El grupo de Manien, de la brigada criminal de París, fue el primero en llegar al lugar del crimen. El drama había tenido lugar en el bosque de Vincennes, cerca del zoológico, no lejos del lago Daumesnil y sólo a unos kilómetros del famoso número 36 del Quai des Orfèvres. [1] Un cielo azul y unas aguas límpidas, pero temperaturas medias en ese inicio del mes de septiembre. Un verano suave, variable, a menudo con lluvias torrenciales, que permitía a la capital recuperar el aliento.
Un cuerpo sin vida había sido descubierto a primera hora de la mañana por un corredor de footing. El deportista, con su teléfono móvil que llevaba en una bolsita atada a la cintura, llamó de inmediato al 112. En menos de una hora, la información fue transmitida por las urgencias de la policía a la centralita de la Criminal y se propagó hasta la tercera planta de la escalera A, donde arrancó de sus asientos a los oficiales de la policía judicial.
Al volante de su Polo verde, un hombre de unos cuarenta años había recibido, a priori, diversas heridas de arma blanca en el tórax. Llevaba aún el cinturón de seguridad. Fue la extraña posición de la cabeza -el mentón pesadamente apoyado contra el pecho- lo que intrigó al corredor. La ventanilla del lado del conductor estaba bajada al máximo.
Franck Sharko, número dos del grupo de cuatro oficiales, se hallaba a la cabeza. Avanzaba con paso firme, decidido a ser el primero en llegar al lugar de los hechos. Seguido a una decena de metros por su jefe y sus colegas, cruzó el perímetro establecido por dos funcionarios del servicio urgente de policía y se aproximó al vehículo estacionado en una zona rodeada de árboles, al abrigo de cualquier mirada.
Los del Quai des Orfèvres conocían bien el bosque de Vincennes, principalmente los bulevares y los rincones donde se sucedían las caravanas de travestis, prostitutas y transexuales. Sin embargo, aquel lugar estaba algo más apartado y tenía fama de ser tranquilo. Y con razón: con el zoo a un lado y el lago al otro, era el lugar ideal para un asesinato sin testigos.
Tras ponerse unos guantes de látex, Sharko, ataviado con unos vaqueros demasiado anchos, una camiseta negra y unos náuticos al borde de la jubilación, introdujo el brazo por la ventanilla abierta del vehículo, asió a la víctima por el mentón y le volvió la cabeza hacia sí. El capitán Manien, de cincuenta años, de los que llevaba más de veintidós en la policía, se abalanzó sobre él y lo agarró furiosamente de la camiseta, por la espalda.
– ¿Qué coño estás haciendo?
Sharko empujó con suavidad la cabeza del cadáver hacia el interior del vehículo. Observaba la ropa manchada de sangre, los ojos muertos, el rostro lívido.
– Creo que lo conozco… ¿No te dice nada?
Manien lo fulminó con la mirada y tiró del comisario hacia sí, como hubiera hecho con un vulgar delincuente.
– ¿Y el procedimiento qué? ¿Te estás quedando conmigo?
– Frédéric Hurault… Sí, eso es, Frédéric Hurault. Pasó por nuestras oficinas hará unos diez años. Fui yo quien se ocupó del caso entonces, cuando tú estabas a mis órdenes. ¿Te acuerdas?
– Ahora mismo, lo que me interesa eres tú.
Sharko no dejó de mirar a aquel jefe de grado inferior al suyo. Tras solicitar ser destinado a un grupo de la Criminal, ya no tenía de comisario más que el mote con el que algunos se dirigían a él: «¿Qué tal, comisario?». Sus funciones se habían convertido simplemente en las de un teniente de policía. Era el precio que debía pagar para volver al sudor de la calle, a los bajos fondos, a la mierda de los crímenes infames, tras varios años en las oficinas impolutas de Nanterre, en el servicio de análisis del comportamiento. Sharko, sin embargo, había deseado aquel destino, dispuesto incluso a volver a encontrarse con un gilipollas como Manien. Su solicitud provocó la sorpresa general entre su antigua jerarquía: los casos de degradación eran muy raros en la policía francesa. Para compensarlo, le propusieron estar al mando de un grupo de la Criminal, pero lo rechazó. Quería acabar como había comenzado: a ras de suelo, con un arma en la mano, frente a las tinieblas.
– ¿Y recuerdas por qué fue juzgado? -preguntó con voz seca-. Por haber asesinado a dos chiquillas de apenas diez años, sus propias hijas.
Manien cogió un cigarrillo y lo encendió entre sus dedos con los extremos mordisqueados. Era un tipo delgado y nervioso, de rostro de papel de liar: blanquecino, hosco, tenso. Trabajaba mucho, comía poco y reía aún menos. Un hombre arisco al decir de algunos, un verdadero cabrón según otros. Sharko veía en él la suma de ambos.
Bertrand Manien no se mordió la lengua:
– Me estás provocando. Desde tu llegada a mi equipo, no paras de tocarme las pelotas. No necesito a tipos incontrolables en mi grupo. Hay una plaza libre con Bellanger, porque Fontès se marcha a los territorios de ultramar pasado mañana, así que puedes largarte de mi grupo sin armar un escándalo. A ti te conviene y a mí me conviene.
Sharko asintió circunspecto.
– Sea.
Manien dio una calada ávida a su cigarrillo y entrecerró los ojos tras una nube de humo que se dispersó rápidamente.
– Dime, ¿cuánto hace que no duermes? Más de dos horas por noche, me refiero…
Sharko se restregó la frente surcada por tres profundas arrugas, perfectamente paralelas bajo unos largos mechones canosos que le cubrían las orejas. Él, que a lo largo de su carrera de policía siempre había llevado el cabello corto, hacía meses que no iba al barbero.
– No lo sé.
– Sí, lo sabes perfectamente. No creía que fuera fisiológicamente posible que alguien pudiera aguantar tanto tiempo. Siempre había creído que uno podía morir sin su dosis de sueño. Se te va la olla, comisario, nunca deberías haber abandonado las oficinas de Nanterre. Recuerdas a ese tipo al que no has visto desde hace diez años pero eres incapaz de recordar dónde has dejado tu arma. Así que ahora vas a irte a casa y vas a dormir hasta hartarte. Y esperarás a que te llame Bellanger. Venga, lárgate.
Tras esas palabras, Manien se alejó. Paso firme de militar. Un verdadero cabrón, y además orgulloso de serlo. Fue a estrechar las manos de los técnicos de la policía científica y del responsable del papeleo, que acababan de llegar con sus maletas, sus formularios y sus rostros graves. Siempre igual, una bandada de insectos necrófagos dispuestos a lanzarse sobre el cadáver, pensó Sharko. Aunque pasara el tiempo, nada cambiaba.
Mordiéndose los labios miró por última vez al cadáver, cuyas pupilas ya se nublaban. Frédéric Hurault había muerto con la sorpresa en el fondo de los ojos, probablemente sin comprender. En plena noche, en la oscuridad, sin ni siquiera una farola en los alrededores. Llamaron a su ventanilla y abrió. Surgió un arma blanca y se la hincaron varias veces en el abdomen. Un crimen resuelto en menos de veinte segundos, sin gritos, sin derramamiento de sangre. Y sin testigos. Vendrían a continuación la búsqueda de pistas, la autopsia y la investigación de proximidad. Un circuito muy rodado, que permitía resolver el 95 por ciento de los casos criminales.
Quedaba, sin embargo, ese famoso 5 por ciento, con miles de páginas de procedimientos que llenaban las oficinas abuhardilladas de la Criminal. Un puñado de asesinos despabilados, que lograban escapar a través de las mallas de la red. Esos eran los más difíciles de perseguir, y uno tenía que ganarse su detención.
Como un desafío a la autoridad, Sharko pisó de nuevo el escenario del crimen, se permitió incluso una vuelta para inspeccionar el vehículo y desapareció finalmente sin saludar a nadie. Todos lo observaron alejarse sin abrir los labios, excepto Manien, que seguía vociferando.
No importaba. De momento, Sharko ya no veía las cosas claras y tenía sueño…
En mitad de la noche. Sharko de pie en su cuarto de baño, con los pies juntos sobre una báscula electrónica nueva, extraordinariamente precisa. No había posibilidad de error, indicaba exactamente setenta kilos y doscientos gramos. Su peso a los veinte años. Sus abdominales habían reaparecido, al igual que los sólidos huesos de su clavícula. Con su metro ochenta y cinco de altura, palpó aquel cuerpo enfermo con repugnancia. En un papel colgado de la pared, marcó un punto en la parte inferior de una cuadrícula trazada unos meses antes. Una línea que representaba la evolución de su peso, que descendía. A ese ritmo, acabaría por salir fuera del papel y se prolongaría sobre las baldosas de la pared.
Con el torso desnudo volvió a su cuarto, una habitación sin vida. Una cama, un armario, un montón de raíles desmontados y trenes en miniatura, en un rincón. La radio-despertador cuya melodía no había oído desde hacía una eternidad indicaba las 3:07.
Pronto sería la hora.
Sentado con las piernas cruzadas, se situó en medio del colchón y esperó. Sus párpados temblaban. Su mirada estaba clavada en las cifras rojas y agresivas.
3:08… 3:09… Sharko llevó contra su voluntad la cuenta atrás de los segundos mentalmente: 60, 59, 58, 57… Un ritual del que le era imposible deshacerse, que se repetía cada noche, como una ola. El infierno en lo más hondo de su cerebro quemado.
La cifra de los minutos cambió.
3:10. La impresión de una explosión, del final del mundo.
Un año y dieciséis días antes, a esa misma hora, había sonado su teléfono. Aquella noche tampoco dormía. Recordó entonces la voz masculina, procedente del laboratorio de la policía científica de Poitiers, que le anunció lo peor. Unas palabras surgidas de ultratumba, que restallaron como el viento de un tornado: «Los resultados son concluyentes. Los análisis comparativos del ADN de Lucie Henebelle y de la víctima carbonizada en el bosque son positivos. Se trata por tanto de Clara o de Juliette Henebelle, pero de momento no tenemos manera de saber más. Lo lamento».
Con gesto fatigado, Sharko se deslizó bajo las sábanas y se las subió hasta el mentón, con la triste esperanza de tratar de dormir dos horas, tal vez tres. Lo suficiente para sobrevivir. Sólo quienes verdaderamente sufren de insomnio saben lo largas que son las noches y cómo gritan los fantasmas. Los ruidos de la noche que resuenan… Y luego, los pensamientos que arden en el cerebro… Para vencer esa tortura, el veterano policía lo había probado casi todo, en vano. La inmovilidad, los somníferos, la sincronía respiratoria, incluso la práctica de deporte hasta desfallecer de fatiga. El cuerpo se doblegaba, pero no la mente. Y se negaba a ver a un psiquiatra. Estaba harto de todos esos médicos que ya lo habían tratado durante muchos años por su esquizofrenia.
Nunca, nunca tendría paz.
Cerró los ojos e imaginó unos balones amarillos que se dejaban arrastrar por la cresta de las olas. Eran sus propias imágenes para tratar de dormir. Al cabo de un rato, percibió por fin la resaca del mar, el murmullo del viento, el crujir de los granos de arena. Sus brazos se abotagaron y la torpeza se adueñó de él, incluso oía como su corazón alimentaba sus músculos agotados. Pero, como siempre cuando llegaba ese adormecimiento, la espuma de las olas se volvió de un rojo como la sangre y arrojó los balones medio deshinchados sobre la playa por la que se arrastraban las sombras negras de unos niños.
Y pensó en ella, otra vez, como siempre. Ella, Lucie Henebelle, cuya imagen se resumía en un rostro, una sonrisa, unas lágrimas. ¿Qué había sido de ella? Sharko había averiguado discretamente que había presentado su dimisión, unos días después de la detención del asesino y del drama que hubiera llevado a la tumba a cualquiera. ¿Había conseguido luego sacar la cabeza fuera del agua o se había hundido, como él, en un pozo? ¿Cómo eran sus días y sus noches?
Su gran corazón de policía enfermo comenzó a latir con más fuerza. Demasiado rápido como para que pudiera confiar en dormirse. Así que Sharko se dio la vuelta y volvió a empezar. Las olas, los balones, la arena caliente…
El lunes 6 de septiembre, su teléfono sonó a las 7:22, mientras bebía un descafeinado, solo, frente a la cuadrícula de un crucigrama del que sólo había completado un tercio. En la definición «Dios de la violencia y del mal», había anotado «Set», y luego abandonó el pasatiempo en silencio, con la mente demasiado confusa. Tiempo atrás, no le hubiera supuesto esfuerzo alguno completar aquella cuadrícula, pero ahora…
Al otro extremo de la línea, Nicolas Bellanger, su nuevo jefe, le pidió que se dirigiera rápidamente al centro de primatología de Meudon, a cuatro kilómetros de París. Acababan de hallar a una mujer muerta en una jaula, agredida y mutilada por un chimpancé, según parecía.
Sharko colgó bruscamente. Se acercaba al fin de su carrera y le hacían investigar a unos monos. Podía ver perfectamente a sus colegas escaqueándose y dejándole a él el muerto. Imaginaba las bromas, las miradas de reojo, los «¿Qué, comisario, ahora flirteas con los macacos?».
Sumido en la tristeza, se dijo que había caído muy bajo.