11

El cielo se había vestido de luto.

Llovía cuando el vehículo con matrícula con el indicativo «59» del departamento del Norte llegó a Vivonne, en la región de Poitou-Charentes. Una lluvia negra como una nube de moscas martilleaba sobre el parabrisas del Peugeot 206 desde hacía más de veinte kilómetros y creaba la ilusión de un paisaje sin fin, sin esperanza.

Lucie sólo se había detenido una vez para beber un café amargo en un área de servicio y comer unas galletas. Toda la noche, y a lo largo de todo el camino, había pensado en las revelaciones de su madre. Aquellas historias de maldiciones le habían puesto la piel de gallina.

Miró la hora. A las cuatro en punto iban a enterrar a un hijoputa en el cementerio municipal de Ruffigny, a diez kilómetros de Poitiers, la ciudad donde Carnot había vivido gran parte de su vida, con la sencillez de su oficio de obrero. Lucie quería ver cómo la tierra engullía el ataúd, lo necesitaba de forma visceral. Y si su madre no lo entendía, peor para ella.

Antes, sin embargo, debía obtener algunas respuestas tras los altos muros con alambre de espino, de un gris profundamente deprimente, que se alzaban frente a ella. En la cárcel ultramoderna donde Grégory Carnot se había suicidado.

Vivonne.

El comandante Kashmareck había hecho bien las cosas, fiel a sí mismo. Tras pasar el control de la entrada, y después de entregar sus llaves, su teléfono móvil y su cartera, un guardia orientó a Lucie hacia el SPMP, el Servicio Psiquiátrico Penitenciario. Se trataba de un ala especial de la institución cuyas principales funciones eran diagnosticar los trastornos psíquicos y proporcionar la atención médica y psicológica habitual a los presos más frágiles. Desde hacía unos años, las cárceles francesas se habían convertido en verdaderas incubadoras de enfermedades mentales.

En silencio, Lucie recorrió un pasillo flanqueado por celdas individuales, limpias y modernas, todas ocupadas por presos tumbados en sus camas o sentados sobre el impecable linóleo. Era un ambiente más bien apacible para un terreno gangrenado por la locura, y apenas se oían algunos murmullos o quejidos. Algunos ojos hastiados la observaron detenidamente, algunos presos se arrastraron hasta los barrotes para mirarla y recordar cómo era una mujer. Susurros desagradables a su espalda, groserías insinuadas y lenguas que se deslizaban entre unos labios resquebrajados por los neurolépticos. Lucie aguantó todas las miradas tanto como sus fuerzas se lo permitieron. Gentes de aquella raza, pseudolocos asesinos, le habían robado a su hija y habían hecho el mal. Fueran cuales fuesen sus delitos o las circunstancias de su encarcelación, la asqueaban. Todos, sin excepción, merecían arder en el infierno.

Se detuvo bruscamente frente a una celda vacía. Sintió una opresión en el pecho. Lentamente se acercó y sus manos agarraron los barrotes helados. El dibujo al revés, realizado por Carnot, aún era más impresionante en la realidad que en las fotografías. Medía al menos un metro y medio de ancho. Un verdadero fresco coloreado, de una precisión de relojero. El mar, la espuma de las olas, el sol… Por primera vez, Lucie se preguntó si aquel cabrón no habría llevado su perversión hasta el extremo de pintar la playa de Sables-d’Olonne. El guardián introdujo la llave en la cerradura de una pesada puerta, frente a él.

– El doctor le dejó hacer el dibujo hasta el final. Aquí nunca habíamos visto nada semejante. Ni siquiera inclinaba la cabeza para dibujar al revés. No, era natural… Pronto vendrán los pintores para dejarlo todo como estaba. A Carnot queremos olvidarlo, y pronto.

Aguardó, Lucie permanecía inmóvil.

– ¿Me acompaña, señora?

Lucie miró aún unos instantes la cama vacía, el suelo limpio, de un blanco hospitalario. Era fácil imaginar a Carnot allí, su monstruosa estatura, sus negros ojillos de sádico. Era fácil verlo manipular sus rotuladores, reírse o entretenerse en aquellos pocos metros cuadrados.

– ¿Lloraba a menudo? ¿Grégory Carnot lloraba a menudo?

– Lo ignoro, señora. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada.

Lucie se puso a caminar lentamente. Cruzaron una compuerta de seguridad y se oyeron los bruscos ruidos de los cerrojos. Unos ruidos que sobresaltaban y que resonaban a lo lejos, hasta el extremo de los interminables pasillos. Despachos de administración, uno tras otro, todos idénticos, hasta llegar al de Francis Duvette, uno de los psiquiatras a cargo de la salud mental de los presos. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, de tez pálida y mejillas hundidas. Su espacio de trabajo estaba lleno de carpetas y papeles. Pilas y pilas inacabables, la alegría de la burocracia francesa. Ataviado con una bata blanca, saludó a Lucie y la invitó a tomar asiento.

– No nos conocemos, señorita Henebelle, y ante todo quiero decirle que no he tratado en ningún momento de negar la responsabilidad de mi paciente por el horror de sus actos. Grégory Carnot, sin embargo, sufría un trastorno mental y mi deber era buscar las causas de ese sufrimiento.

Lucie se alisó nerviosamente los bordes de su traje chaqueta. Antes de la tragedia, sentía una gran admiración por esos psiquiatras, médicos y psicólogos que dedicaban su vida a mejorar la de los demás y que tal vez estuvieran incluso más presos que los propios presos. Pero ahora, su visión había cambiado por completo: le hubiera gustado que ese tipo de persona no existiera.

– ¿Qué tipo de sufrimiento? -preguntó ella.

– El que pueden sentir los esquizofrénicos en sus fases de delirio, en sus alucinaciones y accesos de violencia espontánea e incontrolada, que conducen a lo peor. Sin duda, por ese motivo se suicidó. Tenía demasiada conciencia de su sufrimiento y se quejaba de unos dolores de cabeza abominables.

– ¿Carnot era esquizofrénico?

– No lo creo, eso es lo más extraño. Mi paciente no tenía ninguna experiencia de despersonalización, la que da la impresión de que uno está separado de su propio cuerpo. Tampoco tenía alucinaciones y no veía a personajes inexistentes. El diagnóstico que pude hacer no se correspondía con la esquizofrenia, sino más bien con una sucesión de accesos de delirio. A pesar de todo, estoy convencido de que sus experiencias de «ver el mundo al revés» eran reales y no alucinatorias. Sus dibujos son demasiado detallistas, minuciosos. Trate de dibujar al revés ni que sea un árbol y comprenderá la dificultad que representa.

– Si no eran alucinaciones, explíqueme de qué se trataba.

– Lo ignoro. Esos síntomas, por lo que sé, son desconocidos en el mundo médico. Tenía que hacerle una resonancia magnética de su cerebro en actividad. Tal vez había una disfunción orgánica real, en la corteza visual o en el quiasma óptico, es decir, la conexión de los nervios ópticos en el encéfalo. Los neurólogos ya han detectado problemas como las hemianopsias, en las que el paciente sólo ve, por ejemplo, la mitad de las imágenes, pero nunca un caso semejante.

– ¿No se le ha hecho autopsia?

– Por desgracia, no. El suicidio era incontestable. Y, como sabrá, las reglas son algo diferentes en prisión. Carnot había sido condenado a treinta años, veinticinco de ellos de obligado cumplimiento. Ya no existía. En cuanto a sus padres adoptivos… No reclamaron una investigación.

Cogió un papel e hizo un dibujo.

– El ojo funciona como una lentilla. La imagen del mundo real que llega a la retina está invertida. A continuación, es el cerebro, principalmente en la corteza visual el que se encarga de restablecerla del derecho, en el sentido de la gravedad. Cabe suponer que el cerebro de Carnot presentaba una disfunción neurológica real en esa zona, que habría comenzado de forma imperceptible hace algo más de un año.

– Así pues, antes de que atacara a mis hijas.

– En efecto. Decía que había dibujado al revés sobre papeles antes de actuar. Pero una hoja, como puede imaginar, se puede girar, y por eso es difícil saber si decía la verdad. También hay que decir que estas últimas semanas sus crisis habían empeorado de manera exponencial.

– Y esas… inversiones de las imágenes, ¿podrían de una u otra manera tener relación con sus actos de violencia? ¿Con su barbarie?

Devotte parecía sopesar cada una de las palabras que pronunciaba.

– Conoce el pasado de Carnot como yo, me imagino. Unos padres adoptivos que lo querían, ambos católicos. Un chiquillo que tuvo una infancia de lo más normal. Un estudiante mediocre pero poco problemático. Sin antecedentes psiquiátricos, pocas peleas. En vista de su estatura, de todas formas, nadie se metía con él. A los trece años ya medía un metro ochenta, era una fuerza de la naturaleza. Como nació de madre anónima, no he tratado de comprobar los antecedentes médicos de su familia biológica. Es el único punto negro del caso. Todo lo que sabemos es que Carnot tenía intolerancia a la lactosa: no podía beber ni una gota de leche, pues le provocaba diarreas y vómitos. No era raro que algunos presos le vertieran algo de leche en su comida, sólo para divertirse y verlo sufrir.

– Que haya sufrido me importa muy poco.

Lucie no lograba relajarse. Se arañaba los muslos con las manos. Seguramente a causa de la cárcel, de aquella atmósfera de muerte y de locura que se expandía por doquier. También ella había investigado el pasado del asesino de su hija. Nacido de madre anónima en Reims el 4 de enero de 1987, adoptado por unos padres de la misma ciudad, creyentes, de unos treinta años en aquel momento, que luego se trasladaron a la región de Poitou por razones profesionales. Cuando tuvo edad de trabajar, Carnot fue contratado como obrero en una fábrica de envases de helado, en Poitiers. Un ser transparente, puntual en el trabajo, al que todo el mundo apreciaba hasta que cometió lo irreparable.

Lucie volvió a la realidad, se mordisqueaba el interior de las mejillas. Cada vez que le venía a la mente el pasado demasiado impoluto de aquel asesino la sacaba de sus casillas. No quería que se atenuara la responsabilidad de Carnot. Incluso muerto, deseaba que cargara con el peso de sus actos y los arrastrara consigo a orillas del infierno.

– Individuos con una tierna infancia pueden convertirse en los más perversos -dijo secamente-. Eso ya se ha demostrado. No hay necesidad de ninguna anomalía en el cerebro ni de antecedentes familiares. Tampoco es necesario haber matado animales de joven. Algunos de esos asesinos son unos buenos vecinos a los que se les daría la comunión sin oírlos en confesión.

– Lo sé perfectamente. Pero en vista del actual estado de las cosas, sólo puedo constatar que Carnot tenía períodos de gran agresividad, al igual que tenía períodos de problemas visuales y de desequilibrios, acompañados de dolores de cabeza. Estos últimos tiempos, los dos aumentaron en la misma proporción. No es imposible que uno estuviera ligado al otro. El cerebro es una máquina compleja de la que aún no conocemos todos sus secretos.

Resignado, cogió un montón de papeles y lo dejó caer como si fuera un ladrillo.

– Todo eso era evidente. Carnot sufría algo que empeoraba cada día, un poco a la manera de un cáncer. Sin duda fuera de la cárcel hubiéramos tenido más pistas y más medios. Sin duda a Carnot se le habría hecho una resonancia magnética y un diagnóstico completo hace ya tiempo. Pero aquí todo va a paso de tortuga por el maldito papeleo y la cruel falta de medios. Y ahora, mi paciente ha muerto.

Lucie se inclinó decididamente sobre la mesa.

– Dígame, mirándome a los ojos: ¿cree que Grégory Carnot pudo cometer esos horrores debido a un problema de su cerebro? ¿Cree que, un año después de ser encarcelado, puede dudarse de su responsabilidad? ¿Cree que los doce jurados que lo juzgaron responsable de sus actos se equivocaron?

El hombre se aclaró la voz. Apartó su mirada de Lucie durante unos segundos, antes de mirarla de nuevo a los ojos.

– No. En aquella época era plenamente consciente de lo que hacía.

Lucie retrocedió en su silla, con una mano en los labios. La respuesta no la satisfacía. La voz era blanda. Carecía de seguridad. Le mentía para no poner en cuestión el veredicto y para que se marchara tranquila. Estaba convencida de ello.

– En aquella época… ¿No lo dirá sólo para tranquilizar mi conciencia? ¿Está seguro?

Comenzó a mover papeles, como si ordenara su mesa de trabajo. Rehuía por todos los medios la mirada de su interlocutora.

– Absolutamente seguro. Se lo digo a usted al igual que se lo he dicho al policía que la ha precedido. Carnot era responsable.

Lucie frunció el ceño.

– ¿Me ha precedido un policía? ¿Cuándo?

– Hará un par de horas. Llegó temprano esta mañana. Un poli de la Criminal, del 36 del Quai des Orfèvres. Tenía cara de no haber dormido desde hace años. Aquí tengo su tarjeta. Bueno, su tarjeta… Si se la puede llamar así. Digamos un pedazo de cartón.

Abrió su cajón y sacó de él un rectángulo blanco, que tendió a Lucie.

Tuvo la sensación de recibir un puñetazo en el vientre.

En la tarjeta, escrito con bolígrafo en diagonal sobre una superficie blanca, figuraba un nombre: Franck Sharko.

– ¿Está bien, señorita Henebelle?

Lucie le devolvió la tarjeta con los dedos temblorosos. Ya no tenía el número de Franck Sharko en su teléfono móvil. Lo había borrado hacía mucho tiempo, a la par que los sentimientos que pudo albergar por el policía. Por lo menos, así lo creía ella. Volver a ver aquel nombre, allí, en aquel momento, tan bruscamente, en semejantes circunstancias…

– ¿De la Criminal? ¿Está seguro?

– Absolutamente.

Un silencio. Lucie aún no podía creerlo.

– ¿Qué quería? ¿Qué ha venido a hacer aquí Franck Sharko?

– ¿Lo conoce?

– Lo conocí.

Una respuesta seca, que impedía cualquier nueva pregunta. El psiquiatra no insistió y respondió:

– Me preguntó por Éva Louts, una estudiante que vino a visitar a Grégory Carnot hará unos diez días. Por lo que me ha dicho el comisario, ha sido asesinada.

En la cabeza de Lucie todo iba muy deprisa. Carnot estaba muerto, pero su espectro rondaba alrededor de ella más que nunca. Pensó en Franck Sharko. Por lo visto, aún ejercía, y había abandonado la OCRVP por la Criminal… ¿Por qué no había dejado aquella mierda de oficio como había dicho antes del secuestro de las gemelas? ¿Por qué una vez más estaba entre tripas y sangre, pateando la calle como si volviera a los orígenes?

Impactada por aquellas abruptas revelaciones, Lucie respiró hondo. Debía actuar con calma, con método. Como la policía que había sido…

Primero preguntó por las circunstancias del crimen. El psiquiatra le explicó lo que le había confiado el comisario de policía: Éva Louts había sido hallada asesinada en un centro de primatología, cercano a París. El mordisco en la mejilla, el robo de datos en su apartamento. El hecho de que hubiera solicitado entrevistarse con varios criminales violentos, por toda Francia. Lucie trató de reunir la máxima información, de relacionar los hechos. Contra su voluntad, su cerebro de ex oficial de policía se puso a funcionar a pleno rendimiento y ya recuperaba algunos reflejos.

– ¿Por qué? ¿Por qué Éva Louts quería entrevistarse con esos criminales?

– Porque todos eran zurdos.

Observó hasta qué punto su respuesta conmocionó a su interlocutora y añadió unas precisiones.

– No es que todos los criminales sean zurdos, sino que Louts sólo había seleccionado a zurdos. Y los criminales más violentos habían asesinado en situaciones tan turbias que, en la mayoría de los casos, eran incapaces de explicárselo ni a sí mismos.

– Pero… ¿por qué? ¿Para qué?

– Para su tesis, creo. Cuando vino aquí, quería interrogar a Grégory Carnot en profundidad, pero en aquel momento no estaba en condiciones, así que actué de intermediario. Quería saber si sus padres eran zurdos… Si lo habían obligado a ser zurdo o diestro de niño. Y un montón de preguntas más que sólo servían para confeccionar estadísticas y esbozar hipótesis. ¿Sabía que Carnot era diestro la mayor parte del tiempo?

– No me importa.

– Comía y dibujaba con la derecha, porque sus padres adoptivos lo habían obligado a ser diestro, por lo que me explicó Louts. Desde el origen de los tiempos, siempre se ha considerado que ser zurdo era una maldición o una señal del diablo, sobre todo en la Edad Media. Carnot era, pues, un falso diestro, obligado a serlo por la educación que le dieron unos padres católicos.

Lucie guardó silencio mientras reflexionaba.

– Y, sin embargo, acuchilló a mi hija con la izquierda. Dieciséis cuchilladas sin titubear.

Duvette se puso en pie y sirvió café para los dos en unas tazas minúsculas. Lucie pensó en voz alta:

– Como si el hecho de ser zurdo estuviera en lo más hondo de él y no lo hubiera perdido nunca…

– Exactamente. Ese tipo de detalles le interesaba mucho a Éva Louts. Tal vez ser zurdo, en el fondo, sea genético y en algunas situaciones la educación no pueda con los genes. Creo que eso era lo que buscaba la estudiante cuando vino aquí.

Lucie meneó la cabeza, con la mirada extraviada.

– Todo eso no justifica su asesinato.

– No, sin lugar a dudas, pero aún debo explicarle un par de cosas. La primera es que Louts quería obtener a cualquier precio fotos del rostro de Carnot, para «rememorar», decía ella, a cada individuo al que había interrogado, cuando se pusiera a escribir la tesis. Le di las fotos antropométricas del dossier de Carnot, no son confidenciales. En segundo lugar: ignoro si tiene alguna relación con la lateralidad, pero el hecho es que cuando Louts descubrió el mural en la pared de la celda su comportamiento cambió. Comenzó a hacerme un montón de preguntas sobre el origen del dibujo. ¿Cuándo lo había hecho Carnot? ¿Había alguna explicación? Parecía… muy interesada por ese mural.

– ¿Sabe por qué?

– No. Desde aquel momento, miró a Grégory Carnot de otra manera. Tras ver el dibujo, miró a mi paciente… con cierta fascinación en su mirada…

Lucie sintió un escalofrío. ¿Cómo se podía sentir fascinación ante un ser tan monstruoso?

– Se marchó y me dejó sin respuestas, y desde entonces no la he vuelto a ver. Y hoy he sabido que ha muerto. Es muy extraño.

Lucie se acabó el café en silencio, conmocionada por aquellas revelaciones. No se podía decir ni hacer nada más.

Las preguntas seguían en el aire. Tras unas preguntas rutinarias que no le hicieron descubrir nada nuevo, le dio las gracias a Duvette, abandonó el centro penitenciario y se repantigó unos minutos en el asiento de su coche, manipulando la pequeña pistola semiautomática que había guardado en la guantera, junto a unos guantes viejos de lana y unos cuantos CD que ya ni siquiera escuchaba. Sentir el arma en sus manos la hizo sentirse bien. La frialdad del cañón, el peso tranquilizador de la culata…

Había ido allí para obtener respuestas y se marcharía con aún más preguntas. ¿Qué le había pasado por la cabeza a esa Éva Louts? ¿Y qué había en la cabeza de Grégory Carnot? ¿Y en la de Clara, cuando ese cabrón de más de cien kilos se inclinó sobre ella? Tantas cosas desconocidas e incomprensibles que tal vez quedarían sin respuesta para siempre.

Guardó la pistola. Se había hecho con ella porque en el fondo siempre había tenido la esperanza de utilizarla contra el asesino de su hija. Introducirla de alguna manera en el juzgado y matar a aquel hijoputa de un tiro en la cabeza. Pero nunca tuvo las agallas de hacerlo. Porque estaba Juliette y su deber de madre era velar por ella.

Cuando puso el coche en marcha, Lucie se miró en el retrovisor y se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Dio un frenazo y marcó el número del teléfono móvil que Juliette debía llevar en el fondo de su mochila. No le importaba si estaba en clase o no. Tenía que hablar con su hija, oír su voz, confirmar que todo iba bien, aunque molestara a la maestra en mitad de la clase.

Desgraciadamente, saltó el contestador y dejó grabado en él un largo mensaje de amor…

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