Montmartre, de noche. Las sombras huidizas bajo el resplandor fatigado de las farolas. Sus callejuelas adoquinadas, su forma ojival recortada en lo alto, parcelada por sus interminables escaleras. Un dédalo de callejas que se entrecruzan y, en el centro, su Minotauro: Stéphane Terney.
Lucie había estacionado su vehículo en la calle Lamarck, cerca de una boca de metro cuyas escaleras se adentraban en el subsuelo en espiral. Pequeños restaurantes y bares aún abiertos absorbían a los escasos paseantes. El aire era espeso, pegajoso. Una atmósfera de final de verano, saturada de humedad como si estuviera a punto de caer una tormenta. Con aquel bochorno, el barrio parecía una fortaleza, un islote protegido por la bruma lejos del tumulto de los Campos Elíseos o de la plaza de la Bastilla.
Para obtener la dirección del organizador del robo del cromañón, a Lucie le había bastado llamar a información telefónica. En la capital y los alrededores existían tres personas con ese nombre, pero el nombre de la calle donde vivía una de ellas no dejaba duda alguna.
Calle Darwin.
Charles Darwin… El padre de la teoría de la Evolución y autor de El origen de las especies, recordó Lucie de sus lejanas clases de biología. Extraña coincidencia.
Desde su regreso de Lyon, había estado en su burbuja. Cuando abandonó el apartamento del joven del casco de botella, en el barrio de la Duchère, fue a una librería a comprar el libro de Stéphane Terney: un libro científico, con ejemplos y demostraciones matemáticas que no parecían muy interesantes. Luego, tras advertir a su madre que regresaría por la noche muy tarde o incluso al alba, se puso en camino sin detenerse ni pensar en otra cosa que en el caso. Pisando el acelerador a fondo, había tenido un único deseo: hallarse frente a aquel que, sin duda alguna, tendría que rendir cuentas por el robo de la momia y arrojaría luz sobre su extraña relación con Grégory Carnot.
A grandes pasos, dejó atrás una hilera de casas y se halló frente a la de Terney: una fachada de hormigón pintada de blanco, con dos plantas, garaje privado y una sólida puerta metálica que le daba el aspecto de una caja fuerte gigante. Eran casi las once de la noche y no se veía luz alguna en las ventanas de la primera planta. Demasiado tarde, muy tarde para llamar a la puerta sin despertar sospechas. Al fin y al cabo, Lucie casi no sabía nada acerca de Terney y pisaba un terreno resbaladizo: aquel hombre, amparado por un montón de títulos y diplomas, según el pelirrojo y el libro sobre el ADN, debía de ser peligroso.
Ante esa difícil situación, observó los alrededores y se dirigió hacia un callejón sin salida, unos metros más allá, que se adentraba en el bloque de viviendas. El estrecho callejón era un atajo hacia una calle paralela y, sobre todo, permitía acceder a las terrazas y los pequeños jardines situados en la parte posterior de las viviendas. Bastaba escalar una alta barrera de cemento para conseguirlo.
Tras ponerse sus guantes de lana, Lucie se propulsó hacia arriba, se agarró al reborde con las palmas de las manos y tras varias tentativas logró encaramarse, no sin hacerse rasguños en los codos y los antebrazos. Acto seguido, su cuerpo cayó pesadamente sobre la hierba. Gruñó en silencio. No se había roto nada, pero ese pequeño ejercicio le demostró, una vez más, que ya no estaba en forma como antaño.
Había acertado. Si las casas desde la calle sólo mostraban una fachada anónima, por aquel lado hacían gala de las extravagancias de sus propietarios. Terrazas colgantes, varengas hexagonales, jardines japoneses de exuberante vegetación… Un París adinerado, al abrigo de la envidia.
En la calle Darwin, Lucie había contado el número de fachadas que separaban la casa de Terney del callejón. Tras cruzar discretamente el cuarto jardín, creyó que se hallaba en el lugar adecuado.
Rápido análisis de la situación: era imposible entrar por abajo, a causa de la veranda de doble cristal. En el primer piso, en cambio, vio una ventana entreabierta. Tal vez la habitación del científico. Inclinada, se dirigió hacia la veranda, se encaramó al depósito de agua situado bajo el canalón y unos segundos después se halló sobre el plexiglás del techo. Echó un vistazo en derredor: no había nadie en las ventanas. La gente se aborregaba frente al televisor, hacía el amor o dormía.
Cerca de la ventana, sacó el arma de su bolsillo. En su cabeza todo iba muy deprisa: la ilegalidad, el peligro, los problemas que tendría por entrar allí sin autorización. ¿Y si había heridos? Dudó unos segundos e, impelida por una fuerza que siempre la había movido, entró.
Apuntó hacia la cama. Nadie. La habitación estaba vacía, pero las sábanas estaban arrugadas. Los rincones de la habitación estaban completamente a oscuras. Lucie dejó que sus ojos se habituaran a la oscuridad. Sintió una opresión en el corazón cuando vio las zapatillas y el batín tirados de cualquier forma en el suelo.
Terney estaba allí, en algún lugar.
En la casa.
Lucie tensó sus músculos y sus sentidos se aguzaron aún más. Los ínfimos crujidos del suelo bajo sus pies le parecieron amplificados. El hombre que se ocultaba entre aquellas paredes tal vez había asesinado a una estudiante y no dudaría en matarla a ella. Un verdadero predador, que tenía la inmensa ventaja de conocer el terreno. Lucie se sintió estúpida, irresponsable. ¿Por qué no había avisado a Sharko? ¿Por qué arriesgarse tanto cuando su hijita la esperaba en casa? ¿Qué tenía en la cabeza para hallarse allí sola, frente al peligro?
Trató de recuperar su sangre fría. Empujó la puerta con la punta de los dedos y avanzó por el pasillo. La vivienda estaba iluminada por las farolas de la calle. Frente a ella, una barandilla de aluminio, retorcida en forma de doble hélice como la molécula del ADN, reseguía el pasillo y daba abajo al salón. Lucie oyó unas voces difusas, unas risas que se perdieron en el aire húmedo, afuera. Llenándose los pulmones de aire, avanzó, pegada a la pared, examinando las habitaciones mientras caminaba en silencio. En el piso de abajo vio un contestador telefónico cuya pantalla parpadeaba, con la cifra 7 en un tamaño grande.
Siete mensajes… Lucie se relajó un poco. Sin duda, Stéphane Terney no se hallaba oculto en su casa, sino simplemente ausente. Y desde hacía bastante tiempo, por lo que parecía.
Siguió avanzando. Una de las habitaciones, gigantesca, llamó su atención. Tuvo la sensación de hallarse en el antro de un coleccionista macabro. En la penumbra, esqueletos en posición de ataque. Fósiles prehistóricos en perfecto estado, animales de todo tipo y de todos los tamaños que identificó como reconstrucciones de dinosaurios. En unas vitrinas, minerales, conchas de piedra, partes anatómicas. Fémures, cúbitos, dientes, sílex. El médico había creado su propio museo de la Evolución.
Una visión, al fondo, le revolvió el estómago. Se trataba de cinco esqueletos. Junto a ellos, una inscripción pintada sobre una tela: «Los cinco grandes simios». Reconoció el de un hombre y también el de un chimpancé, más bajo, más achaparrado, al que le faltaba la parte superior: el cráneo y las mandíbulas.
Con la nuca dolorida, Lucie se volvió y vio que algunas tablas del suelo de madera habían sido arrancadas. Debajo, un escondrijo vacío. ¿Alguien había registrado la casa?
Finalmente, salió. Terney era más que un apasionado, vivía sumergido en plena Evolución, hasta el extremo de residir en la calle Darwin. Aquí y allá, objetos de arte o pinturas relacionados con el ADN, la magia de la naturaleza, lo infinitamente pequeño. Filamentos helicoidales, primeros planos de células, fractales coloreados. Aquel pasillo no acababa nunca. ¿Cuántos metros cuadrados tenía la casa?
Súbitamente un olor la puso en alerta. Una pestilencia que conocía demasiado bien, una mezcla de carne muerta y gases intestinales. Sus dedos se aferraron aún más a la culata de su Mann. Con la punta del pie, empujó la última puerta antes de la escalera y se adentró en un cubo de sombra. Tras apuntar con el arma hacia los ángulos oscuros, aplastó el interruptor con el puño.
El horroroso espectáculo apareció ante ella bruscamente.
Stéphane Terney yacía en el suelo, tendido sobre el costado derecho, junto a una silla caída en el suelo.
El cuerpo desnudo había sido atado con cinta adhesiva, con las manos delante y los pies atados al travesaño. Unas amplias cuchilladas cruzaban el torso, los brazos, las pantorrillas: unas sonrisas negras, inmóviles, que habían horadado la carne. Un trozo de cinta adhesiva, que había sido utilizada como mordaza, colgaba de una de las mejillas. El hombre había caído de la silla de costado, pero los índices de ambas manos señalaban hacia delante, como si hubiera tratado de indicar alguna cosa. Lucie se volvió hacia la dirección indicada. Una biblioteca, en la que había cientos de libros, colocados uno junto a otro hasta varios metros de altura. Una cripta de papel. ¿Qué libro en particular señalaba la víctima?
Sin acercarse, procurando no contaminar nada, Lucie trató de memorizar la escena, de imaginar al asesino en acción. Necesitaba un perfil, una silueta, por lo menos una sombra, para poder sumergirse completamente en el caso y comprender qué tipo de individuo dejaba cadáveres en su estela. Allí había estado un asesino, en aquella habitación. Por fuerza había dejado algo de sí mismo, de su personalidad, en aquel sepulcro frío y siniestro.
Terney había sido mutilado, torturado de manera metódica, sin que el asesino sintiera pánico. En el suelo había colillas aplastadas, con la punta negra de tabaco carbonizado. Una de ellas aún estaba en el hombro del cadáver, como si la colilla se le hubiera pegado a la piel. La mordaza, en parte despegada, podía hacer pensar que Terney había acabado por hablar. ¿Qué era lo que su verdugo había intentado que dijera?
Lucie creyó que iba a desmayarse cuando oyó un ruido casi imperceptible que procedía del fondo de la habitación. Allí había otra puerta.
El ruido se repitió. Bum, bum… Algo golpeaba contra una pared. O más bien, alguien.
Lucie avanzó, con un nudo en la garganta. Conteniendo la respiración, con el arma en ristre, hizo girar el pomo y abrió bruscamente.
Un hombre vestido con un pijama negro estaba allí, sentado en el suelo, con un voluminoso libro abierto entre las piernas. Oscilaba ligeramente -y eso era lo que producía el ruido-, y pasaba las páginas, imperturbable, concentrado, sin ni siquiera alzar la cabeza. No tenía ni veinte años.
Lucie no tuvo tiempo de comprender ni de reaccionar cuando unos golpes sordos en la puerta de entrada la dejaron paralizada.
– ¡Policía! ¡Abran!
Una voz grave, agresiva. Lucie retrocedió, desconcertada. El hombre sentado seguía sin reaccionar, pasando páginas incansablemente. Dios mío, era incomprensible. ¿Por qué no huía? ¿Quién era? Lucie tenía que reflexionar, y rápido. Si la encontraban allí, se había acabado todo. A grandes zancadas, se precipitó al pasillo y derribó una estatuilla colocada en lo alto de la rampa de la escalera. Apretó los dientes, incapaz de atrapar el objeto que rodó por los peldaños con gran estruendo sin romperse.
Era de metal.
– ¡Stéphane Terney! ¡Abra!
Más golpes, apremiantes. Vocerío, gritos. Lucie se dirigió a la habitación sin ni siquiera respirar. Los golpes se convirtieron en estrépito, pues las fuerzas del orden debían de estar intentando derribar la puerta con un ariete. La puerta se rompió en pedazos en el momento en que Lucie aterrizaba con los pies juntos en el jardín. Sin aliento, se lanzó entre el ramaje. Alrededor de ella se encendían luces que perforaban la noche como ojos curiosos. Alertadas por el ruido, unas sombras difuminadas se dibujaban tras los grandes ventanales de las casas vecinas. Lucie trepaba, descendía, corría, con los dedos tensos y el rostro azotado por la vegetación. Era cuestión de segundos. Ni siquiera volvió la vista atrás. Los polis debían de haber descubierto el cadáver y debían de estar deteniendo al tipo, accediendo a las habitaciones una tras otra, abalanzándose hacia las salidas. Probablemente dentro de menos de un minuto iluminarían los jardines con potentes linternas. Llegó a la gran barrera de cemento y se lanzó como la piedra arrojada por una honda. Su cuerpo percutió pesadamente contra el muro, sus brazos la izaron y la propulsaron al callejón. El aterrizaje fue rudo pero sus rodillas la sostuvieron. En el momento en que se incorporaba, su mejilla derecha chocó contra la pared fría.
Un cañón de revólver le apretó la sien.
– ¡No te muevas!
Se sintió incapaz de mover ni un músculo. Un puño firme le había pegado la mano a la espalda, inmovilizándola con aquella llave. Respiraba ruidosamente por la nariz y su boca se retorcía. La habían hecho caer en una trampa, vigilando todas las posibles salidas. Estaba jodida y pensó inmediatamente en su hija Juliette. Vio los barrotes de una cárcel entre sus rostros.
El tiempo pareció dilatarse y de repente Lucie sintió que la tensión disminuía. El hombre le dio la vuelta con sequedad y sus miradas se cruzaron.
– ¿Fr… anck?
El rostro demacrado de Sharko flotaba en la penumbra. Con el resplandor palpitante, tenía el aspecto de un policía del cine negro. Pómulos cincelados con un cuchillo, pistola alineada con su silueta alargada, casi furtiva, y el careto de quien lo ha visto y lo ha vivido todo. Miró rápidamente a su espalda y habló en voz queda.
– ¡Joder, Henebelle! ¿Qué coño haces aquí?
Lucie jadeaba, incapaz de recuperar el aliento.
– Está… está… muerto… Torturado… Hay… hay… alguien allí… en la habitación… Un tío en pijama…
Sharko bajó el arma, no sabía ya qué hacer. Sus ojos escrutaban la calle y volvían a Lucie. A lo lejos, desde las ventanas de la casa de Terney, unos haces luminosos barrieron la oscuridad.
El comisario se llevó los dedos a la cabeza. Tenía que pensar, y rápido.
– ¿Alguien te ha visto?
Lucie meneó la cabeza, con las manos en las rodillas y escupió un filamento de bilis.
Él la agarró de la muñeca y apretó con fuerza.
– ¿Cómo has llegado hasta aquí?
– Deja… que me marche… Te… lo… suplico…
Sharko ni siquiera tuvo que luchar contra su conciencia de policía. Ambos eran iguales. Unos seres destrozados, heridos en su interior y al margen de la ley. Soltó por fin su muñeca.
– Lárgate. Vete por el callejón y desaparece. Tienes menos de cinco segundos. Y sobre todo, no me llames, no dejes ningún rastro de nuestro encuentro, pase lo que pase. Yo te llamaré.
Le dio tal empujón que estuvo a punto de caerse. Lucie se incorporó y se volvió para darle las gracias con un gesto de la cabeza, pero él ya se alejaba. Entonces respiró profundamente y se lanzó a la carrera, como una fugitiva, hasta desaparecer por fin en las tinieblas de Montmartre.