Una vez en la calle, los policías respiraron profundamente, como al salir a la superficie tras una inmersión submarina. Nunca el ruido de un coche, que pasó ante ellos a toda velocidad, fue tan tranquilizador. Todo se abatía sobre sus hombros, incluso el peso del aire. Sharko avanzó hasta el borde del Sena y, con las manos en los bolsillos, observó los centelleos ambarinos que lo saludaban. Alrededor de él, París se acurrucaba bajo la gruesa manta luminosa. En el fondo de sí mismo, amaba aquella ciudad tanto como la detestaba.
Discretamente, Lucie se puso a su lado y le preguntó:
– ¿En qué piensas?
– En muchas cosas, pero sobre todo en esa historia de la Evolución y la supervivencia. En esos genes que desean propagarse a cualquier precio hasta el extremo de llegar a matar a su propio portador en el intento.
– ¿Cómo los machos de las mantis religiosas?
– Las mantis religiosas, los abejorros o los salmones. Incluso los parásitos, los virus se mueven por esa lógica, nos colonizan para seguir existiendo, con la inteligencia que ya les conocemos. ¿Sabes?, le doy vueltas a eso de la carrera armamentística. Me recuerda a un fragmento de la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas, A través del espejo. ¿Has leído a Lewis Carroll?
– No, nunca. Mis lecturas, por desgracia, eran algo más lúgubres.
Lucie se aproximó más a él y sus hombros prácticamente se rozaban. Sharko miraba fijamente al horizonte, sus pupilas se habían dilatado. Su voz era dulce, límpida, en contradicción con toda aquella violencia que los aplastaba un poco más a cada minuto que pasaba.
– En un momento dado, Alicia y la Reina de Corazones se lanzan a la carrera y Alicia le pregunta: «Es extraño, Reina de Corazones, ¿por qué corremos muy deprisa y el paisaje a nuestro alrededor no cambia?». Y la Reina le responde: «Corremos para quedarnos en el mismo sitio».
Calló un instante y luego miró a Lucie a los ojos.
– Somos como cualquier otra especie, como cualquier organismo: hacemos lo que haga falta para sobrevivir. Tú y yo, el antílope de la sabana, el pez en el fondo del océano, el pobre, el rico, el negro o el blanco, todos corremos para sobrevivir, desde el principio. Sean cuales sean las tragedias que nos hagan caer al suelo, siempre volvemos a ponernos en pie y volvemos a correr para alcanzar ese paisaje que desfila demasiado deprisa. Y cuando finalmente recuperamos el retraso, ese maldito paisaje acelera de nuevo, obligándonos a adaptarnos y a correr aún más deprisa. Si uno no lo consigue, si nuestra mente no consigue azuzarnos para seguir corriendo, nuestra carrera armamentística se detiene y nos morimos, eliminados por la selección natural. Es así de sencillo.
Su voz vibraba con tal emoción que Lucie sintió que las lágrimas le humedecían los ojos. Pensaba en los gemelos de su familia. En esa carrera desenfrenada por la supervivencia; ella había actuado como los bebés del tiburón, devoró a su propia gemela en el vientre de su madre porque, tal vez, sólo había espacio para una de ellas dos, la más competitiva en este mundo. Recordó a la hermana de su propia madre, muerta a causa de una granada, mientras su madre logró sobrevivir e incluso dio vida… Tantos y tantos misterios y preguntas que tal vez jamás tendrían respuesta.
Sin pensárselo dos veces en esta ocasión, Lucie lo abrazó.
– Hemos pasado por los mismos sufrimientos, Franck, y los dos hemos seguido corriendo, cada uno por su lado. Hoy, sin embargo, corremos juntos. Eso es lo más importante.
Se apartó un poco y Sharko recogió con la punta de los dedos la lágrima que ella no pudo contener y observó atentamente aquel pequeño diamante de agua y sal. Inspiró profundamente y se limitó a decir:
– Sé a qué fue Éva a Brasil, Lucie… Lo comprendí en los primeros minutos de la película.
Lucie lo miró sorprendida.
– Pero ¿por qué…?
– ¡Porque tengo miedo, Lucie! Tengo miedo de lo que nos espera al final del camino, ¿lo entiendes?
Le dio la espalda y se acercó más a la orilla, como si se dispusiera a saltar. Miró la otra orilla, mucho rato, en silencio. Luego, con una dolorosa inspiración, dijo:
– Y, sin embargo… Allí es donde tu mente te empuja, Lucie. Para saber, por fin.
Cogió el teléfono móvil y marcó un número. Al otro extremo de la línea, alguien respondió. Sharko se aclaró la voz antes de hablar.
– ¿Clémentine Jaspar? Soy el comisario Franck Sharko. Sé que es muy tarde, pero me dijo que podía llamarla cuando quisiera. Necesito hablar con usted.