Tenía la sensación de conducir a través de la nada.
Tras dejar atrás Chambéry, alrededor de medianoche, Lucie ya sólo se fiaba de las indicaciones de su GPS. De creer al aparato, faltaban unos cincuenta kilómetros.
Sola, anónima, fatigada por la carretera y las incesantes curvas, Lucie se sentía perdida en un vacío sideral. Sólo temía una cosa: que su coche se averiara. Porque alrededor de ella se extendía un paisaje apocalíptico que la luz celeste no conseguía iluminar. Si las montañas probablemente fueran bellas de día, por la noche parecían titanes encolerizados, monstruos inmóviles, de cuerpo de hielo, que desgarraban el horizonte y bebían cualquier rayo de luz. Lucie imaginó a Éva Louts en la misma situación que ella, impulsada por una fuerza que la había obligado a recorrer todos aquellos kilómetros, en plena redacción de su tesis, hacia lo más profundo de las tinieblas.
Notre-Dame-du-Cruet, un pueblo fantasma en un circo montañoso que cruzó en unos minutos. Un ambiente fúnebre, sin una sombra que se moviera. Parecía como si sus habitantes reposaran todos en el fondo de sus tumbas. Lucie siempre se había preguntado qué debía de hacer la gente en pueblos de mala muerte como aquél, donde el hospital más cercano se encuentra por lo menos a cincuenta kilómetros y donde los supermercados son del tamaño de un estudio parisino.
Un cuarto de hora más tarde, por fin llegó a Montaimont, con los ojos agotados, las mandíbulas doloridas y la nuca hecha trizas. Sobre el salpicadero, la foto de Éva. Una chica guapa y sonriente, de desbordante juventud. Junto al retrato, una botella de agua vacía, un envoltorio de bocadillo y el número de móvil de Franck Sharko. Lucie veía su aspecto de espantapájaros en las sombras del bar. Parecía un adicto al crack, irrecuperable. El tiburón no era más que un cazón, frágil y vulnerable. ¿Cómo lograba levantarse de la cama cada mañana y encontraba la motivación para ir a trabajar? «Daré con el cabrón que le ha hecho eso. Haré que la pague», dijo con una voz fría, carente de cualquier sentimiento. También había visto todos aquellos billetes en su cartera. Billetes grandes, al menos dos mil euros en efectivo, había calculado. Sabía que había cobrado mucho dinero de un seguro de vida, tras la muerte de su mujer y de su hija. Hubiera podido permitirse una jubilación de lujo, en algún lugar al sol, pero seguía arrastrando los pies sobre los adoquines gastados, con un montón de dinero en la cartera. ¿Por qué infligirse semejante sufrimiento cotidiano?
De nuevo la carretera estrecha. Menos de quinientas almas perdidas, diseminadas en el interior de un circo montañoso. La iluminación pública emitía una pobre luz cobriza. Fachadas decrépitas. Algunos coches dormidos en el arcén. Un pueblo aislado de todo, situado allí como si una mano divina hubiera lanzado desde el cielo un puñado de chalets en mitad de los Alpes.
El GPS indicaba que había llegado a la calle donde estaba el cajero automático. A la luz de los faros, en el centro del pueblo se adivinaban algunos pobres escaparates. Louts debió de conducir como ella, llegó tarde, retiró el dinero en efectivo y forzosamente debió de dormir en algún lugar. Lucie recorrió las calles vecinas. Tras dar vueltas durante diez minutos, un rótulo luminoso atrajo finalmente su atención. Representaba una marmota bastante kitsch. Menudo ambiente.
El hotel Las Diez Marmotas estaba algo apartado de la carretera, al otro extremo del pueblo. Era un edificio sin pretensiones, de fachada blanca y balcones de madera, con una puerta cochera. Como mucho, disponía de diez habitaciones. Lucie estacionó en una especie de aparcamiento con suelo de gravilla y, una vez que hubo descendido del coche, se estiró una y otra vez. El aire fresco, cortante, la obligó a ponerse rápidamente la chaqueta. Finalmente, sacó del portaequipajes sus pocas pertenencias. Unos vaqueros, dos camisetas, ropa interior…
Eran casi las dos de la madrugada cuando se presentó ante el recepcionista, un tipo de unos sesenta años que vestía un chándal, con barba de montañero, cabello gris y ojos negros. Miraba un documental sobre animales en la Rai Uno, si a aquello se le podía llamar «mirar».
– Buenas noches. ¿Tiene una habitación?
Miró de arriba abajo a su interlocutora con ojos apagados, y se dirigió a un tablón donde colgaban más de las tres cuartas partes de las llaves. No podía decirse que los clientes hicieran cola frente a la puerta.
– Si, signora. La 8. ¿Su nombre?
Un italiano, con un fuerte acento, que hacía vibrar las erres hasta el infinito. Lucie improvisó:
– Amélie Courtois.
Apuntó nombre y apellido en el registro.
– ¿Cuántas noches se quedará?
– Una o dos. Depende.
– ¿Turismo?
Lucie dejó la foto de Éva Louts sobre el mostrador.
– Esta mujer tal vez estuvo aquí hace diez días. Fue el sábado 28 de agosto, para ser más precisa. ¿La reconoce?
Miró la foto y luego a Lucie, con desconfianza. Vio en sus ojos un brillo apagado: el tipo que, ante todo, quería evitar meterse en líos.
– ¿Es usted policía?
– No, Éva es mi medio hermana. Se ha marchado al extranjero sin dejarnos ninguna dirección. Trato por todos los medios de dar con ella. Sé que probablemente estuvo aquí, en su hotel. ¿Es usted el único que trabaja aquí?
– Sí.
Escéptico, se puso unas gafas y examinó la foto más atentamente. Luego abrió el registro, pasó las páginas y apoyó su índice sobre una línea escrita con una caligrafía minúscula.
– Ahí está. Éva Louts, sí.
Lucie apretó los puños, acababa de superar la primera etapa. El hombre calló, como si buscara en lo más hondo de su memoria. Echó un nuevo vistazo a la foto. Sus ojos centellearon ligeramente. Algo le había llamado la atención, Lucie estaba segura de ello. Insistió.
– Piense… La vio aquí, en el mismo sitio donde estoy yo. Acuérdese.
Su boca se cerró tanto que pareció desaparecer bajo su barba. Indicó un número de móvil anotado en el registro, justo bajo el nombre de la joven.
– ¿Es el teléfono de Éva Louts? -preguntó Lucie.
El recepcionista sacó un móvil de su bolsillo, a la par que se rascaba la cabeza.
– Pazienza, pazienza. Creo que ese número lo tengo… lo tengo en los contactos de mi propio teléfono. Curioso…
Durante un breve instante, Lucie olvidó la fatiga, las preocupaciones y que se había embarcado en la búsqueda de una chica a la que ni siquiera conocía. El subidón de la investigación le picoteaba la lengua. El mejor colocón, capaz de hacerle olvidar a uno lo peor.
– Ya está. Es él. Es su número de móvil.
Le mostró la pantalla de su teléfono y señaló un nombre: Marc Castel. Lucie sintió un nudo en la garganta.
– ¿Quién es?
– Marc es… un guía de alta montaña. Lo recomiendo a menudo a los turistas que quieren escalar o caminar por la montaña. Debí de anotar ahí el número para que ella lo copiara, ya no lo sé, de hecho.
Lucie frunció el ceño.
– ¿Adónde quería ir Éva Louts con ese guía? ¿Y por qué?
– No lo sé. Cuanto puedo decirle es que según el registro se quedó aquí dos noches, antes de marcharse el lunes, al alba… Lo mejor será que le pregunte a Marc. Vive en Val-Thorens. Le indicaré cómo llegar hasta allí.
– Genial.
– Vaya mañana por la mañana temprano. A las siete, como muy tarde, porque luego Marc se marcha allá arriba y no se le vuelve a ver hasta la noche.
Esbozó un plano aproximado y anotó una dirección y se lo tendió a Lucie, que le dio las gracias mientras le devolvía la llave de la habitación.
– ¿Podría darme la seis? Según su registro, era la de Éva.
La habitación número 6 era agradable pero tremendamente pequeña. Una bañera en la que uno debía de partirse la espalda, una cama individual y un televisor del tamaño de un volumen de Harry Potter. La única ventana daba a algo negro e infinito, sin duda la ladera de una montaña. Bajo la luz enfermiza de una lamparilla, Lucie se sentó sobre el colchón y se quitó los zapatos con un suspiro de alivio. Se masajeó un buen rato los pies, pensativa. En su cabeza rondaban varios rostros. Sharko, Louts, Carnot. Un trío infernal sin ningún punto en común. Y, sin embargo… ¿Qué podía unirlos? ¿El azar, la casualidad, el destino? ¿O algo aún más poderoso?
Delicadamente, sacó un pequeño medallón transparente del bolsillo de sus vaqueros y lo deslizó bajo el edredón. Era un óvalo de plástico, con un pequeño gancho para colgarlo, que contenía la última foto que les había tomado a las gemelas juntas. La viva a la izquierda, la muerta a la derecha. Había hecho fabricar decenas de aquellos medallones y los tenía por todas partes. En el coche, en su casa, en su ropa. Sus hijas la acompañaban allí adonde fuera.
La acompañarían hasta los últimos segundos de su vida.
Lucie pasó diez minutos escribiéndole un largo SMS a su hija. Juliette lo descubriría por la mañana, a la hora del desayuno, cuando guardara el móvil en su cartera nueva.
Una vez que se hubo lavado y desvestido, y tras programar la alarma de su teléfono móvil, se sentó en la cama, jugueteando con su pistola Mann de colección. Acariciaba la culata y rozaba el gatillo con un suspiro. A través de él, recordaba los olores de la brigada, los del café solo, la tinta de los informes acabados de imprimir o los cigarrillos de algunos de sus colegas. ¿Cuánto hacía que no había pensado en esos retazos de su vida? El arma estaba cargada, bastaba con quitar el seguro. Dado que había vuelto a vestir de policía, más valía llevar el papel hasta sus últimas consecuencias. Esperaba, sin embargo, no tener que volver a usarlo. Porque sería para matar.
El pasado…
Tras dejar la pistola en la mesita de noche, se tumbó sobre el colchón, con las manos detrás de la cabeza y mirando al techo. Aquella habitación deprimente incitaba al suicidio. A su alrededor no había ni un ruido, aparte del gorgoteo del agua y el aire en las cañerías. Lucie podía sentir cómo respiraba la montaña. Un pulmón lúgubre, de alveolos de granito, que parecía bombearle todo el aire. Se tumbó de lado, apagó la luz y se acurrucó como un niño.
Oscuridad absoluta.
Pensó entonces en Éva Louts. No sabía nada acerca de aquella pobre chica. ¿Había mirado a los ojos a su asesino? ¿Había comprendido, en los últimos instantes, la razón de su muerte? Clara no la había comprendido. Se fue de este mundo gritando.
«¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!»
Y mamá no estuvo allí… Mamá nunca había estado allí.
Pero con Juliette recuperaría el tiempo perdido multiplicándolo por dos.
Su vocecilla, triste y frágil, se oyó en la noche.
– ¿Qué viniste a hacer a este nido de ratas, Éva? ¿Qué viniste a buscar en lo alto de las montañas?
Cerró sus ojos anegados en lágrimas, dispuesta a entregarse a aquella pesadilla recurrente que la torturaba desde que ocurrió la tragedia.
Todos aquellos cuerpos carbonizados, alineados como tumbas…
A pesar de los gritos que oía dentro de su cabeza y del miedo a dormirse, el sueño se apoderó de ella bajo la gruesa manta caliente.