Lucie despertó con el olor a leche caliente y a cruasanes. Se desperezó, se cubrió con la primera ropa que encontró y fue a la cocina, donde Sharko la esperaba, ya listo. Vestía una bonita camisa blanca y su eterno traje y olía bien. Lucie lo besó en los labios antes de sentarse ante el desayuno que la aguardaba.
– Hacía tiempo que no comía cruasanes -confesó.
– Hacía tiempo que no salía a comprarlos…
A Lucie le gustaba recuperar aquellos gestos simples, compartidos, que casi había olvidado. Mojó el cruasán en la leche, a la que había añadido un poco de cacao. Quiso consultar su teléfono móvil, pero se había quedado sin batería. Vio que Sharko, que se había quedado de pie frente a ella, manipulaba nerviosamente su móvil entre los dedos. Sólo había tomado un café y unas galletas.
– ¿Qué sucede?
– Le he pedido a un colega de estupefacientes la dirección de uno de los miembros de la familia Lambert.
– ¿Y?
– Tengo la de la hermana, vive en el distrito IV. He llamado y ha contestado el abuelo. Están todos destrozados, y el hombre no quería hablar conmigo. No entiende por qué los acosan. Los colegas ya estuvieron allí ayer y, de momento, lo que los Lambert necesitan es paz. En resumidas cuentas, me ha colgado.
Lucie le dio un bocado a su cruasán.
– De acuerdo. Acabo el desayuno, voy al baño y vamos para allá.
Una decena de personas de rostros tristes estaban reunidas en un gran apartamento situado en la cuarta planta de un edificio haussmanniano, cerca de la isla de la Cité. Un lugar de categoría, que debía de tener un alquiler desorbitado. Lucie y Sharko se habían quedado en el umbral de la puerta de entrada, frente a un hombre de entre sesenta y cinco y setenta años, bigote gris bien cortado, vestido con traje negro y con una expresión severa en el rostro. A su espalda, la familia estaba de luto, aún bajo el impacto de la noticia, sin duda incapaz de comprender la carnicería de la casa de Fontainebleau. Ojos enrojecidos, hinchados, se volvían hacia ellos.
El del bigote, que ya había hablado con Sharko por teléfono, no tardó en iniciar las hostilidades.
– ¡Déjennos en paz de una vez! Policías o no, ¿no ven que aquí no pintan nada?
Se disponía a cerrar la puerta, pero Lucie se interpuso.
– Escúcheme, caballero. Comprendemos su dolor pero seremos muy breves. Creemos que su nieto no era totalmente responsable de sus actos y queríamos hablarlo con usted.
Lucie sopesó las palabras. Se puso en el lugar de aquel hombre e imaginó qué reacción habría tenido ella si le hubieran anunciado que el asesino de Clara no era responsable de sus actos. Era probable que hubiera destripado a su interlocutor. Por otro lado, la situación en aquel caso era un poco diferente: el asesino de su hijo era su propio nieto.
– ¿Que no era responsable? ¿Qué significa eso?
La voz no era del abuelo, sino que procedía de detrás de él. Una joven apareció junto a la puerta. Debía de tener unos veinte años y parecía muy debilitada. Lucie vio su vientre redondo e hinchado: estaba embarazada, y a punto de salir de cuentas.
– No te preocupes por eso, Coralie -dijo el del bigote-. El señor y la señora ya se iban.
– Quiero saber qué tienen que decir. Déjame, abuelo.
Apretando los dientes, el hombre les franqueó el paso. La joven tuvo que apoyarse en la puerta, ligeramente titubeante. Su abuelo la sostuvo y dedicó una mirada fría a los policías.
– Su hijo tiene que nacer dentro de menos de dos semanas, por Dios. ¿Pretenden interrogarla? De acuerdo, pero me quedaré con ella. Sobre todo no intenten traumatizarla aún más con sus preguntas.
La chica llevaba una cadena de oro con un crucifijo por encima de su traje oscuro. Se frotó la nariz con un pañuelo y habló con un hilo de voz, casi inaudible.
– Félix… Félix era mi hermano.
Lucie le pasó una mano por el hombro y la condujo a un lugar más amplio, cerca del hueco de la escalera, donde había algunas sillas apiladas. Sharko y el abuelo se quedaron apartados. El del bigote se apoyó en la barandilla, con la cabeza entre las manos. Suspiró. Por su parte, Sharko se dio cuenta de que aquel hombre pronto sería bisabuelo y apenas debía de tener setenta años. Sin aquella tragedia, hubiera dejado una hermosa familia tras de sí.
Coralie se dejó caer lentamente en una silla. Toqueteaba su colgante con los dedos, inconscientemente.
– ¿Cómo… cómo puede decir que Félix no era responsable de lo que ha hecho? Ha… ha matado a mi padre y ha asesinado a dos personas a sangre fría.
Sharko permaneció al margen y dejó que hablara Lucie. Sintió que Coralie Lambert confiaría más en otra mujer que pudiera compartir su sufrimiento. Por otro lado, Lucie era consciente de que, sobre todo, no debía hablar de la autopsia ni de sus descubrimientos, ya lo había hablado con Sharko antes de subir allí. Hablar sobre ello podía provocar un incendio y el del bigote, que vigilaba a su nieta, sería capaz de llamar a los investigadores y a los forenses y Sharko y ella quedarían definitivamente fuera de juego. Debían seguir siendo neutros, invisibles.
– De momento no es más que una hipótesis -dijo Lucie, para no mojarse-. Su hermano parecía sano y equilibrado. No tenía antecedentes de violencia. Llevar a cabo repentinamente actos de semejante crueldad, que generan tanta incomprensión, puede tener en algunos casos una causa psiquiátrica o neurológica que se remonte muy lejos.
– Nunca hemos tenido ese tipo de pr…
Sharko interrumpió al abuelo, que ya trataba de inmiscuirse.
– Deje hablar a mi colega y cállese, por favor.
El hombre cerró la boca. Lucie prosiguió:
– Debemos indagar todas las pistas. Que usted sepa, ¿su hermano tenía algún problema de salud?
Lucie avanzaba a ciegas, pues no sabía nada de la vida de Félix Lambert, pero esperaba suscitar así reacciones en su interlocutora.
– No. Félix y yo siempre nos hemos llevado bien, crecimos juntos hasta los dieciocho años. Tengo un año más que él y puedo asegurarle que tuvimos una infancia feliz, sin problemas.
Sus palabras se prolongaban con sollozos entrecortados.
– Félix siempre estuvo… perfectamente equilibrado, lo que ha sucedido es incomprensible. Últimamente, estaba acabando sus estudios para ser arquitecto. Tenía… tenía tantos proyectos…
– ¿Aún se veían a menudo?
– Una vez al mes, ¿quizá? Es cierto que últimamente no nos hemos visto mucho. Se sentía… en baja forma y se quejaba de cansancio y de dolores de cabeza.
Lucie recordó el estado de su cerebro, una verdadera esponja. ¿Acaso podía ser de otra manera?
– ¿Y vivía con sus padres?
– La casa pertenece a mi… padre. Es… Era un hombre de negocios que no estaba a menudo en Francia. Ahora, acababa de volver de China, donde estuvo viviendo casi un año.
– ¿Y su madre?
Coralie Lambert acarició de repente su vientre, con pequeños gestos precisos, inconscientes. El vientre, el crucifijo… El crucifijo, el vientre… Lucie sabía que el futuro bebé y Dios la ayudarían a superar aquella prueba. Coralie les hablaría cuando se sintiera mal y uno u otro la escucharían.
Tras un largo silencio, miró a su abuelo, perdida. A pesar de las exhortaciones de Sharko, el hombre no pudo reprimirse y fue en su ayuda.
– Su madre, mi hija, murió al dar a luz.
Lucie se puso en pie y se acercó al hombre, repentinamente febril.
– Al traer al mundo a su nieto Félix, ¿es así?
El bigotudo asintió, mordiéndose los labios. Lucie miró a Sharko, muy seria, y luego habló lenta y claramente.
– Es de suma importancia que nos cuente todo lo que sepa acerca de ese parto.
– ¿Por qué? -respondió el hombre secamente-. ¿Qué relación tiene? Mi hija murió hace veintidós años y…
– Se lo ruego. No descartamos ninguna pista. Las causas de los actos de su hijo pueden remontarse a su nacimiento.
– ¿Y qué quiere que le diga? No hay nada que explicar. Es muy personal, y… ¿acaso no se dan cuenta de lo que estamos viviendo?
Tendió la mano en dirección a su nieta.
– Vamos, entremos…
Coralie no se movía. En su cabeza bullían tantas cosas a la vez que había perdido su capacidad de reflexionar.
– Mi padre me habló mucho de mi madre… -murmuró finalmente-. La amaba con locura.
Lucie se volvió hacia ella.
– La escucho.
– Quería que siguiera existiendo en nuestra mente. Quería que… que comprendiéramos su muerte… Por lo que me explicó, los médicos diagnosticaron una preeclampsia gravísima, que produjo una hemorragia interna irreparable. Mi madre… se desangró en la sala de partos y los médicos no pudieron hacer nada por ella.
A Lucie le costó tragar saliva. Amanda Potier murió exactamente de la misma manera.
– El nombre de Stéphane Terney, ¿le dice algo?
– No.
– ¿Está segura? Era ginecólogo obstetra.
– Estoy segura. Nunca he oído hablar de él.
– ¿Y usted? -preguntó Lucie al abuelo.
El hombre meneó la cabeza. Lucie se dirigió de nuevo a Coralie.
– ¿Dónde dio a luz su madre?
– En una clínica de Sydney.
– Sydney… ¿En Australia, se refiere?
– Sí. Mi hermano y yo nacimos allí. Mi padre estuvo tres años trabajando allí y mi madre lo acompañó. Tras su muerte, papá volvió a vivir a Francia, en la casa familiar de Fontainebleau.
Lucie se incorporó y se pasó la mano nerviosamente por la boca.
– ¿Y… su padre le contó que su madre hubiera tenido problemas durante el embarazo antes de dar a luz? ¿Siguió algún tratamiento?
La futura madre meneó la cabeza.
– Mi padre siempre me explicó que mi madre prácticamente no se tomó ni una pastilla en toda su vida. Era una mujer de excelente salud, el abuelo se lo podrá confirmar. Estaba en contra de los medicamentos y de cualquier cosa sintética, manipulada por la ciencia. Quería un parto natural, en el agua, y se negaba a que los médicos siguieran su embarazo. Era su elección de vida. Durante sus dos embarazos ignoró si iba a traer al mundo a un niño o a una niña. No le interesaban ni la ciencia ni los avances que ésta trajera consigo. Creía en la magia de la procreación, del nacimiento, y sabía que todo saldría bien, porque era muy creyente y confiaba en Dios…
Sus ojos se quedaron mirando al vacío, mucho rato. Lucie ya no sabía qué más preguntar, y sus teorías se hundían. Si Terney se acercó alguna vez a Félix Lambert fue tras el nacimiento de éste, durante alguna revisión médica, una toma de muestra de sangre o de mil maneras posibles. Pero a buen seguro, no antes.
Coralie reaccionó finalmente cuando sintió una patadita en el vientre. Trató de ponerse en pie y el abuelo se acercó para ayudarla.
– Ya ves que tienes que descansar. Venga, entremos.
– Sólo una cosa más -intervino Sharko-. ¿Alguien en su familia es de origen amerindio? ¿De Venezuela, Brasil o la Amazonia?
El abuelo fulminó al poli con la mirada.
– ¿Acaso tenemos pinta de amerindios? ¡Somos franceses desde hace generaciones y generaciones, por Dios! Les aseguro que van a tener noticias mías.
Lucie escribió rápidamente su número de teléfono móvil en una tarjeta y logró metérsela en el bolsillo al hombre.
– Estaremos esperándolas.
Sin responder, los dos Lambert desaparecieron en el apartamento. La puerta se cerró lentamente tras ellos.
– Las vidas se hacen y se deshacen -dijo Lucie con tristeza-. Y Dios no tiene nada que ver con eso. Dios tiene un enorme esparadrapo en la boca y las manos atadas a la espalda.
Sharko prefirió no responder, Lucie estaba muy sensible. Sacó del bolsillo su móvil que vibraba.
– Terney no manipuló el nacimiento de Félix Lambert como hizo con Carnot. No creó a ese monstruo.
– Al parecer, el monstruo se creó solo. Y quizá Terney se contentó con localizarlo y añadirlo a su lista.
Sharko mostró la pantalla a Lucie.
– Es Clémentine Jaspar.
El comisario se alejó por el pasillo, respondió a la llamada y volvió unos minutos después. Lucie lo interrogó con la mirada y Sharko asintió.
– Sí… Su amigo antropólogo lo ha localizado.
Lucie cerró los ojos aliviada. Sharko prosiguió.
– Quiere vernos en Vémars, un pueblo a unos kilómetros del aeropuerto Charles de Gaulle, hacia las once. Vamos para allá.