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Con la tesis, las fechas de que disponía y las conclusiones que lentamente iba extrayendo, Sharko, con la ayuda de Levallois, había pasado la tarde tratando de reconstruir el recorrido de la estudiante durante los meses anteriores a su muerte, y puso en común los resultados con todo el equipo de Bellanger en un exiguo despacho del 36.

El verano de 2009, bajo la batuta de Olivier Solers, su director de tesis, Éva Louts inició un trabajo que debía durar más de un año. Uno de los temas: estudiar la lateralidad en los grandes simios y prioritariamente en el hombre. Llevar a cabo observaciones, cumplimentar tablas y, si era posible, extraer conclusiones. Un trabajo banal para una estudiante que acababa sus estudios de biología evolutiva.

Los primeros meses parecieron transcurrir sin problemas. Tranquilamente instalada en su casa, Louts estudiaba las teorías evolucionistas y la selección natural. Citaba ejemplos claros y fácilmente comprensibles de Evolución: el tórax ancho de los indios de los Andes, que aumenta su capacidad pulmonar y les permite filtrar con mayor facilidad el oxígeno rarificado. La morfología longilínea de los sudaneses del Sur, adaptada para disipar el calor, o la achaparrada de los inuit, para conservarlo. Los ojos rasgados de los asiáticos del Norte, que protegen sus ojos del frío y del deslumbramiento provocado por los rayos del sol reflejados en la nieve…

Hablaba también de los comportamientos humanos, de la lateralidad del cerebro, con los hemisferios izquierdo y derecho. Relataba la dificultad de determinar la lateralidad de un individuo: influencias culturales, falsos diestros, ambidextros, sin olvidar a los que escriben con la mano derecha y comen con la izquierda. Exponía igualmente los casos ya observados en los animales: sapos, polluelos, ratas, gatos, peces, renacuajos. Cifras, datos matemáticos, lo necesario para llenar páginas y satisfacer a los profesores durante meses.

Luego se puso a trabajar sobre el terreno. Al principio, Louts recorrió un centenar de parvularios para elaborar puras estadísticas: desde hace más de treinta años, los maestros elaboran sistemáticamente una ficha de competencias de cada alumno, que luego archivan. En ellas anotan, en particular, la lateralidad aparente del niño. Un campo interesante para la estudiante, puesto que si la educación y la presión de los padres pueden forzar al niño a cambiar de lateralidad, eso sólo puede hacerse unos años después del parvulario. En sus primeros años de existencia, el niño se deja llevar más por los genes que por la educación. Eso permite disponer de datos fiables sobre la verdadera lateralidad del individuo. Éva Louts la cifraba en un 10 por ciento de zurdos en la población francesa.

En resumidas cuentas, redactaba una tesis clásica, sin sorpresas.

Y ahí fue donde intervino el azar, en la primavera de 2010. Éva Louts, zurda, vio la foto del combate de esgrima en su habitación y se dio cuenta de que su adversaria también era zurda. ¿Se trataba de una coincidencia o había algo más? Intrigada, la estudiante exploró la pista de los deportes y observó que en las disciplinas muy interactivas había un número desproporcionado de zurdos con respecto a ese famoso 10 por ciento. ¿Por qué? ¿Y por qué a medida que el adversario se aleja disminuye el número de zurdos? Dedujo que el hecho de ser zurdo no está ligado al tipo de deporte sino a la proximidad de los contrincantes.

A partir de aquel momento, Louts comprendió que había dado con algo importante: ¿el hecho de ser zurdo podía tener alguna relación con el contacto físico o, mejor aún, con la violencia? Con el fin de verificar su teoría, se interesó entonces por la historia y, más concretamente, por las civilizaciones con fama de violentas, obligadas a utilizar las manos o a empuñar armas para sobrevivir. Hombres prehistóricos, vikingos, godos, bárbaros… Unos hombres que, para comer o simplemente para destruir, atacaban y mataban. Muchos de ellos, al estudiar sus instrumentos y su arte, resultaron ser zurdos. La teoría de Louts se confirmaba.

Entre junio y julio de 2010, la relación entre Éva Louts y su director de tesis se degradó. La estudiante retenía información, sólo entregaba retazos y así protegía sus descubrimientos. Por su cuenta, decidió llevar aún más lejos su investigación y viajó a la ciudad más violenta de México, Ciudad Juárez. ¿Acaso, al igual que hace cientos o miles de años, las poblaciones violentas seguían contando con un número de zurdos superior a la media? Desgraciadamente, se dio cuenta de que ya no era así en nuestros días. El progreso de una civilización regida por leyes estrictas y la evolución de los medios de agresión -en particular las armas de fuego, que evitan la interacción en la proximidad- acabaron con las comunidades de zurdos. ¿Se sintió decepcionada frente a esa implacable lógica de la Evolución? Seguramente. En cualquier caso, no se resignó: decidió viajar a Brasil, por una razón desconocida pero lo bastante importante como para que estuviera allí una semana. ¿Qué pudo hacer tanto tiempo en la gran ciudad de Manaos? ¿También se entrevistó allí con criminales? ¿Buscó otra forma de violencia? ¿Fue a hablar con alguien en concreto? Era imposible saberlo, pues la única indicación en manos de la policía era un importante reintegro de dinero.

A su regreso a Francia, no anotó nada en sus cuadernos: las páginas sobre Brasil quedaron en blanco. ¿Fracaso o, al contrario, un descubrimiento tan importante que prefirió guardarlo sólo en su cabeza? En cuanto volvió a Francia, Louts solicitó autorización para entrevistarse con criminales violentos, todos ellos zurdos. Las gestiones administrativas llevaron tiempo, pero el 13 de agosto se entrevistó con el primer preso, y el 27 se halló frente a Carnot. El 28, en las montañas. Menos de una semana después, reservó de nuevo un billete a Manaos…


Mientras caminaba junto a Levallois, por la avenida Montaigne, Sharko tenía una firme convicción: algo había precipitado las cosas. El viaje a Brasil desencadenó el interés apremiante de Louts por los asesinos franceses… Sólo hombres zurdos, de físico imponente, jóvenes y que habían matado con extrema violencia. Fue entonces cuando conoció a Grégory Carnot.

¿Qué chispa se había encendido en la mente de Louts? ¿Qué había descubierto en Latinoamérica que luego la llevó a la cima de las montañas? ¿Qué buscaba en aquella verticalidad del mundo? ¿Y por qué deseaba regresar a Manaos?

Sharko volvió a la realidad. Frente a él, la avenida Montaigne brillaba en su desmesura. El distrito VIII de París en todo su esplendor. Mercedes en fila india frente a los palacios, tiendas de lujo, marcas prestigiosas: Cartier, Prada, Gucci, Valentino. A la derecha, el Sena, y al fondo la torre Eiffel. Una postal destinada a atraer a los ricos.

El comisario ajustó el nudo de su corbata y tiró de las mangas de su americana. Miró a un escaparate y se vio reflejado en él. Su nuevo corte de cabello, aquel corte a cepillo que siempre había lucido, le gustaba y le devolvía su verdadero aspecto de poli. Sólo le faltaba la corpulencia para que el Sharko de antaño renaciera completamente de sus cenizas.

Entraron en el número 15, un prestigioso edificio de una blancura palaciega. La sala Drouot era la decana de las instituciones de subastas del mundo entero. Un museo mágico, efímero, donde se puede comprar cuanto la mente humana o la naturaleza han sido capaces de imaginar. La mayoría de las veces, las exposiciones de objetos, relacionados con un tema, una época o un país, duraban sólo unos días. Ochocientos mil bienes pasaban cada año de una mano a otra, tres mil ventas. Un negocio al que la crisis no afectaba.

Sharko y Levallois querían hablar con el comisario tasador, Ferdinand Ferraud, antes de que entrara en la sala de subastas. El personal de la recepción había confirmado que siempre llegaba por lo menos media hora antes, para preparar la velada.

A la espera de esa entrevista, se adentraron en las salas y aprovecharon para echar un vistazo a la exposición del día, titulada «Si tuviéramos los días contados». Ambiente aterciopelado, iluminación tamizada, una calma de iglesia. Algunas parejas del brazo se paseaban en silencio entre los cuatrocientos cincuenta objetos artísticos meticulosamente numerados que se suponía que debían recrear la gran epopeya humana desde los orígenes a la conquista del espacio. Levallois se dirigió al rincón donde se leía «Meteoritos», en el centro del cual había una pieza de una tonelada y media. La observó intrigado, al igual que otros visitantes, elegantes, que habían acudido para ver una vez más los objetos antes de, tal vez, adquirirlos.

– Francamente, ¿tú te pondrías un meteorito en medio del salón?

– No pasaría por la puerta de entrada. Sin embargo, es práctico… para partirle la crisma a alguien.

– ¿Piensas en alguien en concreto?

Con las manos a la espalda, Sharko no respondió y se dirigió hacia los minerales. Malaquita estalactiforme, geoda de calcedonia, esférulas… En una sala, enfrente, había esqueletos de «rinoceronte lanudo», como indicaba un cartel, osos de las cavernas de los Urales y, sobre todo, uno, completo, de un mamut adulto. Majestuosamente exhibido, iluminado, con una de las patas sobre un pedestal, aquel montón de huesos era imponente.

– Procede de Rusia -dijo una voz a su espalda-. Me han dicho que deseaba verme.

Sharko se volvió. Frente a él, un tipo embutido en un traje oscuro, con corbata roja y cuello de jirafa. Ferdinand Ferraud, a buen seguro. Sharko se esperaba a un bobo, al estilo del profesor Tornasol, pero el comisario tasador era joven y de físico atractivo. El policía miró en derredor y señaló a otros individuos.

– Podría haberse dirigido a cualquier otra persona. ¿Tanto aspecto tengo de policía?

– En la recepción me han hablado de un hombre delgado, con el cabello cortado a cepillo y una americana muy holgada.

Sharko le mostró su identificación y le presentó a Levallois, que acababa de reunirse con ellos. Acto seguido entró en el meollo de la cuestión.

– Estamos aquí por una venta que tuvo lugar el jueves pasado. Era de esqueletos de mamíferos, de un período que comprendía de… -sacó un folleto que había cogido al entrar-… nuestros días a hace diez mil años.

– «Arca de Noé.» Una exposición y una venta que tuvieron mucho éxito. El año Darwin influyó mucho. La gente se interesa de nuevo por el arte primitivo y el retorno a la naturaleza. El mercado de los fósiles es tan rentable que se organizan contrabandos de todo tipo, principalmente con China y Rusia.

– Desearíamos echar un vistazo al registro de las ventas de ese día.

El comisario tasador consultó su reloj y contestó sin dudar.

– De acuerdo. Desgraciadamente, no puedo concederles mucho tiempo, puesto que la venta comienza dentro de poco.

Ferraud los invitó a seguirlo. Por fin, un tipo que no oponía resistencia alguna y les abría las puertas. Sharko se dijo que debía de estar acostumbrado a recibir la visita de los investigadores de la OCLVBC -la Oficina Central de Lucha contra el Robo de Bienes Culturales- o de la aduana. El tráfico de objetos de arte era un negocio floreciente.

Pasaron entre animales disecados, a cual más extraño. Picozapato del Nilo, damán… El comisario tasador les dio algunas explicaciones para demostrarles que sabía lo que tenía entre manos.

– Si la Evolución se extiende a lo largo de miles de años, se ha podido constatar que sólo desde hace cinco mil años el hombre modifica su curso a un ritmo espantoso y participa activamente en la extinción de las especies. Esas que ven aquí pronto ya sólo existirán en museos o en colecciones particulares. Hay alrededor de nueve mil especies de pájaros y se estima que el 1 por ciento de ellas se ha extinguido en seiscientos años por culpa del hombre.

– El 1 por ciento en seiscientos años no es el fin del mundo -respondió Sharko.

– Es doscientas veces más que el ritmo de extinción natural.

– ¡Ah, es mucho!

Señaló las magníficas fotografías de un grupo de hipopótamos tomadas por un célebre fotógrafo.

– Se masacra a los hipopótamos diciendo que no sirven para nada. Luego, desaparecen centenares de especies de peces. ¿Por qué? Porque los excrementos de hipopótamo fertilizan las aguas de los ríos a lo largo de cientos de kilómetros y favorecen la multiplicación del plancton y, en consecuencia, la de los peces. Cada elemento, en un ecosistema, tiene su papel, una razón de ser… Nada es inútil y todo es increíblemente frágil.

Sharko pensó en las desventuradas mariposas del abedul blancas, en la capacidad del hombre para provocar desastres. Bosques destruidos, muerte de los corales, alteración de los ecosistemas, agujero en la capa de ozono, contrabando de marfil, caza furtiva o vertidos de petróleo en los océanos. La lista era inacabable. La aniquilación de miles, de millones de años de Evolución. Cosas en las que era mejor no pensar si uno no quería morir de inquietud.

Subieron una escalera que permitía observar las salas desde arriba y, sobre todo, acceder a una serie de despachos. Ferraud entró en uno de ellos, abrió un armario cerrado a cal y canto y extrajo la carpeta correspondiente. Se humedeció la punta de los dedos.

– ¿Qué buscan exactamente?

Levallois, que quería demostrar que también existía, tomó la iniciativa.

– La identidad del o de los compradores de fósiles de chimpancés de unos dos mil años de antigüedad.

El hombre hojeaba el listado a una velocidad impresionante. De repente, su mirada se inmovilizó. Con media sonrisa, alzó los ojos hacia sus interlocutores.

– Sólo teníamos una pieza de ese período, tienen ustedes suerte.

– ¿Se vendió?

– Sí.

Los dos policías se miraron fugazmente.

– Y recuerdo al comprador, un coleccionista apasionado. Nos entregó un cheque de doce mil euros. Compró un ejemplar de cada gran simio que ofrecimos. Cuatro esqueletos de excelente calidad, que contaban con más del 20 por ciento de sus huesos originales.

Sharko frunció el ceño. El comisario tasador explicó:

– Para su información, esos fósiles no lo son en realidad. El mamut de abajo, por ejemplo, sólo tiene el 5 por ciento de sus huesos originales. En su forma inicial no le interesaría a nadie porque estaría demasiado estropeado y no sería estético. El resto de la osamenta es sintético y lo monta una empresa especializada en la exhumación, la preparación y el transporte de fósiles, con sede en Rusia. El SPPL, Saint-Petersburg Paleontological Laboratory, que tiene como objetivo convertirlos en verdaderas obras de arte.

Ferraud rodeó el nombre en su hoja y la tendió a los policías.

– Entregado a domicilio, el viernes por la mañana, por nuestros servicios de transporte. Aquí tienen su dirección exacta, que seguro que el comprador no se inventó. ¿Desean saber algo más?

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