Sábado por la noche.
Sharko dejó su vieja maleta de cuero en un rincón de su habitación y se dijo que todo estaba a punto para su aventura en la Amazonia. Estaba sorprendido por la facilidad con la que había podido sumarse a un viaje organizado a través de una página web de «viajes en el último minuto». Bienvenida la crisis. Oficialmente, Lucie y él iban a una expedición de senderismo -de dificultad media- al Pico da Neblina, llamada «Senderismo en las nubes». Afortunadamente, en la agencia no habían preguntado por su estado de salud y le proporcionaron la lista del material que debían llevar consigo. Sharko pagó el viaje, los diez días de expedición, los gastos, la alimentación, el alojamiento y los seguros de dos personas. Dinero malgastado, pero eso era lo de menos.
A pesar del poco tiempo del que disponía, había tratado de pensar en todo. Medicamentos, cremas varias, antisépticos, neceser, botas para caminar, pantalones gruesos, mochila nueva, linterna frontal, mosquitera… Sobre la mesilla de noche tenía el pasaporte y su billete electrónico impreso. Lucie había recibido el suyo por correo electrónico, con la misma lista del equipo que debía llevar consigo.
En el correo añadió que pensaba mucho en ella.
Lucie le respondió que ella también.
Habían quedado al día siguiente en el aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle a las ocho y media de la mañana, y el vuelo salía a las diez y media. La agencia se ocupaba de la organización del viaje, del traslado hasta São Gabriel y del alojamiento de una noche en un hotel antes de navegar por el río Negro, en dirección a una de las montañas más altas de Brasil. Sólo que en ese momento, Lucie y Sharko pretextarían que preferían quedarse en la ciudad y buscarían su propio guía para ir al territorio de los ururus.
«No es más que una excursión a un parque natural gigante», suspiró.
Finalmente, se fue a la cama, sabiendo que le costaría dormirse. Había tantas tinieblas que lo rondaban. Se moría de ganas de llamar a Lucie, de oír su voz, de decirle cuánto la echaba ya de menos. Esperaba el momento en que todo terminase, cuando pudieran reencontrarse y cuando él pudiera por fin ocuparse de ella, al abrigo de las tempestades.
Y el momento en que él durmiese, durmiese, durmiese.
«Dos amantes malditos…», pensó, apretando los dientes. Él había logrado deshacerse de su pequeña Eugénie imaginaria y ahora era Lucie quien había tomado el relevo, como si el Mal transitara de un ser a otro, sin jamás agotarse. Sharko conocía demasiado bien la infame silueta de aquella herida profunda. Eugénie había habitado en su cabeza durante más de tres años, y había resistido todos los envites. Al principio, probablemente le habían dicho a Lucie que su pequeña Juliette ya no existía -o había dejado de existir-, que no era más que fruto de su imaginación, pero no había servido para nada: su mente estaba bloqueada, creaba su propia realidad y rechazaba cuanto pudiera alterarla con crisis, negaciones y rechazos. Sus allegados, su madre, acabaron decidiendo seguirle la corriente, esperando y temiendo a la vez el momento en que Lucie se viera obligada a enfrentarse a la verdad.
En realidad, tanto Juliette como Clara estaban muertas, víctimas ambas de la locura de Carnot.
En la mente de Lucie, sin embargo, una de ellas seguía viva.
Desde el primer momento, Sharko supo qué había sucedido exactamente aquella noche de finales de agosto de 2009, siete días después del hallazgo del cadáver de Clara en el bosque. La investigación iba a dar sus frutos. Gracias a las pesquisas, los testimonios y los retratos robot, estaban a punto de detener a Grégory Carnot. A pesar de su infernal sufrimiento, Lucie siguió el caso y se incorporó a los equipos que trabajaban en el mismo. La noche de la detención, subió a la primera planta con las fuerzas del orden, hacia la lucecilla de la habitación. Así fue como descubrió, tendido en el suelo, el cadáver carbonizado de Juliette, se desmayó y despertó dos días después en un hospital. Su mente se había hecho pedazos. Sufría una amnesia parcial debida al choque psíquico, entre otras dolencias… En la mente de Lucie, Juliette regresó progresivamente a lo largo de los días que siguieron a la tragedia.
Juliette se había transformado en una alucinación. Un fantasmita que sólo Lucie veía en determinados momentos, cuando su mente quería recordarla: en su habitación, junto a las escuelas, paseando a su lado.
Viento… Nada más que viento…
Solo en su ancha cama, acurrucado bajo las mantas, el poli sintió un frío terrible. Lucie, aquel caso, sus propios demonios… La noche precedente, leyó el libro de Napoléon Chimaux y descubrió también él la violencia de los ururus, sus ritos bárbaros, inhumanos, y también la crueldad del joven antropólogo. Eso era lo que describía, por ejemplo:
El jefe organizó un asalto para raptar mujeres de una tribu lejana. Fueron hasta allí y les propusieron a los indígenas enseñarles a rezar, con ayuda de gestos y de gritos. Cuando los hombres se arrodillaron, con la nuca inclinada hacia delante, les cortaron la cabeza con hachas de piedra tallada, se apoderaron de sus mujeres y se dieron a la fuga.
¿Qué había sido de ellos hoy en día? ¿Cómo había evolucionado esa tribu a lo largo de los últimos cuarenta años, codeándose con el explorador francés? Las búsquedas en Google eran infructuosas y los ururus y su jefe blanco seguían siendo un misterio, sin que nadie pudiera acercarse a ellos, objeto de leyendas y múltiples preguntas. Sharko se repitió que ir en su busca era una majadería.
Sin embargo, a Lucie y a él ya se lo habían robado todo.
O, para ser más exactos, ya no les quedaba nada que les pudieran robar.
En la nebulosa de sus pensamientos, en la frontera del sueño, el comisario no podía dejar de pensar en Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola: aquella viscosa inmersión en las entrañas de la locura humana que se expande a medida que los protagonistas se adentran en la selva. Imaginó a Chimaux como una especie de coronel Kurtz, cubierto de sangre y tripas, aullando al cielo y esclavizando a una horda de bárbaros. Pudo oír claramente aquella palabra repetida al final de la película con una voz terrible y fantasmagórica: «El horror, el horror…».
El horror…
Al cabo de un rato, las imágenes y los sonidos se entremezclaron en su cabeza. Fue incapaz de saber si soñaba, se estaba durmiendo o se despertaba. Y se sobresaltó al oír unos golpes sordos en la puerta de entrada. Atolondrado, echó un vistazo al despertador. Eran las seis en punto de la mañana. Ni las seis y un minuto ni las cinco y cincuenta y nueve minutos. Las seis en punto. Sharko sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Aquella hora tenía un significado muy especial para cualquier policía.
Y en aquel momento supo qué sucedía.
Se levantó y se vistió de cualquier manera con un pantalón y una camiseta. Guardó el pasaporte y el billete electrónico bajo la almohada, metió la maleta en un armario y se dirigió lentamente hacia la puerta.
Al abrir, no hubo ni una palabra. Dos siluetas oscuras se abalanzaron sobre él y lo inmovilizaron contra la pared. Con gestos precisos, violentos, unieron sus manos a la espalda y lo esposaron. Le esgrimieron ante las narices la orden de detención firmada por el juez.
Y acto seguido se lo llevaron, al alba.