie se aproximó un poco. Aquél era en verdad uno de los peores lugares del mundo. Allí sólo había almas muertas y cuerpos remendados. No se sentía ningún aura en el aire, ningún calor que se desprendiera de una presencia. Le hubiera gustado poder abrazarse a Sharko, para que le infundiera confianza, le diera calor, pero la mirada del comisario era fiera, imperturbable, absolutamente absorbido como estaba por la investigación. Al advertir la presencia de Lucie, el forense se apartó para dejarle un hueco.
– La causa de la muerte es la ruptura de las cervicales. En este caso, también, fue una muerte instantánea, sin duda alguna.
– Lo confirmo, yo estaba en primera fila. Se tiró por la ventana ante mis narices.
– Incluso cuando las causas son tan evidentes como en este caso, el protocolo nos obliga a llevar a cabo el examen completo. Y, a veces, eso nos permite hallar pequeñas perlas, como en este caso.
– Explícate.
Orientó su dedo hacia el cráneo del cadáver. El cuero cabelludo había sido colocado de nuevo en su lugar, pero aún podía verse la línea roja y regular producida por la sierra Streker.
– Al abrirlo me he dado cuenta de que el cerebro presentaba una degradación increíble en torno a las áreas frontales y prefrontales. En esos lugares el tejido era claramente espongiforme, acribillado de pequeños agujeros. Jamás había visto una cosa semejante.
Fue a buscar el tarro. La masa blancuzca flotaba en el líquido.
– Mirad esto…
Los dos policías pudieron constatar los estragos. La parte superior del órgano parecía roída por centenares de ratones minúsculos. El aspecto esponjoso era sorprendente.
– ¿Qué es? -preguntó Lucie sin ocultar su inquietud.
– Parece una infección que comenzó una lenta degradación del tejido cerebral hasta llegar a este estado. He cortado y observado meticulosamente la otra parte del cerebro, el hemisferio izquierdo, para ver a fondo qué sucedía. Creo que la degradación se inició hace varios meses, incluso años, y se desarrolló lentamente hasta llegar a este extremo. La enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, el famoso mal de las vacas locas, provoca exactamente este tipo de degradación espongiforme, pero en este caso no veo indicios de ninguna enfermedad conocida y el resto del organismo está intacto.
El silencio se abatió sobre ellos. Lucie contemplaba los dos cuerpos, con los labios apretados. Pensaba en Grégory Carnot, que murió al arrancarse una arteria del cuello. ¿Su cerebro se había consumido de igual manera?
– ¿Cree que Félix Lambert pudo matar a los dos excursionistas y a su padre a causa de esta… cosa?
– Me parece evidente que ambos hechos están relacionados. Las zonas a las que se atribuye albergar las emociones están muy degradadas. Incluso diría invadidas. Y eso tuvo lugar a lo largo de varios meses.
Lucie se llevó las manos frente a la boca y la nariz. Estaba claro que ese descubrimiento cuestionaba la responsabilidad de Grégory Carnot. Esa enfermedad, esa forma de degeneración, tal vez lo llevó a actuar de aquella manera, independientemente de su voluntad o de su conciencia. Las preguntas hervían en su cerebro. ¿Cómo podía Félix Lambert haber contraído aquella «cosa»? ¿Era eso lo que tanto interesaba a Stéphane Terney? Pero ¿qué relación tenía con la placenta, el nacimiento y el hecho de que el ginecólogo se hubiera interesado por Carnot incluso antes de que naciera? ¿Había medicamentos o tratamientos administrados a la madre que podían provocar tales horrores en el hijo? ¿Y qué diantre de relación tenía eso con la selva?
El forense prosiguió su explicación.
– Esas regiones de las emociones, cuando funcionan, utilizan básicamente la serotonina, un neurotransmisor que es un inhibidor de la agresividad. Sin esa capacidad de utilizar la serotonina, y sin un correcto funcionamiento de esas regiones, el individuo adopta comportamientos primitivos para…
– … asegurar su supervivencia -completó Sharko.
El forense asintió.
– Es curioso que digas eso y que esta tarde hayamos estado hablando de la intolerancia a la lactosa, pues son nociones puramente evolutivas que me han traído un montón de recuerdos de mis estudios.
– Ilústranos.
– Déjalo, es una locura. No he hablado de ello a tus colegas y…
– Nosotros somos todo oídos.
Titubeó unos segundos y comenzó a explicarlo.
– A decir verdad, al ver ese cerebro me he preguntado cómo podía ese hombre estar vivo, comer, dormir… Vivía con una quinta parte del cerebro en un estado lamentable. Desde el punto de vista neurológico, más de un especialista se habría quedado de piedra. Luego recordé el caso de Phineas Gage, un capataz del ferrocarril que vivió hacia 1800 en Vermont, en Estados Unidos. Su caso se debatió en todas las escuelas de neurología. Tras una explosión, una barra le perforó el cráneo desde abajo, le atravesó el cerebro y un extremo salió por arriba de su ojo izquierdo. Varias zonas frontales de su cerebro habían quedado destruidas, pero Gage sobrevivió. Sin embargo, pasó de ser una persona honesta, fiel y recta, a ser grosero, agresivo y colérico, sin que por ello perdiera su inteligencia ni su capacidad de supervivencia.
Chénaix se apoyó en la mesa.
– Lo que es muy interesante en el cerebro de Félix Lambert es que, a primera vista, las zonas esponjosas sólo se han desarrollado en lo que se denomina neocórtex y cerebro límbico. El cerebro reptiliano, que corresponde grosso modo al tronco cerebral situado atrás, está completamente intacto. La barra de Gage tampoco afectó a esa zona.
– Cerebro reptiliano, límbico… Me suena a chino. Explícamelo.
– La teoría de los tres cerebros goza de una aceptación mayoritaria entre los científicos. Se basa en el hecho de que, a lo largo de miles de años, la evolución del cerebro humano se llevó a cabo en tres fases. Por así decirlo, tres estructuras cerebrales sucesivas se fueron superponiendo las unas a las otras, como capas de crema, hasta formar nuestro gran cerebro inteligente y competente de hoy. Eso también explicaría el aumento del volumen del cráneo desde los primeros primates. El primer cerebro, el más antiguo y común en la mayoría de las especies vivas, sería el cerebro reptiliano. Bien protegido, profundamente hundido en el cráneo, es la estructura cerebral más resistente a un traumatismo, por ejemplo. Garantiza nuestra supervivencia y responde a las necesidades primarias: la alimentación, el sueño y la reproducción. También sería el responsable de algunos comportamientos primitivos como el odio, el miedo o la violencia. El segundo cerebro, el límbico, se ocupa principalmente de la memoria y las emociones. El tercero, llamado neocórtex, el más reciente, está situado sobre las capas exteriores y se ocupa de las facultades intelectuales, como el lenguaje, el arte o la cultura. Es el pensamiento, la conciencia.
Sharko observó atentamente el cerebro enfermo, desconcertado. Una serie de conceptos relacionados con la Evolución reaparecían allí, en una morgue, en el interior del órgano más fascinante del cuerpo humano. ¿Podía tratarse de una casualidad, de una extraordinaria suma de circunstancias?
– Así que… ¿me estás diciendo que esta enfermedad que se le comió el cerebro dejó intactas las facultades que garantizan la supervivencia? ¿Que le hizo aflorar los instintos más violentos hasta entonces controlados por los otros dos cerebros, al infectarlos?
– Desde el punto de vista teórico, sí. Desde el punto de vista patológico y anatómico, es mucho más complicado. Se sabe que los tres cerebros interactúan y que una lesión de un milímetro en un mal sitio, incluso en el cerebro límbico o en el neocórtex, puede ser mortal o provocar demencia. Félix Lambert, dentro de la desgracia, tuvo suerte de vivir tanto tiempo. En cuanto al hecho de que la afección, o la infección, llámalo como quieras de momento, no afectara al cerebro reptiliano, no hay que interpretarlo como una supuesta inteligencia de la enfermedad. Creo que era sólo cuestión de tiempo. En cualquier caso, en vista de la progresión de la enfermedad, este hombre estaba destinado a morir.
Lucie y Sharko se miraron en silencio, conscientes de que se hallaban muy cerca de algo monstruoso. Éva Louts y Stéphane Terney habían sido asesinados brutalmente para que nadie pudiera remontarse hasta el origen de aquello. ¿Qué era aquella enfermedad? ¿Había sido inyectada, transmitida por herencia genética o provocada?
– ¿Has encontrado algo parecido en el cerebro del padre? -preguntó Sharko.
– Nada de nada. Un órgano en plena forma, si puedo decirlo así.
– Y esta afección, ¿podría provocar disfunciones visuales? ¿Como dibujar al revés, por ejemplo?
– Sí. Algunas zonas alrededor del quiasma óptico también parecen afectadas. El individuo debió de experimentar primero trastornos de la visión, pérdidas del equilibrio… Los primeros síntomas del desencadenamiento de violencia y el sufrimiento. Si Lambert acabó suicidándose fue porque ya no soportaba más el dolor que anidaba en su cráneo. Allí dentro, debía de ser como Hiroshima.
Con gesto firme, el médico forense cerró los dos cajones. Los cadáveres desaparecieron engullidos por las frías profundidades. Cuando las puertas metálicas se cerraron de golpe, Lucie se estremeció y se apoyó contra el comisario. El forense se quitó por fin los guantes de látex, los arrojó a la basura y se frotó las manos. Acto seguido, se sacó de los bolsillos una pipa y tabaco.
– Vamos a enviar las dos mitades del cerebro, junto con las diferentes muestras, para que se hagan los análisis biológicos. Este caso me tiene intrigado y los investigadores deberían decirnos pronto de qué se trata, al menos así lo espero.
Se dirigió hacia el interruptor para apagar las luces, pero Sharko se adelantó, con un DVD en la mano.
– Ve a fumarte tranquilamente la pipa, tómate tu tiempo. Pero luego aún necesitaré, un segundo, tu opinión sobre una película. Tu opinión médica.
– ¿Una película? ¿Qué tipo de película?
Sharko dirigió una última mirada hacia el cerebro en rotación dentro del líquido, apenas iluminado por los fluorescentes del pasillo. Se dijo que en algún lugar, por las calles o en el campo, solos o con familias, cinco individuos más tenían dentro de su cráneo la misma bomba de relojería, que probablemente ya había comenzado la cuenta atrás. Unos monstruos capaces de asesinar a sus propios hijos, a sus padres o a quien se cruzara en su camino.
Tenían las horas contadas.
Sintió un escalofrío que lo recorrió hasta la nuca y finalmente respondió.
– De esas películas que no te dejan dormir.