Pedro sabía leer la selva. Interpretaba las variaciones, descifraba las formas y olía los peligros: insectos, serpientes y arañas que a veces caían a sus pies como racimos de fruta en movimiento. Ayudándose con gestos precisos, cortaba la vegetación a machetazos y abría caminos por lugares donde parecía imposible avanzar. Pedro, Lucie y los dos indios se habían adentrado en la masa de vegetación, fusil en mano, con las mochilas a cuestas. La selva empujaba, comprimía y devoraba por doquier. Unos interminables bambús se apretujaban como barrotes y las ramas del caucho y la teca tendían sus telas informes. En el pantano había sido imposible acostar el barco y tuvieron que andar con agua estancada hasta las rodillas una decena de metros. Lucie estaba empapada. Le chorreaba la frente, la espalda y la nuca. Cada respiración parecía una quemadura de amoniaco que le corroyera los pulmones. Con un cuchillo, Pedro le había agujereado ligeramente el cuero de sus botas nuevas para que evacuaran el agua y evitar las ampollas. Cortó con el machete un bambú cerca de la base, y del cilindro hueco manó agua con la que llenó su cantimplora, en silencio. Sus ojos inspeccionaban los alrededores y la oscura vegetación circundante. Más lejos, se acercó a las lianas espesas, que se deslizaban por los troncos negros.
– Mire, están cortadas limpiamente.
Avanzó aún un poco más y mostró otros cortes. Una pista estrecha y discreta arrancaba desde allí.
– A esto se lo conoce como camino de los indios: un sendero a través de la selva… Ya no hay duda, los ururus están aquí.
Angustiada, Lucie observó en derredor, pero no alcanzaba a ver a más de diez metros. Hasta el azul del cielo había desaparecido y había dado paso a interminables tapices de vegetación. Allí, todo era desmesurado, hasta el tamaño de las hormigas. Pedro se mojó su cabello rizado con agua fresca y acto seguido echó un vistazo a su GPS estanco.
– No nos alejaremos del barco. Dentro de dos horas será de noche. Caminemos aún un poco, recto. Vendrán antes de que oscurezca, lo presiento…
Se pusieron de nuevo en marcha, atentos. Las ramas y las hojas gemían bajo sus pasos. Lucie no pudo evitar comparar la selva con un cerebro humano: una red de elementos interconectados que intercambiaban señales, se sumaban unos a otros y se sustraían, con un objetivo de cooperación o de competición. Simbiosis, osmosis y también depredación y parasitismo. Cada elemento fundamental constituía un pequeño nudo que conducía a un nudo de mayor tamaño. La muerte conllevaba la podredumbre y la podredumbre creaba bacterias que enriquecían la tierra. La tierra creaba las hojas, las hojas conducían a la especie, las especies formaban el ecosistema, una entidad frágil, de increíble riqueza, en perpetuo equilibro entre la vida y la muerte, la decadencia y la majestuosidad.
Finalmente llegaron a una zona más despejada, donde, hacia abajo, bramaba un torrente. Todo rezumaba humedad, hasta la corteza de los árboles. En la selva amazónica, el alucinante grado de humedad -de casi el cien por cien- es el peor enemigo. Hace que sea difícil encender un fuego, pudre la carne de los pies y propaga enfermedades. Un poco rezagada, Lucie recuperó el aliento. Su organismo sufría. Lejos del río Negro, las picadas de mosquito se multiplicaban. De repente, le pareció distinguir una silueta, entre los troncos tupidos, a su espalda.
Se desplazaba rápidamente y con agilidad.
En derredor, comenzaron a agitarse ramas y las lianas vibraban. A la derecha, a la izquierda, al frente. Silencio, agitación… Como si súbitamente se agruparan a su alrededor y bailaran a un ritmo lento. Lucie recordó los rostros espantosos que aparecían en el libro de Chimaux.
Estaban allí, en algún lugar, alrededor de ella.
Obedeciendo las órdenes de Pedro, los dos indios depositaron las armas a sus pies y alzaron las manos en señal de paz. Alrededor de ellos, las sombras se precisaban. Ojos, narices perforadas con huesos y rostros aparecían y desaparecían entre los bambús, como máscaras flotantes. Luego se oyeron gritos, cantos agudos, voces que provocaron la huida de los monos, lejos, por las copas de los árboles. Pedro explicó en voz muy baja que sobre todo no debían moverse, sólo esperar a que Napoléon Chimaux se dignara a aparecer. Lucie trató de permanecer erguida, serena, pero temblaba de pies a cabeza. Su vida, su futuro, ya nada estaba en sus manos.
¿Cuánto tiempo duró aquella intimidación? No pudo calcularlo. Allí, el tiempo se diluía y los puntos de referencia se desvanecían. Por fin, unas hojas de palmera se apartaron y apareció el antropólogo, aparentemente solo, aunque a su alrededor todo vibraba, como una apisonadora a punto de ponerse en marcha. Era alto y robusto, de piernas sólidas, y vestía un uniforme caqui. Su cráneo estaba afeitado y tenía unos ojos grandes inyectados en sangre. La frente y las mejillas estaban marcadas con signos de color ocre, que formaban líneas rectas sesgadas y zigzags furiosos. Con las manos en las caderas, husmeó el aire como haría un predador tras la pista de una presa. Lucie recordó las imágenes de «Fénix n.º 1»: el pie que empujaba los cadáveres en las chozas… Deseaba empuñar un fusil y plantarle el cañón entre los ojos, hasta que escupiera toda la verdad. Pero al menor gesto, estaría muerta: una treintena de hachas y lanzas debían de apuntarla, dispuestas a partirle el cráneo.
La voz grave de Chimaux brotó como un veneno lento:
– Deme una buena razón para que no la mate.
El hombre ignoraba completamente a los guías y se dirigía directamente a Lucie. Ella alzó una mano en señal de paz y metió la otra mano, lentamente, prudentemente, en el bolsillo ventral de su camisa. Tendió una foto frente a ella.
– Ésta es mi razón. Éva Louts.
Contestó con un tono seco, firme. Quería aparentar fortaleza, sin miedo, porque estaba al límite de sus fuerzas. Al límite de su búsqueda, en el fin del mundo. Ahora todo debía acabar. Chimaux esbozó una sonrisa malsana.
– Avance, avance… Que pueda ver bien la foto…
Sin pensar, Lucie obedeció, alejándose de sus guías. Estaban ya a menos de tres metros uno del otro. Chimaux tendió el brazo, indicándole que no se moviera, y entornó los ojos.
– Sí parece ella. Éva Louts… Pero, de todas maneras, jovencita, ¿no tiene nada más que explicarme? Despierte mi curiosidad…
– ¿Quiere que despierte su curiosidad? Usted esperaba a Éva Louts pero ya nunca vendrá. Ha sido asesinada.
Lucie había dado en el blanco. Pudo leer la estupefacción y luego la rabia en el rostro del antropólogo.
– ¿Cómo?
– Mutilada en la jaula de un chimpancé. Stéphane Terney también ha muerto, con la arteria ilíaca seccionada. ¿Le recuerda algo? Estoy al corriente de las madres que mueren al dar a luz, de los cerebros que se consumen y vuelven violentas a las personas. He visto la primera cinta de vídeo de Fénix. Cuando Éva Louts llegó aquí, la aceptó porque lo sorprendió. Ella sabía que los ururus eran zurdos y violentos. Había descubierto una relación que ninguno de los que aquí se habían sucedido ni siquiera había sospechado. Así que usted decidió permitirle acceder a su universo y estableció una relación de confianza con ella. La envió a Francia con una misión: traerle las identidades de presos zurdos y extremadamente violentos. Busca a esos niños malditos que cometen masacres sin razón alguna, ¿no es cierto? ¿Por qué? ¿Porque son el fruto último de Fénix y el asesino le impide salir de la selva para ver sus rostros? Aquí estoy, frente a usted, para las últimas respuestas. Acabe conmigo lo que comenzó con ella.
Chimaux inclinó la cabeza a un lado y luego a otro, con los ojos muy abiertos, como si tratara de leer el interior de Lucie. Parecía un extraño animal que de pronto se viera confrontado con su propio reflejo. Su rostro y sus antebrazos estaban lacerados de cicatrices. Sacó pecho bajo su chaqueta militar y profirió un grito ronco. Instantáneamente, decenas de siluetas desnudas descendieron de los árboles, hachas en mano, y corrieron gritando hacia Lucie. Helada, no tuvo tiempo de reaccionar. Un ser odioso, dos veces más pesado que ella, la asió. Otro abrió la palma de su enorme mano y le sopló al rostro un polvo blanquecino. Lucie sintió una quemazón en la nariz y la tráquea. Un segundo más tarde, las piernas le flaquearon y varias manos impidieron que se desplomara al suelo. Unas pieles húmedas se pegaron contra ella. Olía a plantas, barro y sudor. Todo empezó a dar vueltas, los árboles, los rostros que parecían retorcerse, derretirse como cera fundida. Sintió que no tocaba con los pies en el suelo, incapaz de moverse. Y entonces, mientras las moscas negras se apelotonaban bajo su cráneo, el aliento tibio de Chimaux se expandió por su nuca.
– ¿Quiere saber cómo es Fénix? Esta noche nos aguarda un nacimiento y lo verá en primera fila. Luego, me beberé su alma…
Se llevaron a Lucie hacia la selva.
Las hojas de palmera se cerraron brutalmente tras ellos, como un telón de teatro al caer. Unos crujidos de ramas. Y luego el silencio.