El cielo del Norte depositaba sus tintes plateados sobre las tumbas. Lucie se santiguó ante el panteón de sus hijas, alzó el cuello de su chaqueta y enlazó su brazo con el de Franck Sharko. Un viento frío, que descendía del septentrión, arrancaba las últimas hojas de los álamos y anunciaba un riguroso mes de noviembre. Decían que el invierno iba a ser muy duro. Para Lucie y Sharko no lo sería tanto como lo había sido el verano.
Sola en las amplias avenidas, la pareja acabó por desaparecer y regresó al centro de Lille a pie. A media tarde, los comercios estaban llenos de gente, los vagabundos mendigaban o se calentaban sobre las salidas de ventilación, y los autobuses y tranvías transportaban como de costumbre a trabajadores, estudiantes y paseantes: gentes que seguían cada cual su propia trayectoria pero que participaban, sin ni siquiera darse cuenta de ello, en la gran obra de la Evolución.
Franck y Lucie tenían intención de entrar en un café de la Grand-Place a charlar un rato pero, sin pensarlo dos veces, el comisario asió a su compañera de la mano y la llevó hacia el Vieux-Lille, a la calle Solitaires. Entraron allí en un pequeño café de aspecto anodino, el Némo. El rótulo era nuevo, el establecimiento había sido adquirido recientemente por un antiguo camionero. En cuanto cruzó el umbral, Sharko sintió que tenía el corazón en un puño. Respiró el olor agradable de los viejos ladrillos y del cemento poroso. Se sentaron bajo una pequeña bóveda poco iluminada. Sharko observó a su alrededor, con los ojos brillantes.
– Fue aquí donde conocí a Suzanne. Yo era militar. Hacía mucho tiempo que no había vuelto a poner los pies aquí.
Cogió las manos de Lucie entre las suyas. Sus dedos volvían a ser gruesos y su puño sólido.
– En este sitio tan importante para mí deseo repetirte que te quiero, Lucie.
– Yo también te quiero. Si supieras…
– Lo sé.
Se miraron sin hablarse, como hacían a menudo, y pidieron dos tazas de chocolate que les sirvieron rápidamente. Sharko hizo girar su dedo índice sobre el borde de su taza ardiente.
– Supe ayer que habías ido a ver a tu comandante de policía. Que te habías informado acerca de las posibilidades de reintegrarte en el 36 del Quai des Orfèvres. La Criminal parisina… Kashmareck te aprecia mucho, parece que está haciendo mucho por ti y tu solicitud tiene muchas posibilidades de ser aceptada. ¿Por qué lo haces?
Lucie se encogió de hombros.
– Sólo quiero estar cerca de ti. Quiero que estemos juntos, siempre. Que trabajemos en equipo.
– Lucie…
– En el grupo de Manien han hecho limpieza gracias a tus revelaciones. Hay puestos vacantes. Ya no tengo nada que hacer en Lille… Demasiados recuerdos.
Suspiró con tristeza y añadió:
– Mientras no presentes tu dimisión, te seguiré.
– No puedo presentar la dimisión. Ahora no. Alguien mató a Frédéric Hurault cerca del 36 para que yo investigara el caso. Hallaron mi ADN en su ropa y estoy prácticamente seguro de que no fui yo quien lo dejó allí en un descuido. Hurault era padre de dos gemelas. Estoy convencido de que ese «alguien» estaba al corriente de lo de Clara y Juliette… Ese asesinato iba dirigido a mí. Ahora que tengo la mente más clara, tengo la certeza de que me han enviado un mensaje a través de un cadáver.
Lucie meneó la cabeza.
– Precisamente, tienes la mente demasiado clara. Conoces como yo la fuerza de las coincidencias. Son coincidencias, nada más. Nadie anda tras de ti. Ese crimen no es más que un suceso como tantos otros.
– Tal vez, pero ahora que vuelvo a estar de servicio no abandonaré mis funciones antes de haber resuelto este último caso.
Lucie echó azúcar en su chocolate y lo removió con la cucharilla.
– En ese caso, haré igual que tú. Y quiero trabajar contigo. Contigo y sólo contigo.
Sharko acabó por sonreír.
– Hace dos meses juramos que íbamos a dejarlo todo, ¡Dios mío!
– Sí, pero el paisaje de A través del espejo ha vuelto a desfilar de nuevo. No tenemos elección.
– No tenemos elección.
Intercambiaron una sonrisa sincera y se besaron.
– ¿Crees que formaremos un buen equipo? -preguntó Sharko.
– Ya lo hemos demostrado, ¿no crees?
Callaron y cada uno bebió su chocolate, con la mirada perdida. Los recuerdos de su reciente investigación aún los asediaban… Georges Noland acabó por confesar las identidades que correspondían a los siete perfiles genéticos del libro de Terney. Hombres y mujeres, jóvenes, estaban siendo en aquellos momentos objeto de exámenes, ecografías y resonancias magnéticas, incapaces de comprender lo que les sucedía. Noland había confesado, pero ¿quién podía asegurar que no había llevado a cabo otros experimentos, otras inseminaciones, de las que no habría quedado constancia? ¿Y si tenía cómplices? ¿Hasta dónde había llegado en su locura? ¿Había confesado toda la verdad a la policía u ocultaba parte de ella en el fondo de su cerebro enfermo?
En cuanto a Napoléon Chimaux… Seguía aún en algún lugar en el corazón de la selva. Sacarlo de allí y obligarlo a confesar su responsabilidad no iba a ser una tarea sencilla.
A Coralie Lambert no se la pudo salvar. Cuando fue hospitalizada, millones de pequeñas medusas ya habían invadido su cuerpo, GATACA se había multiplicado desde los primeros meses del embarazo y había provocado un proceso mortal inevitable. Su bebé vino al mundo en perfecto estado de salud, pero ocultando en sus entrañas un monstruo dormido. Cabía esperar que genetistas, biólogos y virólogos hallasen una manera de aniquilar a GATACA antes de que aquel bebé inocente se transformara, un día, en un Grégory Carnot o un Félix Lambert.
Asaltado por sus recuerdos, buenos y malos, Sharko apretó los labios. La Evolución construía cosas maravillosas pero a la vez sabía hacer gala de una extrema crueldad. El policía se repetía a menudo la frase que Noland le dijo en su último cara a cara: «La Evolución es una excepción. La regla es la extinción». Tenía razón… La naturaleza hacía experimentos, sin cesar, probaba millones, miles de millones de combinaciones de las cuales sólo unas pocas iban a perdurar a través de los milenios. En esa alquimia se desarrollaban forzosamente monstruosidades: el sida, el cáncer, GATACA, las grandes epidemias, los asesinos en serie… La naturaleza no alcanza a distinguir el bien del mal, simplemente trata de resolver una ecuación increíblemente compleja. Una cosa era cierta: había corrido un riesgo enorme al crear al hombre.
Entró una pareja, unos jóvenes cogidos de la mano, que fueron a sentarse a una mesita redonda. Se miraban con timidez y Lucie leyó en sus ojos el dulce brillo de una relación incipiente. Un día, tal vez, sus cromosomas se abrazarían y sus genes se cruzarían. Los ojos azules de él, el óvalo de una mejilla, el pequeño hueco de un hoyuelo. El azar decidiría quién, si el padre o la madre, transmitiría esta o aquella particularidad física o mental al bebé. Su amor engendraría un ser pensante, inteligente, capaz de realizar cosas hermosas y que probaría que no somos simplemente unas máquinas de supervivencia.
En su ensoñación, Lucie miró a Sharko y se sorprendió al imaginar, por primera vez desde que se conocían, qué daría el fruto de su unión. Seguro que habría algo de Clara y de Juliette en ese futuro ser.
Sí, Clara y Juliette estaban en ella, en lo más profundo de su ADN, y no fuera de ella a dos metros bajo tierra. Bastaba una pequeña chispa para que una parte de sus pequeños tesoros recobrara la vida.
Y esa chispa se llamaba Franck Sharko.