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Una pantalla negra ante las dos espectadoras. Luego una fecha incrustada en la parte inferior: «9/6/1966», y una gama de grises. Hojas, árboles. Una violencia selvática. Las imágenes desfilaban en blanco y negro. Un film de calidad correcta, probablemente rodado con material amateur. Alrededor del que sostenía la cámara había hojas de palmera, lianas y helechos. Bajo sus pies, en una pendiente, crujían las hierbas. Frente a él, se abría una brecha en el muro de vegetación, que dejaba ver unas chozas abajo. Por la débil luminosidad, debía de ser al anochecer o al alba. A menos que la selva fuera tan tupida que impidiera que se filtrara la luz.

La cámara se adentró en las profundidades y avanzó sobre una tierra negra y húmeda: un cuadrado de unos cincuenta metros que la vegetación trataba de devorar. Se oían los pasos y el estremecimiento de los árboles alrededor. El objetivo enfocó los restos de una hoguera. En medio de las cenizas, huesecillos calcinados, unas piedras dispuestas en círculo y cráneos de animales.

Lucie se frotó rápidamente el mentón, sin dejar de mirar a la pantalla.

– Parece un poblado indígena abandonado.

– Es un poblado indígena, pero «abandonado» no es la palabra adecuada. Lo entenderá enseguida.

¿Qué quería decir? A medida que el film avanzaba, la ex policía sentía sus manos cada vez más húmedas. En la pantalla, unos gritos taladraron el silencio y la imagen se inmovilizó en el techo vegetal. No había ni un resquicio de cielo. Sólo podía verse el frondoso ramaje interminable. Arriba, a tres o cuatro metros, una colonia de monitos se dispersaban entre las ramas. Los gritos estridentes eran incesantes. La cámara enfocó a uno de los primates, de cuerpo oscuro y cabeza clara, probablemente blanca. El animal escupió y desapareció trepando por una liana. A pesar de la inmensidad del lugar, imperaba una sensación de encierro y opresión. Una prisión viva, con barrotes de clorofila.

El cámara acabó por ignorar a los simios curiosos y siguió avanzando en dirección a una choza. La imagen se tambaleaba al ritmo de sus pasos pesados y lentos. A primera vista, los techos estaban hechos de hojas de palmera trenzadas, y las paredes, de cañas de bambú atadas unas a otras con lianas. Unas viviendas arcaicas, cada una de las cuales debía de poder albergar a cuatro o cinco personas y que parecían surgidas de otros tiempos.

En la entrada apareció súbitamente una nube de mosquitos y moscas que semejaba una tormenta de arena. Lucie se acomodó en su sillón, incómoda. Sus ojos aguardaban la aparición del horror en cualquier momento.

El cámara entró despacio en la choza, cual intruso al acecho del menor movimiento. Desapareció todo rastro de luz y revoloteaban manchas negras. La banda sonora estaba saturada de zumbidos. Inconscientemente, Lucie se rascó la nuca.

Insectos en masa… Temía lo peor.

El haz de una linterna, probablemente situada debajo de la cámara, rasgó la oscuridad.

Y apareció el horror.

Al fondo, en el rayo de luz, seis cuerpos retorcidos como gusanos unos junto a otros. Al parecer, una familia de indígenas completamente desnudos. Una amalgama de rostros hinchados, con los ojos ya secos e invadidos por moscas y larvas. Sus narices, bocas y anos rezumaban sangre, como si hubieran explotado por dentro. Tenían los vientres hinchados, probablemente a causa de los gases intestinales. El que filmaba no escatimaba detalles y multiplicaba planos interminables y planos de detalle. Todos los cadáveres tenían el cabello negro, los pies gastados, la piel curtida de las tribus ancestrales. Pero estaban irreconocibles, devorados por la angustia y la muerte.

Lucie tuvo la impresión de haberse olvidado de respirar. Le era fácil imaginar la pestilencia en el interior de la choza, los efectos del calor y la humedad en aquellos cuerpos putrefactos. La furia de las moscas verdes era la prueba de ello.

De repente, uno de los cuerpos se estremeció. El agonizante abrió unos grandes ojos oscuros y enfermos a la cámara. Lucie se sobresaltó y no pudo reprimir un grito. El hombre tendió la mano como si pidiera socorro y sus dedos delgados y negros se crisparon en el aire antes de que el brazo cayera sobre el suelo como un tronco muerto.

Vivos… Algunos de ellos aún estaban vivos…

Lucie miró brevemente de reojo a su vecina, que retorcía un pañuelo entre sus manos. Recordó la violencia de su pesadilla: aquella criatura carbonizada que de repente abría los ojos, como allí. Sobrecogida, volvió a mirar el film. El horror proseguía. El pie del cámara golpeó ligeramente los cuerpos, para verificar si estaban vivos o muertos. Un gesto insoportable. Lucie recobró el aliento cuando el hombre salió de aquella carnicería. Arriba, los monos seguían allí, opresivos, inmóviles ahora en las ramas. Era como si la selva estuviera cubierta con una tapadera. Aquella sensación de alivio fue breve. En las otras chozas, el espectáculo era similar: familias aniquiladas, entremezcladas con unos pocos últimos supervivientes a los que se filmaba y se dejaba morir como si fueran animales.

El film concluía con un plano amplio de la aldea diezmada: una decena de chozas con sus habitantes muertos o agonizantes y entregados a las tinieblas de la selva.

Fundido en negro.

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