A primera hora del día siguiente, Lucie se preparaba para el largo camino hasta la cárcel de Vivonne, cerca de Poitiers, y guardaba varios botellines de agua y alguna muda de ropa en una mochila. Luego, de un embalaje, extrajo un teléfono móvil nuevo y se lo mostró a su madre.
– Es para Juliette. Lo llevará en su mochila y así siempre podré localizarla. Sé que es pequeña todavía, pero no podrá utilizarlo para hacer llamadas, es un contrato especial. Es sólo para… para poder sentirme cerca de ella y saber dónde está cuando quiera. ¿Qué te parece?
Marie Henebelle no respondió. Permaneció en el sofá, con el ceño fruncido por la preocupación, con las manos entre los muslos. Desde el verano anterior, iba tan a menudo al apartamento que era como su segunda residencia. Lucie incluso había transformado su pequeño despacho en un dormitorio. Frente a ella, la televisión emitía clips musicales. Marie se puso en pie, apagó el televisor y se dirigió a su hija con voz grave.
– No vuelvas a poner el pie en el engranaje, Lucie. No vayas mañana a esa prisión, ni al entierro de ese cabrón. Todo eso no hace más que empeorar las cosas. Te lo dijo el psiquiatra, tienes que alejarte al máximo de… todo eso.
– Me da igual lo que diga el psiquiatra. No tengo elección.
– Claro que la tienes.
Marie Henebelle ya conocía la canción. Ir allí significaba volver a abrir las heridas, afrontar el mal cara a cara, buscar respuestas que nunca se obtendrían. Reflexionó un buen rato, con los dedos crispados, y acabó por decir:
– Hay algo que debo decirte.
– Ahora no. Voy a ir a dar una vuelta por la Ciudadela con Klark y Juliette.
Marie se pasó una mano por la cara, preocupada.
– Tiene que ver con la historia de nuestra familia y nuestra relación con la gemelaridad.
Sorprendida, Lucie comprobó que Juliette estaba en su habitación y se acercó a su madre.
– ¿Qué relaciones?
Marie se mordió los labios. Se miraba las uñas, sin saber adónde dirigir la mirada. Indicó a su hija que se sentara frente a ella.
– Desde lo sucedido, Lucie, estoy viendo a alguien…
– ¿A un hombre?
– Una mujer, psicoterapeuta y a la vez genealogista, interesada principalmente en la resolución de los conflictos intergeneracionales. Es lo que se conoce como psicogenealóloga. Me gustaría que me acompañaras a una de las sesiones.
– ¿Otro psiquiatra? ¿Por qué no me lo habías dicho?
– Por favor… Ya me resulta bastante difícil hablarte de esto…
Lucie meneó la cabeza con firmeza.
– Haz lo que quieras, pero no pondré los pies allí. Estoy harta de psiquiatras.
– No me has entendido. No es psiquiatra, nos ayuda a abrir los ojos ante nuestro pasado, a interrogarnos acerca de las relaciones con nuestros antepasados. Los lazos de sangre.
Marie miró al suelo, donde siempre miraba antes de anunciar los temas de mayor importancia, como si éstos nos doblegaran la cabeza. Tras una inspiración, soltó la frase con brutalidad.
– Yo también tuve una hermana gemela.
Lucie sintió un puñetazo en el abdomen, uno de esos que cortan la respiración. Retrocedió en su sillón.
– ¿Una… una hermana gemela?
– Se llamaba France. Fue la primera en salir del vientre de mi madre en la maternidad de Liévin, en junio de 1950.
Lucie tenía un nudo en la garganta. Su madre casi nunca hablaba de su pasado, de su juventud, como si todo estuviera encerrado en un viejo baúl del que hubiera perdido la llave. A decir verdad, Lucie sabía muy poco sobre su propia familia y sus antepasados. Todas esas almas y esos cuerpos se habían dispersado en el espacio y en el tiempo, como una estela de polvo.
– Cuando… Cuando ocurrió la tragedia, acabábamos de cumplir cuatro años. Aún vivíamos en Calonne, en esa época. ¿Recuerdas las fotos de la casa donde tus abuelos vivieron de jóvenes?
Lucie asintió sin dejar de apretar los labios. Por supuesto, la recordaba. Una casita de ladrillos rojos, en lo más hondo de la cuenca minera. El fuego de carbón, las baldosas moteadas, el gran barreño que servía de bañera para toda la familia… Su abuelo era minero y su abuela repartía las lámparas junto al pozo negro que se tragaba a los hombres, a las seis de la mañana… Unos obreros a los que prácticamente no había conocido, fallecidos a una edad temprana a causa de enfermedades que afectaban a los pulmones o a la garganta.
Marie hablaba con nostalgia y las palabras que salían de su boca parecían pulidas por el tiempo.
– Fue en pleno verano. France y yo jugábamos en el jardín. Nos divertíamos cavando con palos pequeños hoyos en la tierra, allí donde había las frambuesas, detrás del gallinero de tu abuelo. France era mucho más hábil que yo, y cavaba más rápido aquella tierra tan negra y tan dura. Y desenterró una granada. Tu abuelo nos había enseñado una para que supiéramos cómo eran y nos había explicado que si se desenterraban armas de la guerra, sobre todo no había que tocarlas. En la cuenca minera no era raro que la gente encontrara obuses, cascos e incluso esqueletos de soldados alemanes enterrados en sus terrenos.
Los dedos de Lucie se crisparon en la tapicería, mientras su madre seguía explicando.
– A mis cuatro años, le dije a France que se quedara allí mientras iba a avisar a nuestros padres. Cuando entré en el patio, oí la explosión. La onda expansiva rompió todos los cristales de la vieja casa.
Se trituraba las manos como debía de haberlo hecho a lo largo de todos aquellos años cuando volvía a recordarlo. Lucie sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas.
– Su muerte se convirtió en un tabú. No volvimos a hablar de ello entre nosotros. Mis padres, mis tíos, mis tías y mis primos hicieron como si… como si France nunca hubiera existido. Renegamos de ella, escondiendo ese vergonzoso secreto en lo más hondo de nuestra alma. Ni una sola foto de ella, nada que pudiera recordar su presencia. Incluso yo acabé olvidándola, con el tiempo, porque no me dieron otra opción. Cuatro años… Era tan pequeña. A menudo incluso he llegado a dudar: ¿existió realmente? Ni siquiera estaba segura de eso.
Lucie se puso en pie y abrazó a su madre.
– ¡Oh, mamá! ¿Por qué no me lo habías contado?
Marie acariciaba con sus manos la espalda de su hija, abrazándola con fuerza. Estaba a punto de llorar.
– Luego yo, la gemela superviviente, me quedé embarazada de ti a los veintidós años. Mi primera ecografía mostró que… que…
Lucie se separó un poco de ella y la miró a los ojos. Leyó en ellos culpabilidad y una tremenda tristeza. Todo su organismo se estremeció y habló mecánicamente.
– …Que estabas embarazada de gemelas. Pero sólo una de las dos nacería y absorbería durante el embarazo a su propia hermana.
– Tú… Mi hija única.
Lucie se incorporó y apretó los puños con asco. Conocía la historia, había tenido que afrontarla con agallas. Primero fueron aquellos horribles dolores de cabeza que aparecieron en su adolescencia. Luego los exámenes y aquellas abominaciones que descubrieron en su cráneo, hacia los dieciséis años. Un cirujano le extrajo un quiste dermoide en el que había los restos orgánicos de su hermana gemela. Dientes, uñas y cabellos absorbidos por el gemelo dominante en el vientre materno, durante los primeros meses de concepción. Los casos descubiertos en el mundo se contaban con los dedos de una mano.
En cuanto lo supo, el carácter de Lucie cambió. Aquello que para algunos no era más que un simple problema de concepción hizo que la adolescente se sintiera sucia, avergonzada y monstruosa. ¿Qué innobles instintos durante la gestación la habían llevado a conquistar el vientre materno? Más adelante, descubrió un hecho natural que la impresionó sobremanera: el canibalismo intrauterino de los tiburones toro. En esta especie, los embriones más desarrollados devoran a los más débiles. Un fenómeno que selecciona, antes del nacimiento, a los individuos más resistentes y que demuestra la fuerza del instinto y de los genes. Lucie había reflexionado mucho acerca de ese fenómeno natural. ¿Tenía ella, al igual que esos tiburones, los más viles instintos de depredación? ¿Conservaba ella a flor de piel esos rasgos animales, prehistóricos, que por lo general se hallan ocultos en lo más hondo de cada individuo? ¿Era por esa razón increíble e incomprensible por lo que se había hecho policía y perseguía a otros predadores como ella?
Miró de nuevo a su madre, profundamente perturbada por la conversación.
– Y el año pasado, Clara… Dios mío… No, mamá, no puedo creer que…
Se encerró en el silencio, incapaz de afrontar la evidencia. Su madre la asió de las manos.
– Ahí están los hechos. Algo afecta a los gemelos de nuestra familia. Ignoro si… si hubo gemelos en generaciones precedentes, habría que hacer difíciles investigaciones, pero una cosa es cierta: los conflictos no resueltos, los secretos, las cosas silenciadas, siempre vuelven a salir a la luz, repitiéndose de generación en generación. No te puedes imaginar la de casos que me ha explicado esa terapeuta. Freud ya se refirió a la posibilidad de la transmisión de un mal a través de un inconsciente que uniera a los miembros de una misma familia. Jung y Dolto hablaban de un inconsciente colectivo y de sincronías. Todo eso existe.
– Es imposible.
– Hay casos célebres a lo largo de la historia. El padre de Arthur Rimbaud, por ejemplo, que no conseguía resolver sus problemas familiares y huyó, abandonando a su hijo. Como su propio padre y su bisabuelo antes que él… ¿Y qué decir de esas maldiciones de los Kennedy o los Rockefeller? Hay cosas que no pueden explicarse, Lucie, pero que existen. En la consulta de la terapeuta conversé con un hombre joven que tenía unas pesadillas recurrentes desde su infancia, en las que veía a gente quemarse. Soñó con eso hasta que su abuelo le confesó que había salido con vida de los campos de concentración, un secreto que nunca había confiado a nadie. Desde aquel día, el joven no volvió a tener pesadillas. Hay algo en los genes, en la máquina biológica, que hace que paguemos las deudas de nuestros ancestros mientras éstas no salen a la luz. Hay algo más que el ADN que transita de una generación a otra, estoy convencida.
Lucie meneaba la cabeza. Su mente superracional de ex policía no podía admitir que creyese en esas disparatadas historias de maldiciones. Un policía se basa en hechos, en pruebas concretas, y no en suposiciones descabelladas.
– Así, según tú, si no hubiera existido ese secreto sobre la gemelaridad en nuestra familia, ¿yo no habría absorbido a mi gemela durante el embarazo y Carnot hubiera elegido a otra víctima? Es absurdo.
– Yo no he dicho eso, es mucho más complicado… Pero te pido una cosa: no vayas mañana a ver a Carnot. Ven conmigo a ver a esta mujer. Te abrirá los ojos acerca de tu propio pasado.
– Todo eso no tiene ni pies ni cabeza.
– Rechazas que te ayuden.
– Y tú buscas explicaciones donde no las hay. En todo esto no veo más que una triste sucesión de coincidencias. He sido policía y sé el rostro que tiene la muerte. No hay nada mágico ni maldito. Es pura biología y pura química, mamá. Y ahora, si me permites…
Con un suspiro, Lucie se dirigió hacia la habitación de Juliette, con la impresión de haberse quedado completamente vacía.