29

El Peugeot 407 de servicio conducido por Levallois acababa de coger la autopista A6a, en dirección a Fontainebleau. A última hora de aquella mañana, el tráfico era fluido -una noción muy relativa cuando uno vive en París- y los policías no habían tenido que utilizar la sirena de dos tonos para abrirse camino.

Antes, Sharko había pasado por el 36 para informar de sus descubrimientos y distribuir las tareas -a saber, interrogar a los allegados y a los colegas de Stéphane Terney- a los demás integrantes del equipo.

En aquel momento, ambos policías se dirigían a La Chapelle-la-Reine, un pueblecillo de mala muerte al sur del bosque de Fontainebleau. Habían quedado en verse con el capitán de la gendarmería Claude Lignac, que, durante unas horas, había llevado la batuta de un caso particularmente sórdido: un doble delito de sangre en el bosque, cometido por un asesino cuyo ADN figuraba en un libro escrito en 2006 por Terney. Ante la naturaleza inmunda e inhabitual del acto, ese gendarme había tenido que dejar el caso en manos de la prestigiosa Sección de Investigación de la gendarmería de Versalles.

Evidentemente, a excepción de los policías del 36, todo el mundo ignoraba que el código genético del autor de ese doble homicidio, que se había producido seis días antes, figuraba en las páginas de un libro a fin de cuentas banal, publicado cuatro años antes: La llave y el candado. Para evitar filtraciones, en especial a la prensa, los policías debían mantener de momento la información en secreto. Oficialmente, se interesaban por ese asesinato, que guardaba relación con uno de sus casos, del que, por el momento, no podían divulgar la menor información.

Sharko cambió la emisora de radio y dio con una canción de los Cranberries, Zombie. Levallois le sonrió.

– Estos últimos días, parece que te hayas decidido a recuperar tu buen aspecto. El traje… El cabello… Y además también pareces menos triste. ¿Hay una mujer en tu vida?

– ¿Por qué todos me decís eso, joder?

– Me han dicho que desde que murió tu mujer tu vida había sido una travesía del desierto. Así que…

– Deja a un lado las suposiciones. Será mejor.

Levallois se encogió de hombros.

– Somos colegas y los colegas se dicen esas cosas. Parece que trabaje con un poste de teléfonos. Nadie sabe exactamente qué hiciste en la OCRVP. ¿Y por qué nunca hablamos de nada que no sea el caso? ¿Por qué no me preguntas nada… sobre mi vida, por ejemplo?

– Porque más vale así. Este oficio se entromete mucho en la propia vida, así que no metas la tuya en el oficio. Deja a tu mujer y a tus hijos, si los tienes, a la puerta del 36, será mejor.

– Aún no tengo hijos pero… -titubeó-, pero mi mujer está embarazada. Vamos a tener una niña.

– Me alegro por vosotros.

Una respuesta fría, seca. Levallois meneó la cabeza con despecho y se concentró en la carretera y en la investigación. El caso lo ocupaba cada día más y cada día llegaba más tarde a su casa. Se sorprendió al sentir una excitación creciente a medida que se adentraba en las tinieblas. ¿Acabaría él también un día como Sharko?

Prefirió centrarse en lo concreto, y extrajo sus últimas conclusiones en voz alta:

– Stéphane Terney escribió su libro en 2006, hace cuatro años. Ya disponía de los códigos genéticos de Carnot y del asesino de La Chapelle-la-Reine, cuando ni siquiera figuraban en el FNAEG. No llevamos nuestra huella genética en la frente, por lo que forzosamente un día u otro se vio con ellos, para poder analizar sus códigos genéticos a partir de su sangre, sus cabellos o su saliva… ¡Qué sé yo! Tiene que haber utilizado el tipo de máquina de las que dispone la policía científica para extraer un perfil de ADN y copiarlo en su libro.

Sharko asintió.

– En su libro hay siete perfiles genéticos. Dos de ellos se hallan en el FNAEG. A priori, unos asesinos violentos despiadados. Eso hace que potencialmente haya seis tarados en libertad, en algún lugar. Los cadáveres de Fontainebleau prueban que por lo menos uno de ellos está activo. Por lo que respecta a los otros, son bombas de relojería que, si seguimos a este ritmo, no tardarán en explotar.

– Tal vez ya hayan explotado… Tal vez esos otros individuos anónimos ya han matado pero no dejaron su ADN en el lugar del crimen. O quizá actúen en otro país. ¿Cómo podemos saberlo?

Sus palabras dieron paso a un silencio y a la reflexión. ¿Qué era ese ejército en la sombra? ¿Qué era lo que desencadenaba esa violencia en ellos y los llevaba a cometer crímenes atroces? Sharko apoyó la frente en la ventanilla del pasajero y bostezó con discreción. Incluso en aquellas circunstancias, el sueño volvía como si fuera un ácido y lo reconcomía. Al frente desfilaban las líneas blancas y se sucedía el paisaje. Los rectángulos de edificios de un gris deprimente dieron paso rápidamente a los campos coloreados y luego al bosque de Fontainebleau. Un monstruo vegetal que devoraba el asfalto y la luz, que devolvía su poder a la naturaleza.

Mientras Sharko dormitaba, sobresaltándose cada vez que la cabeza le caía hacia delante, el vehículo abandonó la autopista del Sol y llegó a La Chapelle-la-Reine en menos de diez minutos. Diez mil habitantes, campos por doquier, rodeados por el lindero del bosque, a apenas dos kilómetros. La gendarmería parecía un edificio administrativo más entre otros. Un bloque de hormigón, con el rótulo de la bandera tricolor en el que se leía «Gendarmería». Monótono, deprimente. En el aparcamiento había dos vetustos vehículos de servicio azul oscuro.

Levallois aparcó en batería e hizo que Sharko despertara de su modorra.

– Francamente, no lo entiendo -dijo el joven-. ¿Qué coño hemos venido a hacer aquí? La Sección de Investigación se ocupa del caso y tiene toda la información. ¿Por qué no hemos ido a verlos directamente, para ganar tiempo?

– El tipo con el que vamos a hablar, Claude Lignac, debe de estar jodido por no haber podido quedarse con el caso. Te apuesto lo que quieras a que estará a punto de caramelo, más que cualquier otro. Y además, no nos hará demasiadas preguntas. Me gusta la gente que no hace demasiadas preguntas.

– El jefe quería que fuéramos a ver a los de la Sección de Investigación. Estamos saliéndonos de los procedimientos, y eso no me gusta.

– La Sección de Investigación nos habría dado sólo unas migajas de información, ¿qué crees? La guerra entre la policía y la gendarmería no es sólo una leyenda. Hay que saber saltarse los procedimientos y fiarse de la propia intuición.

Salieron del coche y se dirigieron a la puerta de entrada. Un joven vestido con un jersey azul marino, con unas hombreras que indicaban que era un cabo, los saludó y los condujo al despacho del capitán Claude Lignac. El hombre, de treinta y cinco años, llevaba unas gafitas redondas, lucía un bigote fino y elegante, y tenía unos rasgos particularmente joviales: el aspecto de un auténtico investigador inglés. Tras las presentaciones de rigor y algunas preguntas rutinarias sobre el interés de la policía judicial por aquel caso, cogió las llaves de su coche y una carpeta.

– Me ha parecido entender que desean ver el escenario del crimen lo antes posible.

– En efecto, si puede conducirnos hasta allí. Allí hablaremos. ¿Sigue el caso de la Sección de Investigación?

El gendarme se encogió de hombros.

– Evidentemente. Los chicos de Versalles pueden habernos apeado del caso, pero éste es mi terreno. Y todo lo que pasa aquí me concierne.

Los precedió hacia la salida. Sharko le guiñó un ojo a su colega. Claude Lignac subió en su coche y lo puso en marcha, y Levallois lo siguió. En apenas cinco minutos el bosque se los tragó. El gendarme salió de la carretera departamental que conducía a Fontainebleau y tomó una carretera transversal un poco caótica, condujo aún unos cinco minutos y aparcó finalmente junto a un sendero. Portazos en los coches y el crujir de las suelas sobre la arena. Sharko se alzó las solapas de la americana, pues la temperatura había descendido notablemente, como si quisiera recordarle la magnitud de la tragedia de la que habían sido testigos aquellos árboles. A su alrededor, el piar de los pájaros y el crujido de la madera vieja se perdían en la inmensidad.

Claude Lignac los invitó a seguirle. En fila india, anduvieron sobre una tierra ligeramente húmeda, entre la maleza, las hayas y los castaños. El capitán se dirigió hacia un espacio algo más denso y señaló una alfombra vegetal compuesta de musgo y hojarasca podrida.

– Ahí es donde los descubrió un jinete. Carole Bonnier y Éric Morel, dos jóvenes que vivían en Malesherbes, un pueblo situado a unos veinte kilómetros de aquí. Según sus padres, habían venido a pasar tres días en el bosque, de acampada libre, para escalar en las rocas.

Sharko se agachó. Aún había rastros de sangre que maculaban las hojas y la parte inferior de un tronco. Una salpicadura franca y espesa que probaba la furia del crimen. Lignac sacó unas fotos de su carpeta y se las tendió a Levallois.

– Las conseguí de la Sección de Investigación. Miren lo que les hizo ese hijoputa.

La súbita aspereza de sus palabras sorprendió a Sharko. El rostro de Levallois se volvió más adusto mientras Lignac proseguía sus explicaciones.

– La Sección de Investigación afirma que primero los golpeó violentamente en el rostro y el abdomen, hasta casi dejarlos sin sentido. La autopsia ha revelado hematomas subcutáneos y la ruptura de vasos sanguíneos que demuestran la violencia de los golpes.

– ¿Utilizó algún instrumento? ¿Un palo?

– No, al principio lo hizo con las manos desnudas y luego utilizó una de las piquetas de escalada que les había cogido de la mochila, para rematar el trabajo, si puedo decirlo así. Aquí nunca habíamos visto nada semejante.

Con los dientes apretados, Levallois tendió las fotos al comisario. Sharko las observó atentamente, una tras otra. Planos generales de la escena del crimen, primeros planos de las heridas, de los rostros y de los miembros mutilados. Una verdadera carnicería.

– Hubo de todo -comentó el gendarme con asco-. El forense, allí en París, contó cuarenta y siete golpes de piqueta en el caso del chico y… cincuenta y cuatro en el de la chica. Los golpeó en todas partes, con saña y con una fuerza descomunal. Según parece, el impacto del metal sobre los huesos incluso provocó fracturas.

Sharko devolvió las fotografías y miró un rato el suelo maculado. Dos monstruos distintos, Carnot y aquél, habían actuado con un año de diferencia uno del otro, pero con un modo operatorio casi idéntico, de una extrema violencia. Dos animales salvajes ya censados por Terney en 2006.

Dos entre siete… Siete perfiles que a la fuerza pertenecían a la misma raza de asesinos. De ahí la extraña pregunta de Sharko:

– ¿Sabe si el asesino era zurdo?

La pregunta, tal como esperaba Sharko, pareció desconcertar al militar.

– ¿Zurdo? Hummm… Habría que preguntarlo a la Sección de Investigación, pero si la memoria no me engaña, este dato no figuraba en el informe de la autopsia. El arma utilizada en el crimen tenía bordes simétricos, así que no hay manera de saberlo observando las heridas. ¿A qué viene esa pregunta?

– Pues a que su asesino probablemente es zurdo. También debe de ser alto, robusto, de entre veinte y treinta años. Esas huellas, ahí, impresas en la tierra, ¿son las del asesino?

– Sí. Calza un 45. Pero ¿cómo…?

– Un tipo corpulento, de más de 1,85 metros de altura. ¿Pudo reconstruir exactamente las circunstancias del crimen?

Sharko observaba atentamente en derredor, sobre todo los troncos. Buscaba grabados. ¿Tal vez, al igual que Carnot o el cromañón, el asesino había hecho dibujos al revés? A pesar de su mirada inquisitiva, no vio nada en particular.

– Más o menos, sí -respondió el gendarme-. Se ha estimado que el fallecimiento se produjo a las ocho de la mañana, hace seis días. Llegamos un cuarto de hora después de la llamada del jinete, hacia las nueve y media. Habían puesto una cazuela al fuego de gas y toda el agua se había evaporado. Creemos que las víctimas se estaban preparando el desayuno. Vestían ropa deportiva, pantalón corto y camiseta. La tienda aún estaba montada y los sacos de dormir desplegados. Había dos bicicletas BTT encadenadas al árbol.

El capitán avanzó y removió unas hojas con el pie.

– Las víctimas fueron halladas justo aquí, cerca de su tienda. No tuvieron tiempo de huir o no trataron de hacerlo. El asesino seguramente venía por el camino que acabamos de tomar. Un camino relativamente frecuentado por paseantes, ciclistas y jinetes. Abandonó el sendero y atravesó los matorrales. Se acercó y golpeó. ¿Utilizó algún pretexto para abordarlos, o se precipitó sobre ellos? A estas alturas, la Sección de Investigación está in albis.

Sharko se dijo que había tenido buen olfato: el hombre continuaba siguiendo el caso de cerca. Un medio para él de demostrar que aún era dueño y señor de su territorio y, sobre todo, de evadirse de la monotonía cotidiana.

– ¿No hay testigos?

– Ninguno. Era algo pronto para los paseantes, quienes de todas formas no salen del sendero. Las circunstancias del asesinato fueron detalladas en la prensa local, yo mismo me ocupé de ello, conozco a gente. Y se solicitó la colaboración ciudadana.

– Muy bien. ¿Y dio algún resultado?

– No, nadie se ha manifestado. El asesino ha tenido suerte.

– La tienen a menudo. Hasta que son detenidos.

Sharko pasó sobre algunas ramas y volvió al camino. Alzó el tono.

– Si no me equivoco, no debía de poder verse la tienda desde el camino.

El gendarme se ajustó sus gafillas redondas.

– Lleva usted razón. Esos jóvenes debían de saber que no está permitido acampar en el bosque, así que se instalaron al abrigo de las miradas. ¿Cómo pudo hallarlos el asesino si pasaba por casualidad por aquí? Por el sonido de sus voces, ya que es probable que los jóvenes estuvieran hablando. Y no olviden que estaban calentando agua, así que con la humedad matinal debía de verse el humo. Era fácil descubrirlos.

Aquel gendarme era un adepto de los detalles. Sharko se frotó el mentón, escrutando de nuevo los alrededores. La vegetación era densa, y no se veía a diez metros. Levallois se restregaba las manos, como si tuviera frío.

– ¿Alguna idea acerca del perfil del asesino? -preguntó.

Lignac asintió, y se apresuró a dar detalles y a hacer gala de su competencia.

– Físicamente, sabemos que ese cabrón calza un 45 y llevaba botas de marcha. La presencia del cromosoma Y en el ADN confirma que se trata de un hombre… Un hombre corpulento, en vista de la profundidad de las huellas de las suelas. Como dice usted, seguramente debe de medir en torno a 1,85 metros, fácilmente. No robó ni rompió nada. Las víctimas no fueron agredidas sexualmente y los cuerpos no fueron desplazados tras la muerte. Todo quedó tal como estaba. No hubo voluntad alguna de borrar las huellas. Estamos ante un crimen completamente desorganizado…

«Exactamente como en el caso de Carnot», pensó Sharko.

– … la Sección de Investigación dispone de huellas de los pasos, dactilares y de ADN en abundancia, halladas sobre los cuerpos, en el arma del crimen y en el saco del que cogió la piqueta de escalada. La acción fue fulminante, nadie vio nada. El asesino dio muestras de cierta inmadurez. Algunos de los golpes identificados por el forense son torpes y desordenados. Llegó y los mató como pudo, presa por lo que parece de una rabia fuera de lo común. Esa pareja tuvo la desgracia de hallarse en su camino.

Sharko y Levallois intercambiaron una mirada. Al igual que en el caso de Carnot, aquello rebatía la hipótesis de un asesino persiguiendo a sus víctimas durante horas, conocedor de su empleo del tiempo y sus desplazamientos. Los dos jóvenes se habían cruzado en su camino en un mal lugar y un mal momento.

Mientras cavilaba, el comisario vio un pájaro sobre una rama, que frotaba el pico contra la corteza. Trató en vano de reconocer la especie. A buen seguro Lignac la conocía. Aquel tipo era bueno, fino, con agallas, ¿cómo podía pudrirse en semejante pueblucho estampando el sello a las multas? Sharko indagó más, obtenía más información de aquel gendarme local que la que habría podido obtener de la Sección de Investigación.

– ¿Cree que es de la zona?

El gendarme se adentró más entre los matorrales y se detuvo junto a un árbol.

– Sí, estamos seguros. Hay un elemento muy importante y muy curioso, del que aún no les he hablado. Vengan…

Los policías se aproximaron. Lignac señaló al suelo.

– Aquí, al pie de este tronco, descubrimos una decena de cerillas quemadas, junto a una caja de cerillas con una marca de alcohol para jóvenes, Vitamin X. En la Sección de Investigación creen que el asesino se sentó aquí, tras el crimen, y se puso a encender esas cerillas, una tras otra, mirando los cuerpos. La mayoría de las cerillas estaban rotas, lo que prueba que el asesino debía de hallarse en un estado de tensión nerviosa extrema, a punto de estallar como una olla exprés. Seguramente, tuvo necesidad de sentarse, de relajarse, o tal vez no estuviera en condiciones para regresar de inmediato. ¿O quizá simplemente se acabó de volver loco? En cualquier caso, lo repito, no era meticuloso, porque ni siquiera trató de borrar sus huellas.

Se volvió hacia la escena del crimen y suspiró. No volvería a pasear por aquel bosque sin pensar en la masacre. Y nunca más dejaría que sus hijos jugaran solos, ni siquiera en su propio jardín. Esa tragedia lo marcaría de por vida.

– Esa caja de cerillas, un verdadero regalo del cielo, le pertenecía, puesto que los jóvenes llevaban encendedor. Además, ha proporcionado una información muy precisa a la Sección de Investigación, ya que no se comercializa y fue distribuida en un acto promocional de la marca, hará cosa de un mes, en una gran discoteca de Fontainebleau, el Blue River. Es seguro que el asesino se oculta en esta ciudad y que frecuenta ese club.

– Podría vivir en alguna ciudad vecina…

Lignac meneó la cabeza.

– Era una velada selecta. La entrada estaba reservada exclusivamente a los vecinos de Fontainebleau.

Sharko y Levallois se miraron brevemente. Aquella información era inesperada.

– ¿Y la Sección de Investigación… ha encontrado algo interesante en relación con esa discoteca? ¿Algún sospechoso?

– De momento, su investigación no ha dado fruto. Esa promoción atrajo a mucha gente, a casi todos los jóvenes de la ciudad. La discoteca estaba llena hasta la bandera, más de mil quinientas personas. El único dato fiable del que disponen es el ADN del asesino. Tal vez acabarán por hacer análisis a algunos jóvenes adultos que frecuentan esa discoteca y calzan un 45. Pero eso sería largo y costaría mucho dinero.

– Sobre todo si el asesino sólo fue a esa discoteca una vez…

Sharko iba de un lado a otro, con una mano en el mentón. Los gendarmes perseguían a un fantasma, un monstruo sin móvil aparente, que tal vez ahora estaba encerrado en su casa y no volvería a salir de allí más que empujado por nuevas pulsiones homicidas. Aparte de su corpulencia, no sabían qué aspecto tenía ni lo que motivaba sus actos. Tampoco sabían que, sin duda, ese asesino tenía puntos en común con Grégory Carnot. Había que afinar más, aprovechar los datos obtenidos sobre el asesino de Clara Henebelle para atrapar a aquel asesino anónimo.

Al observar de nuevo al pájaro, que ahora alimentaba a sus polluelos en el nido, al policía se le ocurrió una idea, una locura que de golpe le pasó por la cabeza. Sin duda le llevaría toda la tarde, pero merecía la pena intentarlo. Éva Louts, gracias a su tesis y a su investigación, tal vez iba a entregarle al asesino en bandeja.

Trató de disimular su entusiasmo.

– Muy bien. Creo que ya hemos visto cuanto había que ver.

Cuando llegaron al aparcamiento, le dio las gracias a Claude Lignac y dejó que se alejara. Tendió la mano abierta hacia Levallois.

– Las llaves… Conduciré yo.

Tomó el volante. Levallois se mostró escéptico.

– ADN por todas partes, lo de la caja de cerillas… ¿no te parece demasiado? Es como si el asesino tratara de que lo detuvieran.

– Tal vez así sea. Quizá pretende guiarnos hasta él porque no es capaz de comprender sus actos. Sabe que es peligroso y que podría volver a hacerlo.

– En ese caso, ¿por qué no se rinde?

– Nadie quiere dar con sus huesos en la cárcel. El asesino quiere darse una oportunidad por un lado y desculpabilizarse por otro: «Si vuelvo a matar, será culpa suya porque no supieron detenerme a tiempo».

Al llegar a la carretera departamental, Sharko se dirigió hacia Fontainebleau. El joven teniente frunció el ceño.

– ¿Puede saberse a qué juegas? ¿Qué pretendes hacer? ¿Ir a esa discoteca y hacer lo que la Sección de Investigación ya ha hecho? Tenemos cosas más importantes que hacer…

– En absoluto. Tú y yo vamos a ir en busca del tesoro. Disponemos de una gran ventaja respecto a la Sección de Investigación: sabemos que Grégory Carnot y nuestro asesino anónimo están ligados por el libro de Terney. A los dos se les fue la olla, ambos son jóvenes, altos, corpulentos y, pondría la mano en el fuego, zurdos.

– ¿Cómo sabes eso?

– Estamos dándole vueltas a eso desde el principio. Louts fue a ver a tipos así en la cárcel, hasta dar con Carnot. Murió a causa de su investigación sobre los zurdos. ¿Necesitas más justificaciones? Venga, nos vamos a repartir el trabajo. Tú alquila un coche esta tarde y vete a ver a todos los médicos de Fontainebleau.

El joven teniente abrió unos ojos como platos.

– ¿Es una broma?

– ¿Te crees que estoy de broma? Busca un paciente masculino, joven, corpulento, con problemas de equilibrio y que, en ciertos momentos, ve el mundo al revés. Tal vez no lo habrá explicado así, quizá haya manifestado que sufre trastornos de la visión o fuertes dolores de cabeza. En resumidas cuentas, algo que haga pensar en alucinaciones o problemas mentales.

– Pero eso es una locura… ¿por qué?

– Grégory Carnot, el último de la lista de presos, presentaba esos síntomas. De vez en cuando veía el mundo al revés. Unos instantes que nunca duraban mucho, pero suficientemente intensos como para perder el equilibrio. También esto estaba ligado a su agresividad.

Levallois frunció el ceño.

– ¿Por qué no nos hablaste de ello durante las reuniones?

– Porque no era importante.

– ¿Que no era importante? ¿Estás de cachondeo?

– No te lo tomes a mal.

Levallois permaneció un momento en silencio, frustrado.

– De acuerdo. ¿Y tú qué vas a hacer en Fontainebleau mientras yo me curro la ronda de los médicos? ¿Te vas a tomar una cerveza?

– Que mal pensado eres. Yo voy a sumergirme en el pasado y me acercaré al nido de nuestro pájaro. Regresaré a la infancia de nuestro asesino, con la esperanza de que viva y haya vivido siempre en Fontainebleau. Para no esconderte nada, me daré, como Éva Louts, una vuelta por los parvularios en busca de esos pocos zurdos.

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