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Terminal 2F del aeropuerto Charles de Gaulle… Miles de electrones gravitando alrededor de átomos de acero. Litros de estrés, miles de millones de neuronas interconectadas y una visión compacta del mundo a través de paneles electrónicos gigantes: Bangkok, Los Ángeles, Pequín, Moscú…

En medio de aquella tempestad de indiferencia, Lucie miraba nerviosa su reloj frente a los mostradores de facturación del equipaje. Estaba rodeada de aventureros de todo pelaje, la mayoría jóvenes, en pareja o solteros, deseosos de nuevas sensaciones. Veintidós personas -ella y Sharko incluidos- con destino a una expedición de diez días al corazón de la selva, todos a cargo de Maxime, su guía. Ya había algunos que trataban de hablarle, de presentarse, pero Lucie no estaba para fiestas.

Se había puesto en la cola porque el avión despegaría al cabo de una hora y cuarto y Maxime insistía en ello. ¿Qué diantre hacía Franck Sharko? No había manera de localizarlo y no había dado noticias. ¿Tendría el teléfono averiado? ¿Un embotellamiento de camino al aeropuerto? Lucie se dijo que acabaría por comparecer, y cuando fue su turno depositó su maleta sobre la báscula, confiada. La empleada del aeropuerto verificó su billete, su pasaporte, colocó una etiqueta en la mochila nueva y pulsó un botón. Sus pertenencias desaparecieron tras una cortina de caucho, en dirección al control y luego a la bodega del avión.

Lucie se alejó del grupo, excitada, nerviosa, y se quedó sola. Luego oyó un aviso por megafonía: el vuelo a Manaos despegaría a la hora prevista y se rogaba a los pasajeros que se dirigieran a la puerta de embarque. Lucie estrujó su vaso de café dentro de su puño y, tras titubear, se dirigió a un cajero automático y retiró el máximo autorizado para su tarjeta, dos mil quinientos euros. Su cuenta quedó en números rojos, qué le iba a hacer. Atravesó nerviosa los controles de seguridad. Volvía la vista atrás sin cesar, miraba a todos lados y alargaba el cuello. Esperaba percibir una señal, oír una voz que gritara su nombre entre la multitud. Se quedó aún unos minutos tras las puertas y luego siguió a los rezagados hacia la sala donde las azafatas ya habían comenzado el embarque: los pasajeros ya subían al avión. Su grupo de aventureros, turistas de todas las edades, brasileños que regresaban a casa… Lucie pensó aún en echarlo todo por la borda y dar media vuelta.

Arrastrada por la corriente de brazos y piernas, se aproximó a la tripulación. Aguardó hasta el último segundo y, finalmente, tendió su pasaporte.

Hubo dos avisos: se rogaba al pasajero Franck Sharko que se presentara de inmediato en la sala de embarque, puerta número 43. Lucie aún lo esperaba e incluso trató de llamarlo una vez más antes de que los obligaran a apagar los teléfonos móviles.

Luego se cerraron las puertas del avión.

Veinte minutos más tarde, el Airbus A 330 despegaba de la pista del aeropuerto parisino. Un tipo de apenas veinte años y parecido a Tintín aprovechó la butaca libre para instalarse al lado de Lucie. Un soltero pesado que empezó a hablarle de senderismo y de material de acampada. Lucie lo espantó educadamente.

Con la frente pegada a la ventanilla, se preguntó por qué nada le salía bien en su puta vida.

Al igual que Éva Louts, iba al encuentro de los salvajes, con una pregunta importante en la punta de la lengua: ¿qué podía haberle sucedido a Franck Sharko para dejarla plantada en una de las citas más importantes de toda su vida?

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