Oficinas de la Criminal…
Una vez que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, el comisario se halló frente a dos hombres, Bertrand Manien y Marc Leblond, su brazo derecho. Uno estaba sentado, tieso como un palo, y el otro apoyado despreocupadamente en la ventana del fondo que daba al Sena. Un ambiente cargado y un mobiliario de otra época.
– Siéntate, Franck.
Sharko obedeció en silencio la orden de su ex jefe. Una silla de madera, rudimentaria. Sintió un dolor en las nalgas, porque tenía los huesos sobresalientes. Estaba delgado, demasiado delgado. Por lo general, en aquella sala, organizada como open space, había de media cinco o seis policías que trabajaban a la vez frente a sus ordenadores. En aquel momento, o todos los hombres estaban trabajando en la calle o bien les habían pedido amablemente que abandonaran el lugar durante la «entrevista». Marc Leblond se situó junto a Manien y se acomodó a su vez. Un tipo alto, también delgado, de unos cuarenta años, inseparable de sus botas camperas y su paquete de cigarrillos baratos. Una cara de reptil, de ojos finos en los que centelleaba el vicio. Antes de incorporarse a la Criminal, aquel policía se había pasado cinco años deteniendo putas y eventualmente comprobando la calidad del servicio. A Sharko nunca le había gustado aquel tipo y el sentimiento era mutuo.
El reptil rubio desenfundó primero. Una voz ronca, imperativa, la del tipo que disfruta con la situación.
– Háblanos de Frédéric Hurault.
Frédéric Hurault… El cadáver hallado en su coche en Vincennes. Frente a los dos policías, Sharko había adoptado una posición fingidamente relajada. Con los brazos cruzados, un poco repantigado en su silla. Al fin y al cabo se hallaba ni más ni menos que en su antiguo puesto.
– ¿Que os hable de él? ¿Qué quieres decir?
– ¿Cómo lo detuviste? ¿Cuándo?
El comisario frunció el ceño. Quiso ponerse en pie pero Bertrand Manien se inclinó por encima de la mesa de despacho y le puso la mano en el hombro.
– Quédate, comisario, por favor. Desde hace dos días estamos con la mierda al cuello en ese caso. No hay testigos ni móvil aparente. Hurault no era un habitual de la prostitución, y ni siquiera se le empinaba, con toda la medicación que le habían dado en el hospital psiquiátrico. ¿Tenía una cita? ¿Un deseo repentino? Pero ¿por qué en ese lugar, tan alejado de todo? En resumidas cuentas, de momento no tenemos nada.
– ¿Me echaste de tu equipo y ahora quieres que te ayude?
– Te hice un favor al echarte, ¿no? Era, como decirlo… ¿un favor por favor? Escúchame, el asesino no es un simple putero. Simplemente te preguntamos para tratar de avanzar. Perseguiste a Hurault hace años y lo detuviste. Lo conoces. A él y a sus relaciones.
– Para eso están los archivos.
– Los archivos pesan y están llenos de polvo. No hay nada como el factor humano. Nos gustaría que nos pasaras las informaciones importantes. Es posible que pronto todos mis hombres estén trabajando en el caso del mono y yo tengo que avanzar en el mío, que no le importa a nadie, ¿me entiendes?
Sharko se serenó.
– No puedo deciros demasiado sobre él que no sepáis ya. Fue a principios de los años 2000. Hurault se acababa de divorciar, tras diez años de matrimonio, por decisión de su mujer. Un divorcio turbulento. Hurault no soportaba verse solo. Tenía treinta años y era obrero de la Firestone. Vivía en un pequeño apartamento en Bourg-la-Reine. El día del trágico suceso, tenía la custodia de sus hijas durante el fin de semana.
El policía tragó saliva, respiró y trató de mantener una voz neutra, desprovista de emoción. Sin embargo, nunca había olvidado los horrores que vio aquel día, en el cuarto piso de un edificio antiguo.
– A las pequeñas las encontró la madre el domingo por la noche. Estaban en pijama, ahogadas en la bañera. ¿Queréis que os describa la escena?
– Con eso basta.
– Tras seguir la pista de sus movimientos bancarios, pudimos atrapar a Hurault quince días más tarde en Madrid, en un hotel de tres al cuarto. Dijo que había perdido la razón en el momento de cometer el acto y que no recordaba cómo había matado a las chiquillas. Según un perito psiquiatra, había sufrido un breve brote psicótico provocado por el estrés del divorcio. Cuando vio los cuerpos ahogados en la bañera, fue presa del pánico y huyó. Sus abogados esgrimieron el artículo 122.1 del código penal sobre la irresponsabilidad. Al cabo de un largo y complicado juicio en el que desfiló una batería de psiquiatras, ganaron. Hospital psiquiátrico Sainte Anne por un tiempo indeterminado. Por lo que respecta a la madre… Varios intentos de suicidio… Nunca se recuperó.
Manien manoseaba un bolígrafo, sin dejar de mirar a Sharko. Sus gestos eran bruscos, nerviosos.
– ¿Y tú? ¿Qué pensabas tú? ¿Creías que no era responsable?
– Lo que yo creyera poco importaba. Había hecho mi trabajo. El resto no era asunto mío.
– ¿Que no era asunto tuyo? Sin embargo, te vieron en el juicio. Un juicio al que asististe con asiduidad, como si te concerniera personalmente.
– A menudo he asistido a juicios de casos importantes en los que he intervenido. Y estaba de vacaciones.
– Yo, en vacaciones, me voy a pescar o a la montaña.
Se volvió hacia Leblond.
– ¿Y tú qué haces?
El reptil se contentó con una mueca, sin responder. Manien se volvió de nuevo hacia Sharko con un aspecto más relajado, casi burlón.
– Y tú prefieres asistir a juicios… De acuerdo… Cada uno se divierte como quiere, al fin y al cabo. ¿Sabes si Hurault tenía enemigos?
– ¿Además de todos los padres y madres de Francia?
Un silencio. Unas miradas retadoras. Manien soltó el bolígrafo y se inclinó hacia delante, con los puños en el mentón.
– ¿Sabías que lo habían soltado?
Una respuesta franca, sin titubeos, de Shark:
– Sí. Estos últimos años fue trasladado a la Salpêtrière, para preparar su futura salida. Allí es donde yo seguía una terapia desde hacía varios meses. Ya sabéis cuál, supongo.
Leblond esbozó una desagradable sonrisa.
– ¿Coincidisteis allí?
– ¿Quieres decir en una celda acolchada?
– No te lo tomes así. Pareces muy nervioso.
Sharko se restregó la frente. El sol había dado contra el cristal a lo largo de todo el día y la humedad se había pegado a las paredes como un parásito. Los viejos olores impregnados exhalaban de todas partes: cigarrillo, sudor, madera vieja. Olía a hombre.
– ¿De verdad? -le replicó al reptil-. Tú aún limpiabas letrinas en la mili cuando yo ya hacía exactamente lo que haces tú. Acosar a la gente. ¿Creéis que soy gilipollas? ¿Habéis decidido ponerme palos en las ruedas? ¿Joderme la vida con el único pretexto de que conocía a la víctima? ¿Por qué? ¿Porque hice todo lo posible para cambiar de equipo?
– Déjate de paranoias. Sólo te pedimos que nos eches una mano. Estamos todos en el mismo barco, comisario, no lo olvides. ¿Coincidisteis en la Salpêtrière?
– A veces. Los servicios que nos atendían a él y a mí estaban muy cerca el uno del otro.
– ¿Y volviste a ver a Hurault desde que salió?
– Hace dos días, en el bosque de Vincennes. No fue su mejor día.
– Tú tampoco estás en muy buena forma -dijo el reptil-. Desde que perdiste a tu mujer y a tu hija, ves mariposillas negras por todas partes. No entiendo cómo pueden mantener en nuestras filas a gente a la que se le ha ido la olla.
No fue necesario más de un segundo para que Sharko saltara de su silla y se abalanzara sobre Leblond. Las dos masas de huesos se estamparon contra una pared e hicieron volar un montón de papeles. Una silla cayó al suelo. Con el rostro crispado, Manien logró separarlos antes de que llegaran a las manos.
– ¡Calmaos, joder! ¿Qué os pasa?
Miradas de odio, saliva en los labios, venas marcadas. Finalmente, ambos volvieron a su sitio. Sharko sentía los latidos de sus sienes y cómo le hervía la sangre. Leblond fue a encenderse un cigarrillo ante la ventana abierta, mientras Manien apaciguaba los ánimos, sólo en apariencia.
– Discúlpale. Todas esas historias que cuentan de ti te hacen perder los estribos, es normal. Eras un comisario cómodamente apoltronado y te encuentras de nuevo removiendo la mierda. En tu situación, reaccionaría igual.
– Tú no estás en mi situación.
Manien ignoró la respuesta y prosiguió su trabajo de zapa.
– ¿Así que desde el hospital no habías vuelto a ver a Frédéric Hurault antes del sábado?
– Si no me falla la memoria inmediata, no. Pero ya sabes que Bourg-la-Reine y Haÿ-les-Roses están muy cerca. No es imposible que me lo cruzara un día, sin que me diera cuenta. Tú mismo lo has dicho, a veces ni siquiera recuerdo dónde he dejado mi pistola.
Manien se volvió hacia Leblond, lo miró divertido y luego se acomodó aún más tranquilo. Casi sonreía.
– Sin darte cuenta… Vale. Vayamos a lo práctico y a la verdadera razón de tu presencia aquí. ¿Sabes que han encontrado un pelo de una ceja sobre la ropa de la víctima?
– No, no lo sabía. No es asunto mío.
– Es tan difícil no dejar ningún rastro, con todas las técnicas de que disponemos. Diría incluso que se ha vuelto imposible. No me dirás lo contrario, ¿verdad? La piel, el sudor, las escamas, las huellas…
– ¿Y pues?
– En el FNAEG [5] han comparado el ADN extraído del pelo y ha aparecido una ficha. Si nos basáramos únicamente en la ciencia y omitiéramos nuestro olfato de polis, podríamos decir que ya teníamos al culpable.
– ¿Ese ADN no será el mío, por casualidad?
Sharko vio cómo a Manien se le hacía un nudo en la garganta y sus ojos palpitaban.
– Por ese motivo también nosotros estamos fichados desde hace poco en el FNAEG -añadió-. Somos elementos contaminantes en el escenario del crimen. Sucede a menudo, y también sucederá en ese caso del mono en el que trabajo. ADN del poli del servicio urgente de la policía, del chimpancé, del cuidador del animal y de la primatóloga. Toneladas de huellas en los barrotes de la jaula. ¡Mierda! ¿No me habrás hecho venir para acusarme de algo? ¿Qué pretendes? ¿Joderme los pocos años que aún tengo por delante?
Manien titubeó y recuperó la seguridad.
– No tiene nada que ver. El problema es cómo actuaste en la escena del crimen. Manoseaste el cadáver y lo pisoteaste todo. ¿Querías contaminar la escena para que no pudieran atrapar al asesino? ¿O era sólo para joderme y asegurarte de que te despediría? Sé franco, comisario, y no olvides que trabajamos para la misma empresa.
– No había dormido en toda la noche. Tenía un montón de cosas en la cabeza. La ventanilla del vehículo estaba abierta y quise ver qué careto tenía un tío que podía ir por un lugar como aquél por la noche. Me incliné hacia el interior del habitáculo y no pensé en las precauciones, la cagué.
Al fondo de la sala, Leblond exhalaba silenciosamente el humo hacia el exterior, con un pie contra la pared. Manien volvió al ataque.
– Sabes, el tipo que se lo cargó a sangre fría a lo mejor no llevaba pasamontañas… Seguramente quiso que Hurault viera su rostro en el momento en que le hundía el destornillador en las tripas. Porque… no sé… ¿quizá porque quiso mostrarle que no había olvidado y que sabía que era responsable de sus actos? Gracias al eximente por enajenación mental, Hurault sólo pasó nueve años en un hospital psiquiátrico. Si hubiera admitido su crimen, habría pasado el doble en una cárcel. Nosotros, los policías, detestamos a esa gente, porque nos dan la impresión de que trabajamos en balde. ¿Qué crees tú?
Sharko se encogió de hombros. Manien no soltó la presa.
– Hace poco más de un año, aún eras analista del comportamiento. Seguro que tienes respuesta a ese tipo de preguntas…
– Hay otros analistas que siguen en activo. Ve a verlos.
Sharko consultó su reloj y se puso en pie, tranquilamente.
– Llevo casi treinta años de carrera. Treinta putos años de buenos y leales servicios dedicados a detener a tipos diez veces peores que Hurault. Las he pasado más putas de lo que las pasarás tú nunca, a pesar de lo que hayas visto. Y tú has decidido acabar conmigo, quieres destruirme como has hecho con tantos otros colegas antes. Aparte del ADN debido a la contaminación del escenario del crimen, no tienes nada contra mí. La cagué en la escena del crimen, vale, ¿por qué no avisas a la IGS? [6] ¿Porque no les caes bien? ¿Porque ya se te ha ido la mano con sospechosos e incluso con tus propios colegas? Ya sé que te encarnizarás conmigo, eres peor que una sanguijuela. ¿Tanto te aburres?
Se inclinó hacia la mesa, con su rostro a diez centímetros del de Manien.
– Te lo diré una vez, la única, espero. No tengo nada que ver con la muerte de Hurault. Soy poli, como tú. He vuelto a la Criminal porque me aburría en mi sillón de Nanterre, es tan simple como eso. Y por si aún lo dudas, tengo un consejo para ti y para ese borde: andaos con cuidado dónde ponéis los pies.
– Tú también ándate con cuidado… Necesito un culpable, y rápido. Y te aseguro que lo encontraré.
Mientras Sharko se alejaba, añadió:
– De momento, este asunto queda entre nosotros. Nadie está al corriente. En cuanto al ADN contaminante, como dices tú, no hay problema. No quiero causarte quebraderos de cabeza con eso. ¿Ves como pensamos en ti?
Sharko salió dando un portazo y se dirigió rápidamente a la fuente de agua, al fondo del pasillo. Necesitaba agua y luego un café. Fuerte, corto, cargado de cafeína.
Con la taza de café en la mano, se dirigió a su despacho, donde estaba instalado Levallois. En el exterior, el sol poniente extendía sus pinturas doradas sobre los tejados de los edificios. Bajo aquella insoportable humedad, Sharko depositó su bebida muy caliente sobre la mesa y se dejó caer en un sillón de ruedas, abatido. Aquella jornada, aquel simulacro de interrogatorio habían agotado la poca energía que le quedaba.
Señaló con el mentón un formulario de solicitud de vacaciones.
– Dame uno, me voy a tomar un día.
– ¿Algo va mal? ¿Qué pasa con Manien?
– Oh, nada. Sólo necesito dormir, dormir y dormir…
Levallois le tendió el papel y Sharko lo rellenó pausadamente. Su jefe Bellanger se encontraría la solicitud en su mesa aquella noche o a la mañana siguiente y probablemente refunfuñaría, pero le daba igual. Era la menor de sus preocupaciones.
– ¿Hay noticias de Louts? -preguntó el comisario.
– Acabo de ver a Robillard, que trabaja en ello desde esta mañana. Me ha dado la lista de las instituciones penitenciarias y de los presos a los que la estudiante visitó. Por lo menos once presos, y todos ellos con penas largas.
Sharko firmó su formulario de solicitud de vacaciones con un suspiro y tendió la mano. Levallois le dio el listado.
– ¿Se sabe por qué fue a visitarlos?
El teniente estaba de pie, con un termo de café vacío en la mano.
– Aún no, la información es muy reciente. Robillard se ocupará de ello mañana. Hay que seguir analizando sus cuentas, sus facturas. Robillard ha avanzado mucho. Bueno, tengo que estar en casa antes de las ocho, lo siento. Hasta luego. Nos vemos el miércoles, pues… Aprovecha el día para dormir.
Desapareció rápidamente y cerró la puerta tras de sí. Solo, Sharko se abandonó durante un rato en la tranquilidad del despacho, con los ojos entrecerrados. Le zumbaban las sienes y los rostros malignos de Manien y Leblond daban vueltas bajo sus párpados. Unos perros rabiosos pegados a sus zapatillas de deporte, que podían hacerle la vida imposible. Si empezaban a hacer circular informaciones, habría rumores en los pasillos, y aún lo mirarían de reojo con mayor insistencia. Sharko, el ex esquizofrénico. Sharko, el asiduo a los psiquiatras al que se le había ido la olla ¿El comisario protegía a un asesino o realmente había matado a alguien? ¿Se le había ido la olla?, ¿se le habían cruzado los cables cuando se acercaba lentamente al final de su carrera? Ese tipo de hundimiento sucedía a menudo. ¿Cuántos policías acababan alcoholizados, depresivos y ahogados en la mierda de su propio pasado?
Con un último esfuerzo, abrió los ojos y recorrió rápidamente el listado de presos. Miraba sin leer. Le era imposible concentrarse, seguir el ritmo de la investigación. Tenía demasiado dolor de cabeza, estaba demasiado fatigado, demasiado todo.
Una única solución, irse a casa. Tumbarse en la cama. Tratar de dormir una hora, tal vez incluso dos, antes de despertar hacia las tres de la madrugada. Como cada noche.
Cuando se disponía a dejar de nuevo el papel sobre la mesa, su mirada fue vampirizada súbitamente por una línea en concreto de la lista. La última. Fecha del encuentro entre Éva Louts y el preso: viernes 27 de agosto de 2010, hacía diez días.
Una prisión y una identidad que le helaron la sangre.
Prisión de Vivonne.
Grégory Carnot.