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En una escuela primaria, el inicio del curso siempre constituye un momento de alegría para la mayoría de los chiquillos. Tras dos meses de ausencia, se reencuentran por fin con sus compañeros, explican sus vacaciones, exhiben su nueva mochila de Spiderman o su nueva bolsa de Dora la Exploradora. Zapatillas de deporte relucientes, olor a cuero nuevo, lápices y gomas por estrenar… Los chavales se miran los unos a los otros, se saludan y bromean. El mundo de la infancia estalla con mil colores y brillos.

Cuando Lucie llegó cerca de la verja, aquel lunes por la mañana, los alumnos se dividían en distintos grupos en el patio. Gorjeos, chillidos e incluso algunas lágrimas. Dentro de unos minutos sonaría la campana y niñas y niños volverían a encontrarse mezclados en su nueva clase para un año más de aprendizaje. Algunos padres acompañaban a su progenitura, en particular a los más pequeños, los que llegaban del parvulario. Una etapa importante en el camino de la vida.

La escuela privada Sainte Hélène no era la escuela a la que Lucie llevaba a Juliette, antes de la tragedia. Un psiquiatra infantil le había explicado que no había reglas precisas para sobrevivir al fallecimiento de una hermana y aún era más complicado en el caso de unas gemelas. Por ello, Lucie había preferido la ruptura con el antiguo centro escolar. Nuevos compañeros, nuevos profesores y nuevas costumbres para la pequeña. Y también para Lucie era mejor aquella ruptura umbilical con el pasado. No quería ser aquella a la que mirasen de reojo, a la que nadie se atreviera a abordar sin pronunciar previamente la eterna frase de «Siento mucho lo que le ha sucedido». Allí nadie la conocía, nadie la miraría… Sería sólo una madre, una más entre la multitud.

Pegada a la verja, Lucie observó a los chiquillos en el patio y buscó durante unos minutos entre la masa coloreada. Por fin vio a Juliette. La pequeña sonreía, temblaba de impaciencia y manifestaba un apremiante deseo de reiniciar la escuela. Permaneció unos segundos sola entre la masa indiferente y se incorporó a la fila, tirando de su nueva mochila con ruedas. Nadie se fijaba en ella, los chavales ya se conocían, conversaban y reían. La profesora dirigió una mirada hacia la verja donde se encontraban los padres, como diciendo que todo iría bien, y prosiguió su tarea. La Tierra no dejaba de girar y la vida seguía en todas partes, costara lo que costase.

Tras sonar la campana, cuando ya la mayoría de los padres se alejaba, Lucie se precipitó al patio, en dirección a las aulas. Se dirigió a la maestra mientras los niños desaparecían en el pasillo.

– Discúlpeme, señorita. Hay algo importante que he olvidado preguntar. Es respecto a los recreos. ¿Las profesoras vigilan a los alumnos? ¿La verja esa de ahí está siempre cerrada?

– En cuanto los últimos padres salen del patio. No se preocupe por su hija. Si hay un lugar en el que esté segura, es aquí. ¿Usted es la señora…?

– Henebelle. La mamá de Juliette.

La maestra pareció reflexionar.

– Juliette Henebelle… No sé quién es, lo siento, pero es que aún no tengo todos los nombres y las caras en la cabeza. Y ahora, si me permite…

Subió la escalera y desapareció por el pasillo.

Lucie salió del patio, tranquilizada. La maestra llevaba razón, no tenía por qué preocuparse. Aquel centro era uno de los más renombrados de Lille por su seguridad y su cuidado de los niños.

Sola, con la cabeza hundida entre los hombros y las manos en los bolsillos, Lucie recorrió lentamente a pie el bulevar Vauban, en uno de los barrios estudiantiles de la ciudad dada la proximidad de las escuelas superiores como HEC, ICAM, ISEN… [3] Las aceras estaban llenas de jóvenes, de oficinistas vestidos con traje y corbata y de transportistas de todo tipo. Tras dos meses de languidez veraniega, la capital de Flandes recuperaba sus colores. Lucie se dijo que ya era hora.

Miró su reloj. 8:35. Tenía aún más de una hora antes de empezar a trabajar, en un centro de atención telefónica próximo a Euralille, a un par de kilómetros de su casa. De las 9:45 a las 18:30, con una pausa de cuarenta y cinco minutos a mediodía. Un estúpido contrato temporal de seis meses que consistía en dejarse insultar a lo largo de todo el día, pero lo bastante embrutecedor como para que Lucie no tuviera tiempo para pensar. Para el caso, y en vista de las circunstancias, el trabajo ideal.

Titubeó. ¿Debía ir a un café y gastarse unos euros esperando que llegara la hora o volver a su casa y pasear al joven labrador? Escogió la segunda opción, pues le convenía evitar los gastos superfluos. Y, además, si en los días siguientes se organizaba bien, tendría tiempo de volver a practicar deporte y de ir a correr con el perro a la Ciudadela, media hora cada mañana. Oxigenar su mente y sus músculos le sentaría muy bien. Las raíces de su cuerpo tenían que reavivarse.

Lucie se dirigió a la residencia, un grupo de apartamentos compartidos por inquilinos permanentes y estudiantes. Un edificio imponente, en la tradición de Vauban: ladrillos oscuros, arquitectura cuidada, sólida y sin florituras. Durante mucho tiempo, Lucie había pensado en abandonarlo todo. Cambiar de ciudad, de caras y de decorado. Poner el contador a cero. Pero, en el fondo, ¿para hacer qué? ¿Para ir adónde? ¿Con qué dinero? Y abandonar Lille suponía también separarse de su madre. Y Lucie, a los treinta y ocho años, se sentía incapaz de eso.

– ¿Lucie?

Se detuvo en la calle al oír su nombre. Una voz dura, granítica, como surgida de ultratumba. Se volvió y se quedó inmóvil. Era él, su antiguo jefe de grupo en la brigada criminal de Lille.

No ocultó su estupefacción.

– ¿Comandante Kashmareck?

En un año no había cambiado en absoluto. Seguía con su reglamentario corte de cabello a cepillo, su mismo rostro impenetrable, las mismas mandíbulas de pitbull. Vestía unos vaqueros negros, sus resistentes Dock Martens de puntera reforzada y una camisa azul a rayas que le daba un toque elegante. Se acercó y se sintieron bobalicones cuando ella le tendió la mano mientras él se inclinaba para darle un beso. Al final, un apretón de manos y sonrisas forzadas.

Kashmareck, que tenía diez años más que Juliette, la miró sin decir palabra. No podía decirse que su aspecto fuera resplandeciente, pero el comandante de policía se imaginaba que habría podido ser peor. Sus cabellos rubios habían crecido y le caían a mitad de la espalda. Sus mejillas algo más hundidas, sus rasgos afilados, hacían sobresalir sus ojos azules, que no llevaba maquillados. Una mujer natural, guapa, capaz de fundirse entre la masa de trabajadores sin que nadie pudiera adivinar su penosa historia personal. Con pocas diferencias, la Lucie a la que siempre había conocido.

– ¿Me invitas a tomar un café?

– Es que… Empiezo a trabajar dentro de poco y…

– No te entretendré mucho rato. Tengo algo importante que decirte, y preferiría no tener que hacerlo aquí.

Lucie sintió una opresión en el pecho y sus sentidos se pusieron alerta: a buen seguro la presencia de su antiguo comandante no se debía a algo anodino.

– ¿Tiene que ver con Carnot?

– Vamos, por favor.

Lucie hubiera podido desmoronarse allí mismo, en aquel momento. La simple evocación del nombre del asesino de su hija le provocaba ganas de vomitar. Hizo cuanto pudo para parecer fuerte y condujo a su ex jefe a su pequeño apartamento. Su cerebro carburaba a mil por hora. ¿Qué querría anunciarle? Grégory Carnot había sido condenado a treinta años, veinticinco de ellos de obligado cumplimiento. ¿Iban a trasladarlo? ¿Iba a casarse en el trullo? ¿Escribiría un libro sobre su vida de mierda?

Kashmareck entró en el apartamento en silencio. Durante los años que trabajaron juntos, jamás había puesto los pies en casa de su subordinada. Ambos siempre habían respetado las barreras jerárquicas.

Un joven labrador de pelaje de color arena fue a saludarlo. Lo acarició afectuosamente, le gustaban los perros.

– ¿Cómo se llama?

Klark. Con dos k.

– Hola, Klark. ¿Qué edad tiene?

– Casi un año.

El vestíbulo daba a un salón en el que se acumulaban cosas de niñas. Juguetes, cuadernos para colorear, vestidos y Passeport CM1, esos cuadernos de verano en los que trabajan los pequeños durante las vacaciones.

– Disculpe el desorden -dijo Lucie.

El comandante observó aquellos objetos con un suspiro triste.

– No tienes que disculparte.

Sobre una cómoda había docenas de fotos enmarcadas. Las gemelas, hombro con hombro. Era imposible diferenciar a Clara de Juliette sin entornar los ojos. Lucie le había explicado un día que una de las dos -no recordaba cuál de ellas- tenía un defecto en el iris izquierdo, una pequeña mancha negra con forma de jarrón. Kashmareck apretó las mandíbulas, incómodo. Había visto desfilar por su despacho a muchos padres desgraciados y había visto la tremenda angustia en sus rostros. ¿Lucie se infligía la contemplación de aquellas fotografías como una tortura, un castigo, o había decidido afrontar el drama y superarlo? ¿Cómo reaccionan verdaderamente los padres ante la pérdida de sus hijos? ¿Con la denegación completa? ¿Se sienten encolerizados, diciéndose «por qué me ha sucedido a mí»? ¿Los católicos llegan a renegar de Dios o, por el contrario, se reafirman en su fe? Tantas y tantas preguntas que uno no debería hacerse nunca…

Una vez en la cocina, Lucie encendió la cafetera.

– Antes de que me pregunte cómo me encuentro, le responderé: no hay ni un segundo en el que no piense en lo sucedido. Desde entonces, he cruzado la barrera, comandante. Formo parte de esas personas con las que nos hemos codeado sin preocuparnos nunca realmente de ellas: las víctimas. Pero las víctimas siguen respirando e incluso llegan a reír. La vida debe seguir su camino. Y por ello lo haré lo mejor que pueda.

Lucie señaló con el mentón dos muñecas, en un rincón de la sala, vestidas y peinadas de forma idéntica.

– Y, además, me queda Juliette… Ahora debo darle lo máximo.

El comandante miró las muñecas y luego a Lucie, con gravedad. Ella se dio cuenta y creyó conveniente explicárselo.

– Esas dos muñecas le sorprenden, ¿verdad? Dos muñecas, una sola hija…

Fue a por una de ellas y le ajustó la chaquetilla gris con gestos aplicados.

– Para Juliette, Clara aún existe. El psiquiatra dice que eso llevará tiempo, tal vez años, hasta que Juliette se separe físicamente de su hermana, pero lo logrará. Hay algo en su cabeza que la protege, un mecanismo que hace volver a Clara cuando Juliette la necesita. Eso es lo que a veces nos permite tolerar los dolores psíquicos y nos permite soportar más de lo que podríamos aguantar. En todos los casos, el vínculo moral que une a los gemelos monocigóticos es indestructible. Clara siempre estará en algún lugar de su mente, incluso dentro de cincuenta años. Siempre vivirá… Hoy es lo que más deseo. Que siga viviendo en su cabeza y en la mía.

El capitán de policía apartó una silla y se sentó, con los codos sobre la mesa y los puños cerrados bajo el mentón. Miró fijamente a Lucie en silencio, y acto seguido dirigió la vista brevemente alrededor de él. No había ni una botella de alcohol, ni una caja de pastillas. Ningún signo de que se hubiera abandonado. La vajilla limpia y ordenada. Un olor agradable a limón en todo el lugar.

– ¿Y tú, has buscado ayuda? De un psiquiatra, me refiero.

– Sí y no. Digamos que vi a uno, al principio, pero… tuve la impresión de que no servía para nada. De hecho, no recuerdo mucho de aquellas sesiones. Creo que mi mente ha alzado un muro.

Se encerró en el silencio y Kashmareck creyó oportuno cambiar de tema.

– En la brigada te echamos de menos. Para nosotros también fue duro, ¿lo sabes, verdad?

– Fue duro para todo el mundo.

– ¿Te defiendes, económicamente?

– Voy tirando… No falta trabajo si una está dispuesta a hacer cualquier cosa.

Tras colocar una cápsula, Lucie pulsó un botón. La cafetera llenó las dos tazas rápidamente. El tiempo pasaba, y podía oírse el pesado chasquido de la aguja a cada segundo. 8:50. Una hora después sonarían las llamadas, oiría el griterío de las voces y los oídos le zumbarían. Lucie se sentó frente al policía, le tendió la taza y fue al grano.

– ¿Qué pasa con Carnot?

– Lo han encontrado muerto en su celda, desangrado.

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