Gaëlle Lecoupet le dio al «Stop» y expulsó la cinta con un gesto ligeramente tembloroso.
– Hacía años que no había vuelto a verla. Sigue siendo monstruosa…
A Lucie le llevó un rato volver a la realidad. ¿Había visto lo que creía haber visto? El contenido de la película la horrorizaba tanto como su factura de documental: la veracidad de las imágenes, la rudeza de los sonidos, que no dejaban evidentemente ninguna posibilidad de trucaje ni de puesta en escena. Aquello había ocurrido, en algún lugar del mundo, cuarenta años atrás. Algo violento había atacado a aquellos indígenas, en plena selva, y un individuo que estaba al corriente de la masacre había ido a inmortalizar el instante con su cámara. Un monstruo que había tenido el sadismo de filmar a los supervivientes sin hacer el menor gesto para salvarlos.
Los tipos del hipódromo… Los autores de Fénix n.º 1…
Tal vez el asesino o los asesinos tras los que andaba Lucie.
Suspiró profundamente. Desde el principio, aquel caso sólo conducía a tinieblas y misterios, la obligaba a encararse con su propio pasado y a sacar fuerzas de flaqueza para continuar. Ya se había enfrentado a monstruosidades en los últimos tiempos, pero le pareció que aquello era el horror máximo, que esos pocos minutos vomitaban toda la violencia del mundo.
Aquello no acabaría nunca.
Tras serenarse, Lucie se volvió hacia su interlocutora.
– Esa aldea fue aniquilada. Parece, no sé… un virus en plena selva.
– Sin duda. Un virus, como dice usted, o cualquier infección.
Lucie en aquel momento sólo tenía un deseo: comprender, obtener respuestas.
– ¿Qué sabe acerca de ese documental?
Gaëlle Lecoupet se mordió los labios y eludió la respuesta saliendo por la tangente.
– Ya puede imaginar lo que ocurrió cuando regresó Stéphane, el día en que entré en su despacho. Descubrió que había registrado su armario y le pedí explicaciones sobre esa película repugnante y sobre aquellos hombres misteriosos con los que se citaba en secreto desde hacía varios meses. Aquel día nuestra relación se hizo pedazos. Stéphane desapareció varios días, con sus secretos, sus documentos y sus cintas de vídeo, sin dar ninguna explicación, sin decir palabra. Cuando volvió de no sé dónde fue para anunciarme que se marchaba a Reims y que me pedía el divorcio.
Suspiró largamente, muy perturbada. Incluso un cuarto de siglo después los recuerdos de aquel penoso momento seguían vivos.
– Fue tan simple y tan violento como se lo cuento. Sacrificó nuestra relación por… algo que lo obnubilaba. Jamás he sabido por qué se exilió tan bruscamente en esa maternidad de Reims. Supuse, como le he dicho, que quería dejarlo todo y volver a sus raíces. Y, tal vez, alejarse de toda esa porquería, de esos tipos extraños capaces de filmar abominaciones. Ahora ya todo cuanto me queda de él es esta vieja cinta de vídeo.
Lucie repitió su pregunta.
– Y… ¿pudo averiguar algo sobre estas imágenes? ¿Intentó comprender de qué se trataba?
– Sí, al principio. Entregué esta cinta a un antropólogo que jamás había visto nada semejante. Dado el estado de los cuerpos y la poca información de la que disponía, no fue capaz de reconocer de qué tribu se trataba. Sólo los monos le dieron una indicación fiable.
Rebobinó y detuvo la imagen en un primer plano de uno de los primates.
– Son capuchinos de cara blanca, que sólo se encuentran en la selva amazónica, en la frontera entre Venezuela y Brasil.
Lucie tuvo repentinamente la sensación de que se abría una grieta bajo sus pies y que, de golpe, la evidencia le estallaba ante los ojos. La Amazonia… El destino de Éva Louts tras viajar a México. Adonde se disponía a partir de nuevo. ¿Quedaba aún alguna duda? Lucie estaba segura de que la estudiante dejó Manaos para adentrarse en la selva, que había ido en busca de aquella aldea, de aquella tribu. Aquello explicaba el reintegro de dinero y el viaje de una semana: una expedición…
Gaëlle Lecoupet prosiguió.
– Luego dejé de investigar. Era demasiado doloroso. El episodio de nuestra violenta ruptura y de nuestro divorcio fue muy difícil y quería dejar todo eso atrás y reconstruir mi vida. Lo primero que hice, a continuación, fue guardar esa horrible cinta en el fondo de un baúl. Experimenté una especie de negación profunda de lo que había visto, no quería creer que fuera verdad. En el fondo de mí misma, me negaba a llegar al meollo de la cuestión y a comprender.
Meneó la cabeza, con los ojos bajos. Aquella mujer que disponía de todo para ser feliz aún sangraba en su interior, bajo su elegante barniz.
– No sé por qué nunca me he deshecho de ese vídeo. Sin duda me dije que un día trataría de descubrir la verdad. Pero no lo he hecho nunca. ¿Para qué? Todo eso ya forma parte del pasado. Hoy estoy bien con Léon, y eso es lo más importante.
Dejó la cinta de vídeo en las manos de Lucie.
– Usted ya ha llegado hasta aquí y descubrirá la verdad, llegará hasta el origen. Quédese con esta maldita cinta y haga con ella lo que quiera, pero llévesela de esta casa. No quiero volver a verla ni oír hablar de ella.
Lucie asintió sin perder sus reflejos de policía.
– Antes de marcharme, ¿podría copiármela en un DVD con su aparato?
– Sí, por supuesto.
Finalmente, las dos mujeres se despidieron. Antes de subir al coche, la ex policía saludó cortésmente con la cabeza a Léon, colocó la cinta y el DVD en el asiento del pasajero y arrancó, con el cerebro hirviendo.
Los viajes, la cinta, los individuos del hipódromo… ¿En qué proyecto secreto y misterioso se ocupaba Terney? ¿Qué les había sucedido realmente a los indígenas? ¿Qué horrores ocultaba el nombre de «Fénix»? ¿Cómo había logrado Éva Louts llegar hasta la tribu? ¿A quién buscaba? ¿A los autores de aquella carnicería? ¿A aquellos seres de pura violencia a los que habían filmado y tal vez provocado la muerte?
A pocos kilómetros de la autopista A1, Lucie pensó en qué dirección tomar. ¿Lille o París? ¿A la izquierda o a la derecha? ¿Su familia o el caso? ¿Volver a ver a Sharko u olvidarlo para siempre? Lucie sentía que, ante el policía, podría vacilar en cualquier momento: nunca hubiera imaginado que pudiera ser capaz de sentir de nuevo algo por un hombre. Tras la tragedia, su cuerpo y su mente se habían convertido en raíces muertas. Ahora, sin embargo, todos los sentimientos que creía desaparecidos para siempre afloraban lentamente a la superficie.
París a la derecha, Lille a la izquierda… Los dos extremos de un profundo desgarro.
En el último momento, se decidió y giró a la derecha.
De nuevo se vería obligada a remontarse en el tiempo y a adentrarse más en las tinieblas. Una de sus hijas había sido asesinada bajo el sol de Sablesd’Olonne, hacía ya más de un año, sin que hubiera alcanzado a comprender realmente el motivo.
Y hoy sabía que era en las profundidades terribles de una selva, a miles de kilómetros de su casa, donde tal vez le aguardaban las respuestas.