Un volcán en erupción.
Banderas rojas y azules que flameaban al viento. Bufandas de los mismos colores, alzadas sobre una masa de cabezas. Hombres, mujeres y niños que avanzaban en bloques compactos en la misma dirección. Progresivamente, las aceras se llenaban de gentes nerviosas que se encaminaban al estadio. Sobre el asfalto, calles embotelladas, bocinazos, tubos de escape ardientes: los desventurados automovilistas tenían que tomárselo con paciencia.
Abriéndose paso entre la masa, Arnaud Fécamp andaba deprisa. Lucie trataba de seguirlo a trancas y barrancas, primero en el sentido de la masa, luego luchando contra el flujo una vez pasado el estadio. Bocas vociferantes, alientos que apestaban a alcohol, ojos enrojecidos por la excitación. Y eso que el partido ni siquiera había comenzado.
De repente, el investigador cruzó rápidamente la avenida Jean Jaurès, cuando el semáforo se ponía en verde. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció en la boca de metro del Stade de Gerlan, que vomitaba cuerpos y cabelleras. Lucie zigzagueó entre la gente, corrió hasta la acera y quedó bloqueada por una serpiente de vehículos. Sin pensar, cruzó entre los coches y provocó los insultos de unos conductores que ya estaban muy enojados.
Bajó las escaleras con dificultad. Se abrió paso a codazos y pidiendo perdón. La gente gritaba, cantaba y armaba jaleo, indiferente a su minúscula presencia. Se adentró por el estrecho pasillo y no había ni rastro del pelirrojo. Era imposible dar con él entre aquella marabunta. Desamparada, Lucie buscó alguna indicación y logró llegar hasta un plano. Afortunadamente, la estación era la última de la línea B. Fécamp sólo podía esperar el metro en dirección de Charpennes. Sin contemplaciones, Lucie se pegó a una mujer en las puertas de acceso y logró entrar sin billete. La puerta de plexiglás se cerró a su espalda y echó a correr.
El pelirrojo estaba allí, junto a la vía. Cuando el metro entró en la estación y abrió las puertas, entró el primero y fue a sentarse. Sin aliento, Lucie entró en el vagón contiguo y no le quitó los ojos de encima. Discretamente, a través de los cristales, lo veía de perfil y lo menos que podía decirse era que parecía inquieto. Miraba al suelo, con la mirada perdida, y apretaba las mandíbulas.
El hombre descendió en Saxe-Gambetta y tomó la línea D, dirección a Vaise. Los vagones estaban llenos de gente y, por una vez, le fue útil a Lucie. Con un rugido, el tren se adentró en el túnel, como en un horno de acero ardiente. Olor a sudor rancio y a neumático quemado.
Seis estaciones después, otra estación término. La estación de Vaise, una de las seis estaciones de Lyon. Fécamp descendió y retomó su ritmo de hombre apresurado. Protegida por una pared de brazos y piernas, Lucie se lanzó a su persecución. Dejó que se alejara en las calles más tranquilas, para asegurarse de que no se percatara de su presencia, y en cuanto volvía una esquina, corría hasta allí y le dejaba que de nuevo se distanciara. A pesar de la adrenalina, Lucie empezaba a sentir cansancio. El sudor le corría por la espalda. El glaciar, el viaje en coche, la carrera por las calles de Lyon… Era un día duro y sus músculos se resentían. Aquellos últimos días, su vida había dado un giro de 180 grados.
¿Adónde se dirigía el investigador? El lugar no tenía nada que ver con el que Lucie había dejado media hora antes. Unas grúas erizaban el horizonte. Los edificios se apilaban, todos iguales, y si disponían de balcones, éstos estaban llenos de ropa tendida y bicicletas. Ya casi no había nadie andando por las calles. Justo enfrente se alzaba un muro de viviendas de protección oficial, que parecía surgir de las copas de los árboles. Lucie no se imaginaba que el investigador pudiera vivir en aquel barrio fétido.
Arnaud Fécamp tomó el bulevar de la Duchère, pasando junto a aquellas madrigueras que exudaban monotonía y tristeza. En pequeños grupos, había jóvenes que arrastraban sus zapatones. Gorras, capuchas, ropas anchas de rapero… Rápidamente, sin alzar la cabeza, el científico subió un tramo de escaleras y desapareció en uno de los vestíbulos de las viviendas de protección oficial. Lucie aceleró el paso y, a su vez, se adentró en la miseria. En los pasillos olía a cigarrillo y a cannabis. Unas sombras la miraron de arriba abajo, le silbaron y le dirigieron piropos chuscos. Con un gesto instintivo, Lucie comprobó que su pistola se hallaba en el bolsillo. La tensión aumentaba y, mientras recuperaba el aliento, Lucie se preguntó si no sería mejor dar media vuelta y volver a su casa, junto a su hija y su madre. El pasado de policía que había tratado de enterrar resurgía.
Frente a ella, un vetusto ascensor. Sobre su puerta, unos diodos medio rotos se iluminaron sucesivamente hasta el cuarto piso. Lucie tomó la escalera y subió los peldaños de dos en dos. Volvió a sentir quemazón en las pantorrillas.
Hasta ella llegaron voces de hombres cuando se hallaba ya a sólo unos metros. Intentó controlar la respiración, avanzó con precaución y se arrimó a una pared, sin aliento.
Luego avanzó por el pasillo en el que se oyó cerrarse una puerta.
Número 413.
En el suelo, losas de linóleo resquebrajadas. Unas paredes sucias, puertas de madera pintadas de cualquier manera, unos fluorescentes que agonizaban. Las hordas de la miseria. Lucie oyó llorar a un bebé, en algún lugar. Luego, risas infantiles y otras puertas que se cerraban. Siguió avanzando. Las imágenes, los viejos recuerdos acudían a su mente. Los escondites, los seguimientos, las persecuciones. La pobreza y la decadencia más profundas en el corazón de los suburbios. Gentes que se peleaban por historias de dinero, alcohol o adulterio y que pasaban a engrosar las estadísticas de homicidios.
En el apartamento 413 oía claramente a dos hombres que gritaban. Las palabras encendieron en ella todas las alarmas: asesinato… Louts… poli…
Súbitamente, su corazón se detuvo. Un grito. Luego un ruido de cristales rotos.
Una pelea.
El instinto policial fue imparable. Inmediatamente, Lucie se sacó el arma del bolsillo, hizo girar el pomo de la puerta y la empujó con un golpe seco.
Apuntó al frente con el arma.
Arnaud Fécamp estaba tumbado en el suelo, en mitad del pasillo, con la cabeza rodeada de trozos de cristal. Ante él, un hombre empuñaba un casco de botella. Pantalón de chándal, torso desnudo, tatuajes. Unos veinte años, y muy nervudo.
– ¡Policía! Si te mueves, te reviento la cara. ¡Suelta la botella!
Lucie empujó la puerta con el talón. El individuo la miraba con unos ojos como platos. Unas venas sobresalían en su cuello delgado. Sorprendido, dejó caer su arma cortante y alzó las manos a la altura de los pectorales. No había ni un pelo en su torso de una blancura de cocaína. O se depilaba, o era totalmente imberbe.
– ¡Eh! ¿Qué es ese jaleo?
En aquel estrecho pasillo, Lucie trató de controlar su estrés. Rezó para no temblar. Era demasiado tarde para retroceder. Se aproximó con paso firme, pasó sobre el cuerpo inanimado y empujó al joven contra la pared.
– Siéntate.
El tipo la desafió con la mirada, sin obedecerla.
– ¿Qué quieres, puta?
Sin reflexionar, Lucie alzó el arma y lo golpeó con la culata en la sien derecha. Un ruido hueco. El joven se dejó resbalar por la pared, con las manos en el rostro. Sacudida por la adrenalina, Lucie echó un rápido vistazo a las habitaciones vecinas. Sucias y desordenadas. A priori, no había nadie.
– ¿Te lo tengo que repetir? ¿Ves esta arma, gilipollas? Es una pistola semiautomática Mann, modelo 1919, calibre 6.35 mm en excelente estado de funcionamiento. Pequeña, ligera, pasa inadvertida pero hace unos agujeros como granos de uva. Se la compré a un coleccionista, y eso me evita tener que utilizar mi arma reglamentaria. Estoy aquí sola. Sin ningún colega. Nadie va a decirme lo que tengo que hacer.
El chaval emitió un ruido entre un gruñido y un gemido, y luego su voz resonó más clara.
– ¿Qué quieres?
– ¿Cómo te llamas?
Titubeó. Lucie acercó un pie a su entrepierna.
– ¿Cómo te llamas?
– David Chouart.
Retrocedió, se agachó junto a Fécamp y le palpó la carótida. Noqueado con una botella de whisky barato. Chouart no se había andado con chiquitas. El tatuado parecía algo borracho. Ojos inyectados en sangre, un aliento apestoso.
– Le has dado fuerte. ¿Por qué?
El joven se llevó una mano a la sien con una mueca de dolor. Ya había aparecido un hematoma.
– Le había dicho a ese cabrón que me las pagaría si volvía a poner los pies aquí.
– Hay maneras más amables de hacer las cosas. ¿Conoces a Éva Louts?
– No he oído nunca ese nombre.
– Pues yo acabo de oírlo desde el pasillo, mientras discutías con él.
Chouart miró con odio al tipo tendido.
– Ese tío está loco. Ha entrado aquí y me ha acusado de asesinato. No tengo nada que ver con esas gilipolleces.
– Tal vez tuviera sus razones. Háblame de tu relación con él. Cuándo os conocisteis y cómo.
– No tengo nada que decir.
Lucie se incorporó y señaló con el mentón el cuerpo inmóvil del investigador.
– Él hablará.
Sacó su teléfono móvil.
– Dentro de cinco minutos tendrás a toda la poli de Lyon en el culo. Es mejor que esto quede entre nosotros.
Chouart mostró los dientes, como un animal cuando desafía a un adversario.
– Ya me conozco la canción. De todas formas los llamarás…
Lucie rebuscó en su bolsillo y le lanzó el medallón plastificado contra el torso.
– Estoy aquí por una razón personal.
Chouart miró el objeto de plástico, la foto en el interior, y volvió a arrojarlo a los pies de Lucie, con una sonrisa maligna en los labios.
– ¿Son tus hijas? ¿Quién eres? ¿Una madre que se toma la justicia por su mano? Me la suda.
En una fracción de segundo, Lucie se abalanzó sobre él y le plantó el cañón del arma en mitad de la frente. Respiraba fuerte, el rostro se le torcía en una mueca y el dedo le temblaba. De repente, el miedo se dibujó en el rostro del tipo. Se acurrucó, apretando los dientes.
– ¡Vale! ¡Vale, hablaré! ¡Para ya!
Lucie tardó unos segundos en aflojar la presión, con el rostro lívido. La cabeza le daba vueltas. Había estado a punto de disparar. Disparar de verdad. Jamás había sentido esa sensación, ni siquiera en el curso de sus casos más lóbregos. ¿Qué le había sucedido? Dio un paso atrás. Ahora le temblaba un poco la mano. El joven tenía los ojos desorbitados.
– ¡Estás como una puta cabra!
– ¿Qué tienes que ver con la momia de cromañón?
El joven estaba descompuesto. Sabía que no se las veía con un poli normal sino con una auténtica bomba de relojería.
– Yo la robé.
– ¿Un golpe organizado? ¿Estabas compinchado con Fécamp?
– Él tenía que llevarnos al laboratorio y nosotros teníamos que simular una agresión.
– ¿Quién era el otro agresor?
– Un colega, experto en informática. Se limitó a seguir mis órdenes. No sabe nada.
Lucie retrocedió sin quitarle la vista de encima. Chouart ya no se movía, dócil. Estaba segura de que ahora ya sólo diría la verdad.
– ¿Fue Fécamp quien contactó contigo para montar el golpe?
– No, Fécamp no era más que un intermediario. El cliente lo buscó primero a él y luego vino a mí. Una noche nos encontramos los tres en un parque de Villeurbanne, para hablar de negocios. El contrato era sencillo. Fécamp se llevaba una pasta por conducirme hasta la momia en el momento oportuno. Y yo me llevaba la misma pasta por robarla. Diez mil cada uno. Tenía que reclutar a otro tipo para ayudarme. Fue un juego de niños. Fécamp nos lo había explicado todo: la tarjeta de identificación, la situación del laboratorio y los ordenadores que contenían los datos y las copias de seguridad.
Señaló al investigador con la cabeza.
– Odia a su jefa. Se corre de gusto cada vez que oye a esa guarra lamentar la desaparición de la momia. Creo que hasta lo hubiera hecho gratis.
– El nombre del cliente.
– No lo sé.
Lucie dio un paso rápido hacia él, amenazadora. El hombre se protegió el rostro con ambos brazos. Las águilas y las serpientes de sus tatuajes se erguían entre él y Lucie.
– ¡Se lo juro! Es todo cuanto sé. Nunca más había vuelto a oír hablar de esta historia hasta que este cabrón se ha presentado hoy aquí, preguntándome si tenía algo que ver con la muerte de una estudiante. Louts, o yo qué sé. ¡Nunca había oído ese nombre, mierda! ¡Interróguelo a él!
Lucie sudaba y se enjugó la frente con la manga. Tenía los nervios de punta. Necesitaba una pista, un nombre, algo que le permitiera avanzar. No podía marcharse con las manos vacías. Sin titubear, se inclinó hacia Fécamp y lo abofeteó, cada vez con más fuerza.
– ¡Venga, despierta!
Tras un minuto, el científico emitió un gruñido y abrió trabajosamente los ojos. Se llevó las manos al cráneo. Sus falanges se tiñeron de rojo. Sangre y alcohol. Miró a Lucie, incrédulo, y se incorporó lentamente. Se arrastró hasta el muro y apoyó la espalda contra él, con las piernas tendidas. Lucie no le dio tiempo a abrir la boca.
– Le doy diez segundos para decirme quién le pagó por robar la momia.
Fécamp apretó los labios, como si quisiera evitar pronunciar ni una palabra. Con el pie, Lucie empujó el casco de botella hacia Chouart.
– Si no habla, lo rajas.
Con los ojos desorbitados, Fécamp observó al tatuado y su sien magullada. El joven cogió el casco de botella cortante, sin demasiada convicción.
La mirada del investigador se dirigió de nuevo a Lucie.
– Está loca.
– Tres segundos.
Un silencio. El tiempo transcurría. Y las barreras cedieron.
– Se puso… de nuevo en contacto conmigo quince días después del robo… Para asegurarse de que… de que la investigación de la policía no descubriría nada. Cuando le dije que el caso había sido archivado, que no tenían ninguna pista, él… me dijo quién era. Se llama Stéphane Terney. Un parisino, de unos sesenta años.
Lucie sintió una vaharada de calor. Una revelación así era inesperada.
– Deletrea Terney.
Obedeció. Lucie memorizó el nombre.
– ¿Por qué quería la momia?
El investigador meneó la cabeza, como un chiquillo pillado en falta. Con su aspecto de angelito trompetero, parecía no haber roto nunca un plato. A todas luces, aquel tipo se había embarcado en una historia que lo superaba. Era sólo una víctima, un rencoroso seducido por el dinero.
– No lo sé. Le juro que no lo sé. Nos vimos poco, era él quien decidía el lugar, siempre.
– Y, en ese caso, ¿por qué habría dado su verdadero nombre? Era muy arriesgado por su parte.
– También me dio su número de teléfono. Quería que me mantuviera alerta. Que le llamara si alguien venía con preguntas acerca del fresco de los uros, el cromañón o con historias de zurdos. Y tenía que describirle con precisión lo que buscaban los visitantes.
– Y eso fue lo que hizo cuando los visitó Éva Louts. Lo llamó y le dio toda la información sobre ella. Su identidad, incluso su dirección, supongo.
– Sí, sí… Yo… no puedo creer que… que esté implicado en el asesinato.
– ¿Por qué?
– Porque es un médico y un investigador de renombre. Primero no lo reconocí, pero Terney es el gran especialista en los problemas del embarazo. También escribió un libro que armó mucho ruido entre la comunidad científica, hará tres o cuatro años.
– ¿Qué libro?
– La llave y el candado. Un libro científico que habla de códigos ocultos en el ADN.
Lucie asimiló la información. Ese Terney, por la descripción del pelirrojo, realmente no tenía un perfil de delincuente. ¿Por qué ese robo, entonces? ¿Y por qué reclutar a un vigilante?
– ¿Qué le explicó usted, exactamente?
– Que Éva Louts se interesaba en ese dibujo porque había visto uno tan curioso como aquél en una cárcel. Luego estaba la historia de los zurdos. En resumen, le repetí lo que probablemente le ha explicado mi jefa, Dassin.
Lucie reflexionó. Tal vez se iluminaba parte del misterio. Sin saberlo, el pelirrojo había puesto en grave peligro a Louts al prevenir a Terney. Inquieto por la investigación de la joven, ese científico la había eliminado rápidamente. Aún quedaban muchas preguntas: ¿qué había descubierto Éva Louts que pudiera costarle la vida? ¿Por qué el genoma de ese cromañón era tan valioso como para justificar el robo? ¿Qué secretos guardaba? ¿Estaba Terney al corriente de los dibujos hechos por Grégory Carnot? ¿Se habían conocido?
Lucie pidió el número del móvil de Terney, y también lo memorizó. Si un día había sido una buena investigadora era en buena medida porque poseía una excelente memoria visual e inmediata. Aunque su cuerpo ya no estaba en buena forma, había conservado sus reflejos de policía.
Y ahora, ¿qué hacer con aquel par de granujas? Lucie se hallaba en una situación tan ilegal como la de ellos. Se hacía pasar por policía, se paseaba con una pistola cargada y agredía a las primeras de cambio. Aquello podía acarrearle problemas serios y sin duda poner en peligro su relación con Juliette. En aquel preciso instante se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Sin embargo, trató de representar su papel con coraje hasta el final.
– Tengo sus nombres y direcciones. Tenemos un trato los tres, ya saben cómo funciona. Iré a ver a ese Terney, saldaré mis cuentas personales e intentaré mantenerlos fuera de toda esta mierda. He dicho «intentaré». Sobre todo, les aconsejo que no traten de prevenirlo. A la primera estupidez, ya pueden estar seguros de que pasarán un par de años entre rejas.
Le dio unos puntapiés en los muslos al investigador.
– ¡Vamos, lárguese! Vuelva a su laboratorio, a analizar sus dientes de osos de las cavernas o de lo que sea, y haga como si esto no hubiera sucedido nunca.
Fécamp no dijo palabra. Tambaleándose, se largó sin darse la vuelta. Lucie se agachó y recogió su medallón, y no pudo evitar mirar la foto de su hija antes de volver a guardarlo.
Luego, a su vez, desapareció andando hacia atrás y cerró suavemente la puerta tras de sí.
Sólo tenía una idea en mente.
Stéphane Terney…