– Explícame qué es la intolerancia a la lactosa… ¿A quién afecta, en qué proporción y por qué?
Mientras conducía, Sharko llamó a Paul Chénaix, su amigo forense. Quería asegurarse de la causa y de la rareza de esa característica para demostrarse a sí mismo que se hallaba en el buen camino. Conectó el altavoz para que Jacques Levallois pudiera oírlo.
El médico respondió tras unos segundos de reflexión.
– Me obligas a hurgar en mis viejos recuerdos de medicina y biología, pero la explicación es tan notable que sí la recuerdo. En aquella época me dejó de piedra. Está relacionado directamente con la selección natural y la Evolución. ¿Sabes algo de este asunto?
Sharko y Levallois se cruzaron una mirada inquisitiva.
– ¿Si sé algo? Mi colega y yo estamos metidos en ello hasta el cuello. Suéltalo.
– Perfecto. En primer lugar hay que saber que la lactosa es un compuesto específico de la leche de los mamíferos. La diferencia individual entre tolerancia e intolerancia a la lactosa es puramente genética. La intolerancia a la lactosa se manifiesta en los humanos tras el destete del bebé por la madre, a partir del momento en el que se le da leche de vaca.
– Hasta ahí, nada del otro jueves.
– Ahora es cuando se vuelve interesante, presta atención. La tolerancia a la lactosa, y he dicho la tolerancia, es bastante reciente en la historia de la Evolución, se remonta a hace unos cinco mil años y sólo existe en las poblaciones humanas que domesticaron vacas para consumir directamente la leche. En el caso del Hombre, con mayúscula, el gen de la tolerancia a la lactosa se halla sobre todo en las regiones geográficas en las que, en las vacas, también existen genes implicados en una alta producción de leche.
– Luego… la naturaleza intervino en vacas y hombres, modificando su ADN y creando genes que no existían antes…
Sharko pensaba al mismo tiempo en la tesis de Louts: la violencia de un pueblo, que determina su carácter «zurdo» en su ADN. La cultura, que influye en la genética…
– Así es. Gen de alta producción lechera en el caso de las vacas y gen de la tolerancia en el de los hombres. Si no recuerdo mal, es lo que se denomina una coevolución, o una carrera armamentística entre vacas y hombres: la selección natural hizo que el hombre, en su origen cazador y recolector y que se alimentaba exclusivamente de carne y fruta, pudiera beber la leche de las vacas que domesticara. A la par, también hizo que las vacas fueran mejores productoras de leche. Y cuanta más leche producían, más leche bebían los hombres… De ahí la expresión de «carrera armamentística». Extraordinario, ¿no crees?
– Si he entendido tu explicación, significa que las personas que hoy son intolerantes a la lactosa no cuentan con ese gen porque tuvieron antepasados que no domesticaban vacas…
– Así es. Esos individuos intolerantes debieron de tener antepasados que vivían lejos del centro de domesticación de las razas bovinas lecheras. Cuanto más lejos estaban las vacas, menos soportaban la leche los individuos y no desarrollaban el gen. En el momento en que cursé mis estudios, las cifras indicaban alrededor de un 5 por ciento de intolerantes a la lactosa en Europa y algo así como un 99 por ciento en China, por ejemplo. Un 70 por ciento de la población mundial es intolerante. Dale de beber leche a un asiático y vomitará allí mismo. Contrariamente, cualquier francés de pura cepa desde hace generaciones puede consumir leche a discreción. ¿He respondido a tus preguntas?
– Genial. Gracias, Paul.
El comisario colgó, impresionado. Esas cosas de la Evolución ponían a prueba el cerebro, pero realmente era así como la naturaleza, el hombre y las especies habían cobrado vida, a lo largo de milenios. Y por ese motivo su sentimiento de hallarse tras la buena pista se reforzaba aún más. Levallois extrajo sus propias conclusiones en voz alta.
– Si lo he comprendido, Grégory Carnot y Félix Lambert no sólo tienen en común su extrema violencia y su edad. Hay causas genéticas más profundas que los unen. Hay las visibles, como la altura, el hecho de ser zurdos y la corpulencia, y las invisibles, como la intolerancia a la lactosa.
– Lo has entendido. No sé con qué nos las vemos, exactamente, pero todo eso me huele a medicina y genética.
El coche se adentró entre la arboleda frondosa. El ejército de árboles cerró filas alrededor del Peugeot 407 y el cielo desapareció. Unas hileras negras de troncos se alzaban a un lado y otro y sólo dejaban aparecer, de vez en cuando, las discretas fachadas de unas bellas residencias. Bajo aquella luminosidad decreciente, el comisario se fió de las indicaciones del GPS. Un poco más adelante tomó la Route Ronde, circuló unos centenares de metros y vio, apartada entre el bosque, al fondo de un inmenso jardín arbolado, la finca de los Lambert: una magnífica casa señorial del siglo XIX, de dos plantas, construida con grandes piedras blancas talladas y con el tejado de pizarra. La hiedra devoraba la fachada y alzaba un segundo muro vegetal. Dos automóviles, un cupé deportivo y un Peugeot 207 clásico estaban aparcados en la avenida.
– Están aquí -susurró el comisario-. Lambert padre e hijo. Y no puede decirse que estén necesitados.
– Deberíamos pedir refuerzos.
– Primero quiero sondear el terreno.
El comisario estacionó más lejos, en el arcén, y fue andando hasta unos diez metros de la entrada. El acceso estaba protegido por una verja cerrada y el conjunto de la finca -que se extendía en varias hectáreas- parecía rodeado por un muro de ladrillo de tres metros de altura.
– No es cuestión de llamar al interfono -dijo el comisario en voz baja-. Tenemos que aprovechar el efecto sorpresa y evitar que Félix Lambert, de una u otra manera, pueda tendernos una trampa o huir.
– En ese caso, ¿me explicas cómo vamos a entrar?
– No eres muy rápido de reflejos, que digamos. Sígueme.
– ¿Qué? ¿Y no vamos a llamar a nadie? Ya sabes que nos estamos saltando el…
Sharko caminó junto al muro, adentrándose en el denso bosque.
– … reglamento -murmuró el joven teniente entre dientes.
Tras titubear, acabó por seguir a su colega, que ya desaparecía entre la vegetación. Los árboles se pegaban a él, los helechos le fustigaban los tobillos, las ramas se retorcían contra el muro como si, de una manera u otra, la naturaleza tratara de reconquistar sus derechos sobre el hombre. Tras avanzar durante unos minutos, Sharko retrocedió para ampliar su campo de visión y logró distinguir la parte más alta de la fachada oeste de la casa.
– Parece un frontón sin ventana. Es el mejor sitio para entrar al jardín sin ser vistos.
Levallois pataleaba.
– Es una locura. ¡Mierda!, ese tipo ha matado a dos chavales. No sabemos a quién vamos a encontrarnos ahí detrás. Y, además…
Sharko se volvió hacia él y lo miró fijamente, interrumpiendo en seco sus lamentaciones.
– O me sigues o te quedas aquí lloriqueando. Pero en ambos casos, cierra la boca de una vez, ¿de acuerdo?
El comisario observó los árboles y dio con una rama lo bastante baja como para trepar por ella, apoyando a la vez las suelas en el muro. Ya no estaba para ese tipo de acrobacias y escaló como un muñeco desarticulado. Pero poco importaba la manera y el dolor en sus miembros fatigados, sólo contaba el resultado. Con la americana cubierta de manchas verdosas y con los mocasines estropeados, aterrizó sobre la hierba profiriendo un gruñido y corrió de inmediato hasta el muro de la casa.
Levallois lo seguía a unos metros y llegó junto a él, empuñando el arma.
Sharko recobró el aliento. Alrededor de él no se movía nada, excepto algunos pájaros entre las ramas y las hojas que se estremecían. El ambiente era demasiado tranquilo, demasiado silencioso. Sharko presentía que aquello no auguraba nada bueno. Rápidamente, giró hacia la otra fachada, seguido por su colega. La hiedra caía sobre sus hombros. Avanzando con prudencia, echó un vistazo a través de la primera ventana que encontró. Una sala amplia, de techo muy alto y una lámpara inmensa. Sin duda, el salón. Sharko oyó ruidos. Cerró los ojos y escuchó atentamente. Unos ruidos graves resonaban en las paredes.
Bum, bum, bum…
– La tele -susurró Levallois-. Parece que tengan el volumen a tope…
Agachándose y con la Sig Sauer en la mano, el comisario prosiguió el avance y se dirigió hacia otra ventana que daba a una cocina. Levallois le cubría la retaguardia y vigilaba de reojo en todas direcciones. Vio que el comisario palidecía y se quedaba inmóvil de repente.
– ¿Qué sucede?
Sharko atisbaba por la ventana. Sus ojos entornados miraban las baldosas del interior de la casa.
Aceleración del ritmo cardiaco.
– ¡Mierda! ¡No es posible…!
Dentro de la casa, un reguero de sangre partía de una silla y se alejaba hacia otra habitación. Habían arrastrado un cuerpo malherido, sin duda por los pies, en vista del rastro. Súbitamente presa de un sudor frío, Sharko se precipitó a la ventana vecina.
El comedor. El horror. Un cadáver yacía en el suelo, con la mirada hacia el techo. Tenía el rostro negro, cubierto de sangre seca, al igual que su ropa medio despedazada, probablemente por un arma blanca. El hombre, calvo, con sólo algunos cabellos canosos, debía de tener unos cincuenta años.
El padre.
Los dos policías se arrimaron al muro, sin aliento. Habían cambiado las tornas. Levallois estaba blanco como un papel.
– Tenemos que irnos. Hay que pedir refuerzos.
Su voz estaba entrecortada por su jadeo angustiado. Sharko se acercó a su oído.
– Tardarán un siglo en llegar. Ahí dentro se oculta un asesino y tal vez haya otras personas en peligro. Vamos a entrar. ¿Te sientes capaz de intervenir?
Levallois se pegó contra la hiedra, con la cabeza apoyada en el muro. Miraba al cielo, con los ojos como platos, y asintió sin abrir los labios. En silencio, Sharko se dirigió a la puerta. Accionó el picaporte con el codo, pero la puerta estaba cerrada con llave y, sin pensarlo dos veces, se quitó la americana y se la enroscó en torno a la mano.
– Apártate. ¡Al ataque! ¡Tú cubre la izquierda y yo la derecha!
Se situó ante la ventana y golpeó con fuerza contra el cristal con la culata. Se oyó un estruendo espantoso y, tan rápido como pudo, apartó los cristales rotos de su brazo protegido y tiró del pomo interior. Menos de diez segundos después, dos sombras armadas entraban en el comedor. El sonido emitido por el televisor hacía vibrar las paredes: probablemente una cadena musical. La casa parecía no respirar. Las habitaciones, muy grandes y sin vida, provocaban vértigo. Levallois, muy tenso, desapareció ágilmente en la habitación vecina. Volvió unos segundos después negando con la cabeza.
De repente, los dos compañeros se quedaron inmóviles, sin ni siquiera respirar. Oyeron ruido de pasos, justo sobre sus cabezas. Un movimiento pesado, regular como un péndulo, que no duró más de cinco segundos. Atravesaron el vestíbulo con cautela y se dirigieron a las escaleras, Sharko delante y Levallois detrás. De repente, sus pies se sumergieron en el agua que descendía lentamente del piso superior. A lo largo de las paredes oblicuas, sobre el empapelado, se sucedían huellas de manos ensangrentadas. Parecía el túnel del tren del terror de una feria.
– Manos izquierdas… ¡Mierda! ¿Qué ha pasado aquí?
Lo más silenciosamente posible, el comisario subió los peldaños apuntando con su arma a la pared, frente a él. Su corazón propulsaba la sangre hasta las sienes. Con los músculos a flor de piel casi podía sentir cada latido en cada vena y oír cómo su cuerpo se preparaba para el peligro. Una asquerosa mezcla de olores lo asaltó: mierda, orines y hemoglobina. Había trozos del empapelado arrancados y la madera de los peldaños estaba cubierta de líquido. Tenía la sensación de estar abriéndose paso a través de una pesadilla.
Al llegar a la planta superior, los policías giraron a la derecha y pasaron frente al baño.
El grifo del lavabo estaba abierto al máximo y el agua desbordaba por todas partes. En la bañera flotaba ropa sucia.
Siguieron avanzando. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, excepto la del fondo, cuyo picaporte estaba manchado de sangre. Las manos ensangrentadas conducían hacia allí, no cabía la menor duda. El monstruo se había refugiado en su cubil.
Aguardaba.
Jadeando, Sharko tomó posiciones justo al lado de aquella puerta, ligeramente agachado. Conteniendo la respiración, trató de bajar el picaporte con la culata del arma, pero la puerta estaba cerrada con cerrojo.
El policía se llevó la pistola a la mejilla y expiró. Sentía el aliento caliente de Levallois en la nuca.
– ¡Policía! ¿Quiere que hablemos?
Silencio. Los policías oyeron entonces una especie de maullidos, como llantos. Fueron incapaces de distinguir si se trataba de un hombre o de una mujer. ¿Una víctima que Lambert retenía viva?
Se miraron con el espanto reflejado en los ojos. Sharko trató de nuevo de ir a las buenas.
– Podemos ayudarlo. No tiene más que abrir la puerta y entregarse… ¿Hay alguien con usted?
No hubo respuesta ni reacción.
Sharko aguardó de nuevo, alerta. El condenado probablemente estaría armado, pero sin duda con un arma blanca, de lo contrario habría disparado. Ahora reinaba un silencio absoluto. El policía ya no podía esperar más y se decidió a pasar a la acción.
– Quédate aquí… No querría dejar viuda a una mujer embarazada.
– ¡Anda y que te jodan! Voy a entrar contigo.
Sharko asintió. Sin hacer ruido, ambos policías se situaron ante la puerta. Levallois apuntó el cañón hacia la cerradura y disparó. Al instante, el comisario dio una patada a la puerta y se precipitó en la habitación, apuntando al frente con la Sig Sauer.
Inmediatamente encañonó al coloso que se hallaba en un rincón, de pie, inclinado, con los puños apretados contra el pecho. Estaba solo. Sus ojos eran de un amarillo intenso, febril, y tenía ojeras violáceas.
Se había arrancado la piel de las mejillas y miraba a Sharko a los ojos. Sólidamente plantado sobre sus piernas abiertas, el comisario no se dejó intimidar. Levallois también lo encañonó.
– ¡Ni se te ocurra moverte!
Félix Lambert estaba desarmado. Cerró los ojos y se mordió los dedos hasta hacerse sangre, a la vez que su rostro se retorcía de dolor. Tenía las encías en carne viva y los labios secos como un pergamino. La locura ardía en su rostro. Era algo maléfico, irreal. Temblando, abrió súbitamente los ojos y se precipitó corriendo hacia la ventana. Sharko apenas tuvo tiempo de gritar cuando el asesino atravesaba ya el cristal, con la cabeza por delante.
Se estrelló diez metros más abajo, sin el menor grito.