Lucie tenía el corazón en un puño cuando estacionó en el aparcamiento frente al hospital de la Colombe, en el CHR de Reims. Todas las maternidades se parecían. A pesar de la aparente austeridad de esos largos buques de hormigón perforados por ventanas idénticas, éstas respiraban vida, la gente entraba allí como marido y mujer y salía como papá y mamá, más responsables, más orgullosos y más felices. Un fruto de la naturaleza había nacido de la mezcla de sus cromosomas y la increíble alquimia del nacimiento los transformaba para siempre.
Lucie pensó en su propia experiencia. Hacía ya nueve años… La mayoría de los recuerdos de aquella época se habían desvanecido, pero no los relacionados con la llegada de las gemelas. Lucie recordaba el pánico de su madre, cuando ella rompió aguas en plena noche. La carrera hasta la policlínica de Grande-Synthe, en el Norte, en plena tormenta, y luego cuando el personal sanitario se hizo cargo de ella. Aún oía el bip de los monitores, en los minutos que precedieron al parto. Veía el rostro de su madre junto a ella, sus manos que se buscaban, en el dolor, mientras el personal se afanaba alrededor de su vientre hinchado. La comadrona, la enfermera, la auxiliar, el médico… Clara llegó la primera, y Lucie aún recordaba perfectamente su gritito agudo, provocado por el despliegue de sus pulmones. Recordaba haber llorado como nunca hasta que la comadrona le puso los dos bebés idénticos, pegajosos, con su piel olivácea, uno a cada lado del pecho. Enseguida, una enfermera se acercó con dos brazaletes identificadores. Preguntó entonces a Lucie cuál era Clara. Lucie señaló con el mentón hacia la criatura de la izquierda, la primera que había salido de su vientre.
Ahí se había sellado el destino de Clara.
Y hoy estaba muerta, asesinada por el monstruo nacido en ese hospital, ahí, justo enfrente de ella. Su hermana Juliette estuvo a punto de correr la misma suerte.
Aquel cabrón vino al mundo hacía veintitrés años.
Lucie cerró la portezuela del coche con la cabeza llena de preguntas. ¿Por qué estaba allí sola, lejos de su casa, ante un lugar tan simbólico, mientras que, hacia la misma fecha, el año anterior, tuvo que ir a una morgue? ¿Quién había tendido aquel hilo macabro entre la vida y la muerte? ¿Por qué trataba ella, en el fondo, de remontarse en el tiempo y perseguir sombras? Aún recordaba claramente las palabras de su madre, unos días atrás. Aquella especie de maldición que se había abatido sobre su familia, el trauma de los gemelos desaparecidos que se propagaba de generación en generación. ¿Les había sucedido un drama similar a los antepasados de Grégory Carnot? ¿Un mal invisible, a través de generaciones, había transformado a Carnot en asesino de niños? ¿Había nacido predestinado al asesinato? ¿Cómo podía brotar semejante violencia de un ser civilizado? ¿De quién era la responsabilidad? ¿De la cultura? ¿De la sociedad? ¿Del mismo tipo de memoria genética que había empujado al embrión Henebelle a absorber a su hermana gemela?
– No soy como ellos -murmuró Lucie-. Ellos siegan vidas…
Con el sobre que contenía las fotos de la escena del crimen de Terney en la mano, Lucie se dirigió a la recepción y mostró rápidamente su falsa identificación de policía, sólo para que en la mente de su interlocutora quedara grabada la bandera tricolor.
– Teniente Courtois, de la policía criminal de París. Desearía hablar con el jefe del servicio de obstetricia.
Ese tipo de presentación, con voz firme y segura, seguida de una petición precisa, cortaba en seco cualquier titubeo o negativa. Bastaba con que la gente oyera la palabra «criminal» para que descolgaran educadamente el teléfono y obedecieran. La secretaria habló unos instantes por teléfono y colgó con una sonrisa ansiosa.
– El doctor Blotowski la espera en ginecología obstétrica. Su despacho está en la segunda planta, al fondo a la izquierda. Su nombre está escrito en la puerta.
Lucie le dio las gracias y subió las escaleras, lentamente. Desde hacía nueve años no había vuelto a poner los pies en una maternidad. Perdida en aquel mundo de tíos, sólo se había enterado de partos de oídas. Tal colega, que era papá por primera vez… Otro, cuya esposa esperaba el segundo… Un SMS, a veces, de amigos lejanos de Dunkerque, que se contentaba con responder con un «¡Felicidades!»… ¿Qué era lo que no había funcionado en ella? ¿Por qué había renunciado hasta ese punto a esos momentos de felicidad que forman parte de la vida de una mujer? ¿Por qué se había encerrado en aquel maldito oficio de poli hasta el extremo de descuidar a sus propias hijas o sus relaciones con los hombres o las amistades?
Perturbada, recorrió un interminable pasillo en el que se sucedían puertas entreabiertas. Había bebés que lloraban, utilizando con buen tino el único instinto de supervivencia con el que la naturaleza los había dotado al nacer. Lucie había oído decir que ese grito es tan potente como el ruido de un martillo neumático y podía provocar la subida de la leche en la madre. Decididamente, nada podía luchar contra esos curiosos mecanismos grabados en nuestros genes.
Llamó a la puerta y entró en el despacho del jefe médico, un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años como mucho. Tenía la cabeza afeitada, y una fina perilla de un hermoso pelo gris claro que resaltaba sus ojos azules. Invitó a Lucie a tomar asiento, se presentó rápidamente y fue al grano.
– Usted dirá.
Lucie -Amélie Courtois a ojos del médico- había dejado el sobre que contenía las fotos sobre sus rodillas. Se llevó las manos, que le temblaban un poco, a los muslos, y habló con voz relativamente firme.
– En primer lugar, desearía saber si conoce a Stéphane Terney. Al igual que usted, fue jefe del servicio de ginecología obstétrica en esta maternidad, entre 1986 y 1990.
– Ocupo el cargo desde hace seis años, tras el doctor Philippe, que fue el sucesor de Terney. Sólo lo conozco por su reputación. A pesar de sus divergencias de opinión con algunos y sus ideas inamovibles, aportó mucho a este hospital. Sus trabajos sobre la preeclampsia son notables y sirven de base al trabajo actual en toda Francia. ¿Su investigación está relacionada con él?
– En cierta medida, sí. Ha sido asesinado.
El médico retrocedió en su asiento, boquiabierto. La noticia le cayó como un jarro de agua fría.
– ¡Dios mío! ¿En qué circunstancias?
– Le ahorraré los detalles. Si he venido aquí es porque el 4 de enero de 1987, un niño que tiene la identidad de Grégory Carnot nació en un parto anónimo en este hospital. Sé que fue trasladado a una guardería social en Reims, donde fue adoptado a la edad de tres meses. Por necesidades de la investigación, desearía levantar el anonimato del nacimiento. Quisiera saber la identidad de su madre biológica. Tengo que hablar con ella de su parto y de su relación con el doctor Stéphane Terney. Necesito saber hasta qué punto se conocían y también hablar con ella acerca de su hijo.
El doctor pareció azorado. Jugueteó con un abrecartas que había sacado de un bolsillo de su bata.
– El parto anónimo está protegido por la legislación francesa. Por regla general, sólo el niño nacido de un parto anónimo puede, a su mayoría de edad, requerir que se le revele la identidad de la madre. Entonces se le entrega el pliego sellado, dejado por la madre, en el que declara su identidad, así como diversas informaciones que desea transmitir: antecedentes familiares, información sobre el padre o razones del abandono. Esos pliegos a veces están vacíos, pues la madre puede tomar la decisión de no dejar rastro alguno y así no ser hallada nunca. Sucede a menudo, por otra parte, no quiero ocultárselo. Sin embargo, usted comprenderá que no puedo permitirle acceder a ese pliego sin una orden judicial que explique claramente los motivos de su solicitud.
Hablaba con voz clara, mirando a Lucie a los ojos. Se notaba el tono didáctico de quien no deja transparentar nada y se ciñe al reglamento. Ella sostuvo su mirada, inclinando la cabeza a cada frase del facultativo. Tenía que convencerlo si no quería salir de allí con las manos vacías.
– La solicitud se ha transmitido y le aseguro que dispondrá de ese documento dentro de dos o tres días. Los jueces están desbordados de trabajo y usted sabe tan bien como yo lo lenta que es la burocracia. Nosotros, los policías que trabajamos a pie de calle, necesitamos hacer las cosas rápidamente e ir a lo esencial, doctor. La mayoría de las veces, hay vidas en juego y gente que sufre. Ya sabe lo que es eso.
– La comprendo perfectamente, pero yo…
Las fotos que Lucie le puso ante sus ojos lo dejaron sin palabras.
– Quería conocer las circunstancias de la muerte de Terney. Aquí las tiene.
El hombre cogió las fotos y las contempló con repugnancia.
– ¿Cómo se puede hacer algo semejante?
– Hay enfermos por todas partes. Su torturador le hizo sufrir durante varias horas con quemaduras y mutilaciones. En cuanto a Grégory Carnot, ese pobre bebé nacido de un parto anónimo, se abrió el pescuezo en su celda la semana pasada, con sus propias manos. ¿Y sabe por qué estaba en prisión?
– No.
– Mató de dieciséis puñaladas a una niñita de ocho años y luego quemó su cuerpo en el bosque. Esa chiquilla era mi hija.
El obstetra bajó la mirada y dejó lentamente las fotos frente a él. Lucie lo había bombardeado con detalles sórdidos y, por primera vez, sintió que lo había desarbolado. El médico miró de reojo la foto de su hijo, junto al ordenador.
– Lo siento… Lo siento mucho.
– No lo sienta y ayúdeme. La única persona que podía venir a reclamar ese sobre sellado murió en una celda. Un asesino de la peor calaña anda suelto por las calles. Lo estamos persiguiendo, doctor, andamos tras él y no podemos permitirnos esperar por culpa del papeleo. Por eso se lo pido por última vez: muéstreme ese documento.
Blotowski aún titubeó unos segundos y luego descolgó el teléfono.
– Voy al archivo -dijo con voz seca a su interlocutora.
Colgó, se guardó el abrecartas en el bolsillo y se puso en pie.
– Sígame. Todo está almacenado en el primer subterráneo.
Con un suspiro de alivio, Lucie recuperó sus fotos y lo siguió. Gracias a una llave que Blotowski introdujo en el cuadro de mandos del ascensor, llegaron al subterráneo, a un estrecho pasillo iluminado por fluorescentes. Por las paredes oscuras reptaban gruesas tuberías. La ventilación resoplaba ruidosamente, como en la sala de máquinas de un buque.
– Estos pasillos subterráneos permiten al personal desplazarse entre las diferentes clínicas del CHR. También transitan por aquí todos los análisis sanguíneos entre la maternidad y el laboratorio. Pasan principalmente por los tubos que ve sobre su cabeza. Finalmente, en este subterráneo también guardamos los historiales de los pacientes de los últimos treinta años. Pronto la informática acabará con todo esto, gracias a Dios.
Ante ellos se extendía un verdadero laberinto. Había gente que circulaba, o corría, por él, y sus batas se rozaban bajo la luz agónica. A intervalos regulares, unos paneles indicaban las direcciones de los edificios, pues era fácil extraviarse. Había allí una vida subterránea animada e insospechada.
Volvieron a girar. Con otra llave, Blotowski abrió una puerta metálica que daba acceso a los archivos de la maternidad. Dio la luz y los fluorescentes crepitaron, y aparecieron decenas de metros de carpetas -vidas fosilizadas de tinta y papel- cuidadosamente alineadas una junto a otra, en varios niveles. Como pez en el agua, el médico se dirigió a la estantería correcta, al fondo de la zona de almacenamiento. Unas grandes etiquetas adhesivas indicaban los años y los meses. Lucie se sentía pequeña, humilde. Tantos y tantos nacimientos, nuevas almas, cuerpos dispuestos para la aventura de la vida, habían llenado aquellas carpetas antes de dispersarse.
– Enero de 1987, aquí está. Luego… Letra C.
Su índice recorría los lomos de los clasificadores, hasta detenerse.
– De Branchet a Debien. Vale… Aquí deberíamos hallar lo que buscamos. Ficha de ingreso, seguimiento ginecológico, certificado de nacimiento, desarrollo del parto…
Extrajo el clasificador que reunía varias carpetas, y buscó entre ellas hasta el apellido que le interesaba.
– Ya está, ya lo tengo. Grégory Arthur Tanael Carnot. Nacido el 4 de enero de 1987.
Extrajo de las anillas metálicas una carpeta de plástico con una identidad inscrita. Lucie miraba fijamente los tres nombres de pila: Grégory, Arthur, Tanael… ¿Por qué ésos? ¿Eran los nombres del padre y del abuelo, como se hacía a menudo en las familias francesas? En su anonimato, tal vez Carnot había conservado, a través de esos nombres, un rastro de su pasado, de sus antepasados, según la voluntad de su madre, aunque ésta lo abandonara cruelmente, por una razón que a Lucie le gustaría conocer.
En el interior de la carpeta que sostenía el médico se hallaba el famoso pliego. Lo puso a un lado y cogió los informes médicos. La luz de los fluorescentes iluminaba el viejo papel con tonos fríos y azulados. En aquel lugar reinaba una noche perpetua, helada.
El obstetra leyó casi contra su voluntad.
– Veamos… La madre ingresó el 29 de diciembre de 1986 en obstetricia. El doctor Terney se ocupó de ella desde su llegada al hospital. De hecho, por lo que puedo leer, también era su ginecólogo y la llevaba desde su quinto mes de embarazo. Además…
Hojeó en la carpeta transparente.
– Vaya, es curioso… ¿Dónde está el informe del seguimiento ginecológico? ¿Y las ecografías, y los análisis? Deberían estar aquí, con todo lo demás.
– ¿Está seguro?
Volvió a registrar la carpeta, para comprobar que no había olvidado nada.
– No, no hay nada. Tal vez sea un descuido. O tal vez alguien consultara esta carpeta tiempo después y olvidó guardarlo de nuevo en su lugar. Desgraciadamente, no es raro que los viejos papeles se pierdan en los meandros de la administración.
– No es raro, es cierto. Puede decirse así.
Lucie se sentía cada vez más sobre la pista correcta. Había algo curioso y misterioso oculto en el pasado de Terney. Indicó con el mentón la carpeta que sostenía el médico.
– Tiene en sus manos la ficha de admisión de esa mujer, así que forzosamente dispone de su identidad sin que tengamos que abrir el sobre sellado.
Volvió la carpeta hacia Lucie. En las casillas reservadas al nombre y apellido figuraba «Señora X».
– Y en todas partes está igual. Protección del anonimato, según la voluntad de la madre.
Lucie apretó las mandíbulas. Afortunadamente, aún quedaba el pliego sellado. Tenía numerosas preguntas en la punta de la lengua.
– ¿Por qué ese ingreso en obstetricia una semana antes del parto? ¿La madre presentaba algún problema en particular?
Blotowski hojeó las páginas. Todo estaba indicado. Las perfusiones, los productos inyectados, las tomas de muestras de sangre, la frecuencia cardiaca y el nombre de la enfermera destinada a su habitación. En ese aspecto, la transparencia era impecable. Y Stéphane Terney no había ocultado nada.
– Por lo que veo, Terney diagnosticó preeclampsia. La paciente debía permanecer en observación. Por eso fue hospitalizada.
La preeclampsia… La especialidad de Stéphane Terney, recordó Lucie.
– ¿En qué consiste exactamente la preeclampsia?
– Es una insuficiencia de vascularización del complejo fetoplacentario. Una placenta muy pobre en vasos sanguíneos, si quiere decirlo así, lo que por lo general produce bebés con un retraso en el crecimiento en el momento de nacer. Eso provoca numerosos problemas en la madre, principalmente hipertensión arterial y proteinuria, es decir, una eliminación demasiado importante de proteínas a través de la orina. Muy a menudo, durante el último trimestre de embarazo, la futura madre se queja de cefaleas dolorosas y zumbidos en los oídos. Es la enfermedad de las teorías. Hoy sabemos prevenirla, pero aún ignoramos las causas. El doctor Terney trabajó mucho en ese campo, en el de los genes responsables de la preeclampsia, de esa carencia de vascularización de la placenta. ¿Está más claro ahora?
– Un poco, sí.
El obstetra pasó las páginas.
– Muy bien. En ese caso… Antecedentes médicos de la madre… no hay mucho que decir. Aparte de que era intolerante a la lactosa.
– Como su hijo.
– Es lógico. Es genético y se transmite de generación en generación.
El roce de las hojas hacía allí un ruido particular, parecía amplificado, cristalino.
– El parto tuvo lugar a las 2:34 de la madrugada, en la sala 3. Terney, una comadrona, un anestesista y la enfermera que atendía a la paciente estaban presentes en la sala de partos. El doctor anotó que la Señora X sufrió convulsiones y su ritmo cardiaco se disparó. ¡Vaya por Dios!
– ¿Qué?
Un largo suspiro alzó su pecho. Dirigió una mirada a Lucie.
– La madre de Grégory Carnot murió en el parto, de una hemorragia cataclísmica. Para ser más claro, se desangró.
Lucie recibió la noticia como un golpe. A su pesar, pensó en las palabras de su madre sobre la psicogenealogía y esa transmisión de un mal. Se imaginaba a Carnot como un hijo maldito, diabólico, que hasta había llegado a matar a su propia madre para venir al mundo. Imaginó su rostro rojo como la sangre, su llanto estridente que atravesaba la sala de partos mientras su madre se desangraba y moría.
Lucie fue incapaz de ocultar su decepción: su pista podía acabar allí, en el fondo de aquel archivo.
– ¿Y el bebé?
– Grégory Arthur Tanael Carnot… Vino al mundo por cesárea. Cuatro kilos y quinientos gramos, y… ¿cincuenta y cinco centímetros? Es algo… fuera de lo normal. La mayoría de los niños cuya madre sufre preeclampsia nacen con un retraso en el crecimiento, justamente a causa de la insuficiencia de vascularización de la placenta. Sin embargo, ese tipo de caso sucede.
– ¿A menudo?
– Rara vez. Pero aún no conocemos todos los mecanismos de la preeclampsia, principalmente las interacciones entre la madre y el feto, que no pueden ser investigadas. También pueden influir las predisposiciones genéticas. En resumidas cuentas, todo eso es muy complicado.
Un bebé que ya era diferente de los otros en el momento de nacer, pensó Lucie. Mata a su madre y queda fuera de las estadísticas ligadas a la preeclampsia…
El dedo índice del especialista recorría la página.
– Aparentemente, era un bebé sin problemas particulares cuando vino al mundo. Las observaciones que figuran aquí son las típicas de cualquier nacimiento.
El doctor extrajo el informe de neonatología y lo hojeó rápidamente.
– Crecimiento, exámenes… Todo es normal. Sin embargo, el doctor Terney requirió un número relativamente elevado de tomas de muestras de sangre del recién nacido, por lo que veo.
– ¿Se sabe el motivo?
Meneó la cabeza.
– Aquí no figura nada. El niño permaneció nueve días en neonatología antes de ser trasladado a la guardería. Eso también es lo habitual.
Acto seguido extrajo de la carpeta transparente las copias de los certificados de nacimiento y de defunción. Ver ambos documentos uno junto al otro le provocó desazón a Lucie. Madre e hijo. Una muerta cuando el otro venía al mundo.
– Fecha y redacción del certificado de nacimiento: justo después del parto. Identidad del padre y de la madre: vacías, lo que es normal en el caso de los niños nacidos de un parto anónimo. Para su información, al ser adoptado el niño, el registro civil, que posee su propio certificado de nacimiento, rellena las líneas que han quedado en blanco con la filiación de los padres adoptivos. Nosotros, sin embargo, en los archivos, siempre disponemos del certificado original, el redactado por el jefe médico justo después del nacimiento.
Cambió de página.
– En cuanto al certificado de defunción, redactado por el jefe médico Terney, indica: «Causa del fallecimiento, preeclampsia y hemorragia cataclísmica». Hora, fecha y personas presentes. Todo eso parece correcto.
– ¿Eso es todo? ¿Una mujer muere en un hospital y no hay autopsia ni investigación?
– No, si no lo exige uno de sus allegados. Lo que parece el caso, porque no hay más documentos. En caso de defunción siempre hay una entrevista con el jefe médico y únicamente se lleva a cabo una investigación médica, a veces acompañada de una autopsia científica, si las causas del fallecimiento no están definidas. También se estudian de nuevo los informes para tratar de comprender lo sucedido. Créame si le digo que una muerte en un hospital, sobre todo en un parto, jamás se toma a la ligera.
Lucie se cruzó de brazos, desazonada por esas revelaciones. Tenía la impresión de que le faltaba lo esencial. La relación humana entre la paciente y Terney, las razones del abandono del niño…
Cuanto más reflexionaba Lucie, más nerviosa se sentía. Sabía que tenía a mano las respuestas pero era incapaz de asirlas. Mientras sus ojos erraban sobre la carpeta, de repente se quedó mirando fijamente los tres nombres de pila de Carnot escritos sobre la etiqueta frontal.
– Grégory Arthur Tanael Carnot. Dios mío…
Un largo silencio, durante el cual Lucie se quedó inmóvil. El médico advirtió que algo le sucedía.
– ¿Qué le ocurre?
A Lucie le costó recuperar la voz. Su cuerpo entero hervía.
– El nombre… ¿Quién le puso ese nombre?
– Debe de tratarse de un deseo de su madre, que debió de indicar los nombres y apellido que quería que llevara el niño antes de dar a luz. Tras el nacimiento, el obstetra o la comadrona transcriben su elección en el certificado. Si la madre no hubiera indicado nombres y apellido, esas casillas hubieran quedado en blanco y el funcionario del registro civil, en el ayuntamiento, habría elegido tres nombres, el último de los cuales hubiera sido utilizado como apellido de la criatura. «Carnot» no es un nombre, así que forzosamente fue la madre quien eligió esa identidad… ¿Por qué lo pregunta?
Lucie cogió la carpeta y puso su índice sobre cada una de las primeras letras de los nombres y apellido del asesino de su hija.
– Sus iniciales forman G A T C. Las bases de la molécula del ADN.
El médico frunció el ceño.
– Es cierto. ¿Cómo ha descubierto eso?
– Digamos que… Últimamente me las he tenido que ver a menudo con esa molécula.
Boquiabierto, Blotowski extrajo el pequeño sobre marrón sellado de la carpeta.
– Una curiosa coincidencia…
– No se trata de una coincidencia. No fue la madre quien le puso el nombre, sino Terney.
– Pero ¿por qué haría algo semejante?
– No lo sé, pero curiosamente me hace pensar en el hierro al rojo vivo con el que se marca al ganado para identificar a las bestias y poderlas seguir. La trazabilidad, ¿me entiende?
Blotowski no respondió, ensimismado en sus pensamientos. Lo que aquella mujer le decía sobrepasaba el entendimiento. Lucie señaló con el mentón el sobre sellado que Blotowski mantenía cogido con los dedos.
– ¿Ahora lo abrirá?
El especialista rompió el sello con su abrecartas. Lucie se dijo para sí que esa historia del secreto encerrado en un sobre era meramente simbólica. Cualquiera que dispusiera de una llave podía entrar allí y romper el sello para descubrir la identidad de la madre.
Abrió el sobre y lo volvió hacia Lucie.
– Vacío. La madre prefirió conservar el anonimato. Lo siento.
Lucie se había quedado inmóvil. No podía marcharse con ese fracaso. Grégory Carnot nació allí. Alguien, mencionado en esos informes, se había ocupado de él, lo había alimentado y lavado desde su primer llanto. Por fuerza algo tenía que saber acerca de ese niño. En el momento en que el médico guardaba la carpeta transparente en el clasificador, ella se lo impidió.
– Espere un segundo.
Cogió la ficha de ingreso, la consultó rápidamente y señaló con el índice el nombre de una enfermera que estuvo presente en el parto. Aquella mujer también había atendido a la madre en la unidad de obstetricia, de principio a fin. A buen seguro ambas mujeres conversaron y esa enfermera tenía que conocer la relación entre Terney y la madre.
– Pierrette Solène, enfermera. ¿Aún trabaja aquí?
– No he oído nunca su nombre.
El jefe médico guardó el clasificador y le sonrió.
– Para calmar su decepción, voy a echar un vistazo a los archivos del personal y le daré la dirección de su domicilio en aquella época, tal vez aún viva allí. ¿Le parece bien? Y después, ¿nos tomamos un café, señorita Courtois?