Sharko salió discretamente, sin despertar a Lucie. Sólo pasó rápidamente por el baño y le garabateó un mensaje en un trozo de papel. Ni café, ni radio, ni ruido. Una mirada acariciante a la joven, con un doloroso deseo de abrazarla y una partida que le destrozaba el corazón. Al igual que esperaba no volver a verla jamás, de la misma manera deseaba que aquella noche estuviera allí a su regreso. ¿Tal vez podría ofrecerle él un poco de calor? ¿Tal vez podría abrirle los ojos al futuro? ¿O más bien era ella quien lo ayudaría a él?
El trayecto fue aburrido, con embotellamientos, ruido y la cabeza llena de preguntas. Estaba falto de sueño y tenía el cerebro en ebullición. El comisario estacionó el vehículo en el aparcamiento del Centro de acogida especializado Félicité. Fue a saludar a su colega, que también acababa de llegar. Levallois encendía un cigarrillo, apoyado en la chapa de su coche. Tenía los ojos hinchados.
– ¿Qué tal la autopsia? -preguntó el comisario al estrecharle la mano.
– La víctima fue torturada durante al menos dos horas, se le infligieron quemaduras de cigarrillo dibujando motivos cromosómicos, y luego fue desangrada. No murió en el acto, pero no sobrevivió más que unos segundos. El resto son detalles médicos legales que no nos aportan gran cosa. He pasado una noche espantosa. ¡Viva la policía!
El joven parecía haber acusado el golpe. Sharko le puso una mano sobre el hombro y lo sacudió un poco. Ambos se hallaban frente al edificio de arquitectura haussmanniana, aislado de la calle por unas pequeñas rejas y unos jardines bellamente floridos. El distrito XIV era sede de las instituciones psiquiátricas, con el famoso hospital Sainte Anne en cabeza.
– ¿Y tenemos novedades acerca del libro de Terney?
– Varios biólogos han trabajado en ello esta noche, ya conocían el libro. Aparte de las estadísticas, las matemáticas y las proclamas eugenésicas, de momento no han encontrado nada destacable. Pero tiene casi doscientas páginas, así que creo que necesitarán algo más de tiempo. No saben qué buscar.
– ¿Proclamas eugenésicas, has dicho?
– El responsable del laboratorio me ha dicho que pasáramos a verlo si queremos más información. Estaba de un humor de perros.
– ¿Si queremos más información? Terney tuvo el reflejo de señalar ese libro antes de morir, ¡evidentemente queremos más información!
El hombre que recibió a Sharko y a Levallois se llamaba Vincent Audebert. Era el director del centro, que acogía a catorce autistas adultos carentes de autonomía. En vista de su estado mental, a Daniel Mullier lo habían trasladado a su entorno unas horas antes. Era seguro que no era culpable: según el director, los catorce enfermos acababan de regresar hacía sólo dos días de una semana de vacaciones en un centro especializado de Bretaña, por lo tanto, después de la muerte de Stéphane Terney.
Vincent Audebert señaló con el mentón una de las ventanas de la planta baja.
– La habitación de Daniel da al patio. Ya se había fugado anteriormente, pero de esto hace dos o tres años.
– ¿Qué provocó su fuga?
– Stéphane Terney había prometido venir a buscarle ayer para llevarlo a una conferencia sobre el ADN. Se conocían desde hace años. Daniel y Terney se veían una o dos veces al mes. El doctor siempre había cumplido sus promesas, y Daniel aguardaba con impaciencia esas citas. Pero esta vez…
Se quedó en silencio.
– … Entonces, para manifestar su cólera, Daniel se puso a contar los granos de un paquete de un kilo de arroz. Cuando se pone así, se encierra en su habitación y dejamos que lleve a cabo su ritual, que suele durar unas cuatro horas. No hay otra solución.
– ¿No se habían percatado de su desaparición esa noche?
Hizo tintinear un pesado juego de llaves, con las manos en los bolsillos, y suspiró.
– Esto no es una cárcel, no hay rondas nocturnas ni se entra inopinadamente en las habitaciones, salvo en caso de necesidad. Daniel salió por su ventana, escaló la verja y desapareció en la ciudad. Ya había ido a casa de Stéphane Terney, así que conocía el camino.
– ¿Hay alguna posibilidad de que Daniel hable con nosotros o nos explique lo que pudo ver u oír? ¿Podrá explicarnos su relación con Terney?
– Ninguna. No habla y no escribe más que sucesiones de letras, cifras y cálculos matemáticos. Es su único lenguaje. No comprende sus propias emociones y menos aún las de los demás. Por eso es tan difícil penetrar en la esfera que los autistas construyen a su alrededor. Terney, sin embargo, lo consiguió. Había logrado establecer una forma de comunicación con Daniel. Y ésta se basaba en las matemáticas.
– ¿Qué tipo de autismo padece Daniel, exactamente?
– Uno de los más graves. Sin entrar en detalles, presenta una incapacidad absoluta de comunicación oral, trastornos del desarrollo social, y sufre un profundo repliegue en sí mismo. Paradójicamente, a pesar de esas graves minusvalías, padece lo que comúnmente se denomina síndrome del sabio. Además de contar con una memoria prodigiosa, dispone de una capacidad excepcional para las estadísticas o el análisis de cifras o letras. Va más allá de cuanto puedan imaginar. Les mostraré la habitación que preparamos para él, una imagen vale más que mil palabras.
Avanzaron por el interior del edificio, que recordaba a una escuela. Hileras de percheros, dibujos colgados en las paredes y aulas vacías con sillas alrededor de mesas redondas. Reinaba allí una increíble sensación de orden y limpieza. Los adultos debían de hallarse aún en sus habitaciones, a buen seguro situadas en el ala perpendicular. La calma imperaba también en los pasillos, como una sedosa manta de locura.
– ¿Cómo se conocieron Stéphane Terney y Daniel? -preguntó Sharko.
– Eso se remonta a 2004. El investigador vino aquí. Sabía de la capacidad de Daniel para el análisis de grandes conjuntos de letras y cifras. Quería conocerlo porque tenía intención de escribir un libro acerca del ADN. Un libro que versaría sobre cifras y estadísticas. Creía que Daniel quizá sería capaz de detectar cosas en la molécula y así ayudarlo.
– ¿Qué tipo de cosas?
– Equilibrios matemáticos, leyes inmutables a las que supuestamente obedecía la interminable sucesión de A, G, C y T. Terney buscaba el orden en el caos.
El director abrió la puerta de una amplia sala circular blanca, de techos muy altos. Sharko y Levallois se quedaron inmóviles, estupefactos. Cientos, miles de libros, todos idénticos, estaban ordenados uno al lado del otro en varias estanterías y los rodeaban completamente. La biblioteca de Terney parecía ridícula comparada con aquélla. Los lomos estaban numerados, en orden creciente: 1, 2, 3, 4…
– Son libros parecidos al que Daniel tenía en casa de Terney -murmuró Levallois.
En el centro de la sala, Daniel estaba sentado frente a una mesa de trabajo, con un libro abierto ante él y un bolígrafo en la mano. Frente a él, había una caja con decenas de bolígrafos, todos idénticos, y un ordenador encendido. Daniel ni los miró. Estaba inclinado, concentrado en su tarea. Escribía sin parar, con gestos rápidos. Sharko volvió la cabeza; había observado un pedazo de tela roja que colgaba entre los volúmenes 341 y 343, a su izquierda. Recordó que a Daniel lo hallaron en casa de Terney con el volumen 342.
El director abarcó los volúmenes con un gesto amplio y habló en voz queda.
– Hay exactamente cinco mil volúmenes, cada uno de trescientas páginas. Ni una más, ni una menos. Terney los mandó hacer para Daniel. Los que están situados después del retazo de tela aún están por rellenar. Lo que significa casi la totalidad.
Levallois abrió unos ojos como platos.
– ¿Por rellenar? ¿Por… Daniel, quiere decir? Pero… ¿qué escribe?
El director del centro tomó el primer volumen, el número 1, y lo abrió.
– Anota el genoma completo del hombre moderno… El conjunto de tres mil millones de letras A, C, T y G que componen el ADN de nuestros cuarenta y seis cromosomas de cabo a rabo. La gran enciclopedia de la vida. El manual más contundente que contiene encriptado el secreto de la construcción de nuestros órganos, el periplo de nuestros antepasados y una serie de instrucciones que los pequeños Champollion presentes en nuestro organismo leen desde hace cientos de miles de años para fabricar las proteínas que nos permiten vivir.
Levallois hojeó las páginas, conmocionado, casi alucinado. Miles y miles de letras, escritas en minúsculas unas tras otras -aagtttacc…- en cada página de cada libro, de cada estantería.
– Ahí tienen el principio de la secuencia del cromosoma 1 -explicó el director-. Hace seis años que Daniel empezó, a razón de diez horas diarias durante las cuales escribe unas cien mil letras. Eso son unas cincuenta páginas diarias.
Sharko observó la sucesión infinita de papel y la imposible tarea pendiente.
– Dios mío…
– Ya puede usted decirlo. Es un trabajo sin fin. A ese ritmo, a pesar de su increíble velocidad de escritura, y trabajando trescientos sesenta y cinco días al año, necesitaría más de cien años. Ya sabemos que pasará el resto de su vida haciendo eso… Escribir, escribir, escribir…
Los dos policías se miraron, conmocionados.
– Pero… ¿por qué? -preguntó Sharko.
– ¿Por qué? Porque es su mundo, la materialización de su vida interior. No tienen ningún otro medio de expresión, ninguna otra posibilidad de expulsar la formidable cantidad de energía almacenada en su cerebro. Todas las capacidades de las que carece, toda esa luz que no ve a su alrededor, se concentran en esa única tarea. Para nosotros es insensata, pero para él es muy importante. Daniel ha… encontrado su camino.
Con un suspiro, señaló con el mentón hacia el ordenador.
– Daniel tiene dos genomas diferentes del hombre moderno en pantalla, que pueden obtenerse en la página web de Génoscope. Les ahorro los detalles, pero observen cómo trabaja Daniel: visualiza el contenido del primer genoma en la parte superior de la pantalla, lo memoriza y lo copia en sus páginas, y prosigue pulsando en las flechas «Siguiente». ¡Porque el genoma se extiende a lo largo de millones de pantallas sucesivas!
– ¿Cuál es el motivo de mostrar dos genomas en pantalla, si sólo copia uno de ellos?
El director señaló unas letras subrayadas en el libro. Había como mucho una o dos por página.
– No se contenta con copiar el genoma. También subraya algunas letras, cada vez que hay una diferencia entre su genoma de referencia y el otro genoma que tiene en pantalla.
– ¿Quiere usted decir con eso que hay tan pocas diferencias genéticas entre dos genomas diferentes, y por tanto entre dos individuos diferentes?
– Exactamente… Usted tiene más del 99,9 por ciento del ADN en común con un aborigen de la Australia profunda, con un negro, un chino o un mongol. Está usted más cerca genéticamente de esas personas que dos chimpancés cogidos al azar en la misma jungla. Ésa es la razón por la que se habla del genoma humano y no de los genomas humanos, y por la que no hay tantos genomas en Internet como seres humanos. De hecho sólo hay dos disponibles, puesto que en su momento se llevaron a cabo dos proyectos en paralelo. Los genomas de la humanidad son semejantes en todo, con la excepción de algunos pequeños «errores» que, por simplificar, cambian, por ejemplo, el color de los ojos. Entre los tres mil millones de bases A, T, C, G presentes en el ADN de cada una de nuestras células, sólo tres o cuatro millones de ellas se hallan en posiciones diferentes y presentan encadenamientos inéditos entre un ser humano y otro. Su propia enciclopedia de la vida, comisario, sería casi idéntica a la de Daniel o a la mía, con la única diferencia de esas pocas letras subrayadas.
Sharko estaba boquiabierto pero, por otro lado, sentía una enorme piedad por aquel muchacho que tenía aún toda la vida por delante y que pasaría su existencia copiando lo que un ordenador podía hacer en apenas unos segundos.
– ¿De qué habla exactamente el libro de Terney? ¿Por qué Daniel se vio implicado en él?
– Al principio, el libro debía tratar únicamente de estadísticas. Stéphane Terney se entretuvo utilizando las famosas A, T, C y G para efectuar un montón de cálculos según su emplazamiento, su repetición y su cantidad en la larga cadena del ADN. Dividir, por ejemplo, el número total de secuencias ATA por el de CCC (las sucesiones de tres letras se denominan codones) y obtener números destacados, como el 13 o el 7, cuando deberían obtenerse números con decimales completamente aleatorios. Daniel lo ayudó… Terney habla incluso del número áureo, de notables sucesiones matemáticas… En resumidas cuentas, declara que toda la magia de la naturaleza se expresa a través del ADN mediante esos códigos ocultos.
– Por eso en la cubierta figura el dibujo del hombre de Vitruvio. La perfección humana oculta en el ADN.
– Exactamente. Pero yo soy muy escéptico respecto a esos «hallazgos». Cuando se busca algo en semejante cantidad de cifras y letras, al final siempre se acaba por encontrar…
Hizo una mueca.
– Ese libro hubiera podido no ser más que un vulgar Código Da Vinci del ADN, pero creo que no era más que un pretexto. Terney lo utilizó para destilar numerosas ideas eugenésicas: la defensa de la eutanasia, el aborto sistemático en caso de problemas del feto, el rechazo de las poblaciones envejecidas, a las que considera como un virus del planeta… Terney defiende… es decir, defendía… la pureza y la juventud del ser humano. Para él, algunas «razas», algunas enfermedades genéticas, rompían los equilibrios matemáticos perfectos que había logrado hallar en el genoma humano con la ayuda de Daniel… Los «intrusos», como los denominaba, no eran dignos de figurar en el patrimonio genético que legaremos a nuestros sucesores. Utilizó a Daniel para… para perjudicar a personas como Daniel, precisamente. Ese proceder me pareció monstruoso.
Sharko pensó en los individuos más débiles de un banco de peces. Terney había pretendido lanzar el mismo mensaje, pero desde un punto de vista genético.
– Sin embargo, permitió que siguiera viendo a Daniel -dijo.
– Traté de interrumpir su relación, al principio. Pero Daniel era desgraciado y sus crisis se agravaban. Terney realmente le ofrecía algo con esa comunicación a través de cifras y letras. Creo que en el fondo lo quería mucho. El ADN era la llave del candado que encarcela a Daniel. Terney le ofreció esa llave. Así que los dejé hacer pero, créanme, Terney no era santo de mi devoción. Ahora que ya no está aquí, para ser sincero les diré que me siento triste porque no sé cómo evolucionará Daniel…
Sharko miró al joven autista, que se puso en pie y fue a dejar un bolígrafo en un rincón y cogió otro nuevo de la caja. Observó atentamente aquellas estanterías, aquellas hileras de libros vacíos, la mayoría de los cuales nunca serían escritos. En esa espiral ilógica, tuvo súbitamente una intuición.
– ¿Daniel ha leído La llave y el candado?
– Es por así decirlo su libro de cabecera. Lo lee casi todas las noches, incansablemente…
Sharko y Levallois intercambiaron una mirada brevemente mientras el director proseguía.
– … Leer, sin embargo, no es la palabra exacta, ya se lo imaginarán ustedes. No comprende, evidentemente, las proclamas eugenistas ni los enunciados. Sería muy difícil explicarles rápidamente cómo funciona, pero… digamos que devora todos los libros que caen en sus manos como una «sucesión de letras». Para simplificar, podemos decir que en su cabeza se iluminan conexiones y que hay conjuntos que se colorean inmediatamente ante sus ojos frente al texto. Con un simple vistazo es capaz de hacerle comprender a uno, o escribírselo, que una página contiene cincuenta veces la letra «e», pero es incapaz de decir de qué habla el texto.
Sharko apretó discretamente los puños.
– Me gustaría poder ver ese ejemplar.
El director asintió.
– Está meticulosamente guardado en su habitación, siempre en el mismo lugar. Ahora vuelvo.
Desapareció en el pasillo.
– Es espantoso… -murmuró Levallois-. Y nosotros quejándonos todo el día. Ese chaval no tiene ni veinte años y se pasará la vida aquí, en esta sala.
– Las enfermedades mentales son un veneno lento.
Sharko se aproximó a Daniel. El joven inclinó un poco más los hombros cuando sintió la presencia a su espalda, como haría un gato a la defensiva, pero no dejaba de escribir. Su pulgar y su índice derechos estaban deformados y eran huesudos. Sostenía el bolígrafo como se sostiene el mango de un destornillador. Al comisario le habría gustado poder tranquilizar al chaval, ponerle una mano sobre el hombro, darle un poco de calor, pero no hizo nada.
Audebert ya había regresado. Sharko cogió el ejemplar de La llave y el candado y lo hojeó atentamente. Había páginas enteras vacías de sentido que representaban secuencias de ADN a partir de las cuales Terney extraía estadísticas, dibujaba gráficos y obtenía conclusiones. No había nota alguna de Daniel, pero Sharko descubrió páginas con dobleces, más manoseadas que las demás. Por ejemplo, la página 57 del libro: «Consideremos, por ejemplo, la siguiente secuencia de ADN». Debajo se sucedían varios centenares de A, T, C y G que formaban una secuencia. Lo que llamó la atención del comisario no fue aquella sucesión carente de sentido, sino el hecho de que todas las letras, sin excepción, habían sido subrayadas por Daniel al igual que en el volumen número 1 de la enciclopedia de la vida. Mostró la página a Vincent Audebert.
– ¿Sabe por qué hizo esto?
Audebert entornó los ojos.
– No me había dado cuenta… Pero… Subraya todo lo que es diferente del genoma de referencia. Con el ordenador sabe hacer búsquedas en el genoma… ¿Tal vez buscó esta secuencia en la página de Génoscope y no la encontró? ¿Y por ello lo habría subrayado todo?
Sharko siguió pasando páginas y volvió a encontrar lo mismo. Páginas 141, 158, 198, 206, 235, luego la 301… Siempre con la misma frase al principio: «Consideremos, por ejemplo, la siguiente secuencia de ADN», y siempre con las letras subrayadas. Daniel lo había hecho con tesón.
Levallois se dirigió hacia el libro número 2, lo abrió, hojeó algunas páginas y se encogió de hombros…
– No lo entiendo… Salta a la vista que hay alguna diferencia de vez en cuando entre dos individuos. Una diferencia cada mil o dos mil letras. ¿Cómo pudo Daniel subrayar tantísimas diferencias sucesivas?
– Stéphane Terney tal vez escribió algunas secuencias completamente al azar, sólo como ejemplos. O bien…
El director parecía perturbado. Reflexionó unos segundos y de repente chasqueó los dedos.
– … o bien, tal vez tengo otra explicación.
Cogió a su vez el libro y examinó atentamente las páginas.
– Debido a Daniel y a Stéphane Terney he tenido que estudiar el ADN, para comprenderlo. Sé a qué lugares de la molécula corresponden esos cambios tan rápidos, agrupados e importantes de las secuencias. Son lo que se denominan microsatélites.
Señaló con el mentón hacia la enciclopedia de la vida.
– Un día, Daniel escribirá páginas en las que cientos o miles de letras estarán subrayadas como aquí, antes de que todo vuelva a la normalidad… Se tratará de microsatélites. Sus técnicos de la policía científica los utilizan a diario para sus análisis de ADN, porque son como huellas digitales. Son únicos para cada individuo, y siempre se hallan situados en el mismo lugar en el genoma.
Sharko y Levallois se miraron de nuevo, boquiabiertos.
– ¿Esos microsatélites sirven entonces para las huellas genéticas? -preguntó el comisario.
El director asintió con convicción.
– Exactamente, señores, creo que en este libro se hallan enterradas siete huellas genéticas diferentes, en medio de otros datos anodinos. Siete códigos de barras de siete individuos que tal vez existan en nuestro planeta.