En el 36 del Quai des Orfèvres… Lunes, tres de la madrugada. La voz ronca de fumador de Manien.
– La grabación que contiene este CD que tienes ante ti procede del hospital de la Salpêtrière, del servicio de psiquiatría. Es del 14 de marzo de 2007 y nos la ha entregado el doctor Faivre, psiquiatra de Frédéric Hurault. ¿Conoces al doctor Faivre?
Sharko entornaba los ojos. En el minúsculo despacho, la luz excesiva de la bombilla le molestaba en las retinas. Las sombras habían caído sobre las carpetas y las estanterías sumergiéndolas en una tenaz oscuridad. Manien lo interrogaba desde hacía ya veinte minutos. A lo largo del día, le había llevado bocadillos, café y agua, pero se había negado a dejarlo llamar por teléfono.
Leblond no se hallaba en la habitación, pero no debía de estar lejos. De vez en cuando se oía el chirrido de sus suelas en el pasillo.
– Conozco al doctor Faivre de oídas -respondió Sharko.
– Es un tipo amable, con una excelente memoria. Le hice algunas preguntas. Por lo que me explicó, te veías de vez en cuando con Hurault, porque estabais en departamentos contiguos. ¿Lo recuerdas?
– Vagamente. ¿Y qué?
Manien manipulaba el CD.
– ¿Sabías que en psiquiatría tienen cámaras de vigilancia?
– Como en todas partes, supongo.
– Hay sobre todo en los vestíbulos y frente al hospital, allí donde los pacientes pueden ir a fumarse un pitillo y charlar. Allí donde bebías tus cafés mientras esperabas que fuera la hora de tu cita… Lo archivan todo, por razones de seguridad y por si surgieran problemas ulteriores. Llegan a guardar sus grabaciones más de cinco años. Cinco años, ¿te imaginas? Es normal, al fin y al cabo, tratándose de chiflados…
Sharko sintió que se deslizaba por una pendiente. Si los que lo interrogaban lo hubieran conectado a los aparatos habrían constatado que, a pesar de su aparente serenidad, su presión se había disparado como una flecha y su cuerpo había comenzado a transpirar de manera anormal. El día y la noche habían sido un calvario. Esta vez no respondió. Manien sintió que lo estaba dominando y prosiguió.
– Como imaginarás, hemos encontrado varias cintas en las que estáis tú y Frédéric Hurault hablando, con un café en la mano. Esa búsqueda me ha llevado los dos últimos días. Horas y horas de visionado, viendo a locos deambulando en pijama…
– ¿Y qué?
– ¿Y qué? Me preguntaba: un asesino de niños, juzgado irresponsable y al que «sólo» le cayeron nueve años de internamiento en un hospital psiquiátrico, ¿qué podría explicarle al policía que lo detuvo?
– Seguramente cosas del tipo «¿Cómo va tu esquizofrenia?», «¿Aún oyes voces?». La típica conversación cuando se juntan dos locos. ¿Cómo quieres que me acuerde?
Manien hizo girar el CD entre sus dedos. Un rayo de luz danzaba sobre la superficie, como el ojo de un faro siniestro.
– El vídeo de este CD no tiene sonido, pero se os ven claramente los labios, a los dos. Hemos podido reconstruir uno de vuestros diálogos gracias a un especialista en lenguaje labial. Ya sabes, esos que leen en los labios.
Manien se regodeó al ver la expresión súbitamente intrigada de Sharko y se puso en pie, satisfecho.
– Ya ves, comisario. Te vamos a joder. Hemos dado con una grabación.
Silencio. Manien hundió el dedo en la llaga.
– Ese día, Hurault te dijo que había engañado a todo el mundo. A los polis, a los jueces y al jurado. Te confesó que era plenamente consciente de sus actos cuando mató a sus hijas. Y por esa razón, tres años más tarde, le clavaste varias veces un destornillador en el vientre. Hiciste que pagara por lo que había hecho.
Anonadado, Sharko se inclinó para coger el vaso de agua. Sus dedos temblaban y tenía los ojos irritados. Su cuerpo entero se desmoronaba. Bebió lentamente y tragó poco a poco cada sorbo de un agua tan fría como los barrotes de una cárcel. Por supuesto, podría exigir ver el CD, pero ¿no supondría esto entrar en su juego y hundirse aún más? Sus palabras y sus reacciones estaban grabadas, y a partir de aquel momento todo iría en su contra…
Sondeó a Manien, titubeando un buen rato sin saber qué hacer y de repente su mirada se dirigió al calendario, al fondo.
Reprimió las palabras que se disponía a pronunciar.
Retrocedió en su silla y calculó mentalmente.
Y se llevó las manos abiertas a la cara.
– Es un farol. ¡Maldita sea, todo el interrogatorio no es más que un farol!
Manien se quedó un instante desconcertado. Sharko resplandecía de alegría y le llevó un rato recuperarse, antes de preguntar:
– ¿De qué fecha me has dicho que es la grabación?
– Del 14 de marzo de 2007… Pero…
Manien se volvió hacia el calendario a sus espaldas, sin comprender al principio qué sucedía. Cuando miró de nuevo a Sharko, el comisario estaba de pie, con ambos puños apoyados sobre la mesa.
– Hace tres años. Si mis cálculos son correctos, fue un… un miércoles. Nunca, jamás, tuve cita en el hospital un miércoles. Siempre eran los lunes o lunes y viernes si tenía dos citas la misma semana. Pero nunca un miércoles. ¿Y sabes por qué? Porque mi mujer y mi hija murieron un miércoles y ese día siempre voy a su tumba. Ir al hospital un miércoles para sacar de mi cabeza a la chiquilla que me recordaba a mi hija era pura y simplemente inconcebible. La enfermedad me lo prohibía, ¿lo entiendes?
Sharko se rio.
– Has querido apabullarme con detalles, dar fechas y lugares, para que creyera que tenías algo, pero tanto detalle te ha traicionado. Has caído en tu propia trampa… No tienes ningún vídeo de Hurault conmigo. Sólo has hecho… suposiciones.
Sharko retrocedió tres pasos. Apenas se tenía en pie.
– Son las tres de la madrugada. Llevo veintiuna horas pudriéndome aquí. El combate ha terminado. Creo que podemos dejarlo aquí, ¿te parece?
Manien miró al techo, contrariado. Cogió el CD y lo tiró a la papelera, y acto seguido detuvo la grabadora digital con un suspiro, antes de empezar a reírse a carcajadas.
– ¡Joder…! ¡Serás cabrón!
Se puso en pie y aplastó ruidosamente el calendario con su mano.
– No se puede inculpar a alguien porque aparca el coche en el sótano, ¿verdad, Sharko?
– No, no se puede…
– Hay una última cosa que me gustaría saber. Entre tú y yo, ¿cómo lograste que Hurault fuera al bosque de Vincennes sin dejar ningún rastro? No hay constancia de llamadas telefónicas, ni de encuentros, ningún testigo. Mierda, ¿cómo lo conseguiste?
Sharko se encogió de hombros.
– ¿Cómo quieres que haya algún rastro si yo no lo maté?
Cuando ya había salido de la habitación, Manien volvió a dirigirse a él.
– Vete en paz. Me rindo, Sharko. El caso será archivado y se acumulará con otros.
– ¿Tengo que darte las gracias?
– No olvides lo que te dije el otro día: nadie está al corriente de esto. El fiscal ha actuado bajo mano, al igual que yo. No quiere que haya ruido.
– ¿Y eso qué significa?
– Si cantas lo que ha pasado aquí, toda esta mierda caerá sobre tu cabeza. Y francamente, Sharko, entre tú y yo: hiciste bien matando a ese hijoputa.
Sharko volvió a entrar en la habitación, recuperó su arma en una bolsa de plástico y le tendió la mano a Manien, que hizo lo propio con una sonrisa. Sharko lo agarró, atrajo brutalmente al capitán de policía hacia sí y le pegó un cabezazo en plena nariz.
El crujido estuvo a la altura del golpe: titánico.