Situado en la primera planta, el despacho del doctor Chénaix parecía ni más ni menos que una consulta médica. En un rincón había un esqueleto armado con un alambre, dos estanterías se abombaban bajo el peso de estudios y tratados sobre patologías, antropología médico-forense y medicina general. En las paredes colgaban viejas láminas sobre el cuerpo humano, sólo faltaba la mesa de consulta. El único detalle de humanidad era que el forense había colgado, aquí y allá, fotos de su familia: esposa y dos hijas que aún no tenían diez años. Una manera de recordar que la vida no era solamente la muerte.
Impregnado del olor a tabaco frío mezclado con el más rancio de los cadáveres, el médico forense se instaló frente a su ordenador e introdujo el DVD en el lector. Lucie y Sharko se habían sentado frente a él, en silencio. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar de nada. La imagen de aquel cerebro destrozado, que había empujado a cometer los más deleznables actos criminales, les rondaba en la cabeza. Lucie pensaba también en las implicaciones de sus últimos descubrimientos, que los ponían ante una evidencia: Grégory Carnot tal vez no hubiera sido más que el desgraciado resultado de algo monstruoso llamado Fénix. ¿Un proyecto, un experimento, un programa de investigación? Qué más daba. Aunque el joven adulto moreno había matado a su hija con sus propias manos, los verdaderos responsables eran otros y se hallaban en libertad. Ellos también habían asesinado a Clara. Y también deberían responder por sus actos.
El doctor miró con atención los diez minutos de la película. Como cualquier otro ser humano normalmente constituido, se sobresaltó ante las imágenes de la choza. Pero, en general, su rostro no traslució ni asco ni una emoción particulares, de manera que los policías fueron incapaces de adivinar qué sentía. La muerte, en todas sus formas, era su oficio, había sabido domarla y la miraba como el albañil mira la pared que está construyendo.
Fue sólo al acabar de verla cuando manifestó un interés evidente.
– Es un documento excepcional. ¿Sabéis de dónde procede?
Sharko meneó la cabeza.
– No, esto no es más que una copia. Se rodó en la Amazonia.
– La Amazonia… Esa tribu fue exterminada por el sarampión.
Lucie frunció el ceño. Esperaba algo mil veces peor, a la altura de los horrores que hasta el momento habían descubierto. Algo inmundo como el Ébola o el cólera. O, ¿por qué no?, lo que había infectado a Lambert. Para ella, el sarampión era una de esas enfermedades que se pillan sistemáticamente en la infancia. Sarampión, rubéola, paperas…
– ¿Sólo el sarampión? ¿Está seguro?
– No diga «sólo el sarampión». Es un virus muy agresivo que ha llegado a causar estragos entre la población y que, cuando provoca la muerte, comporta sufrimientos terribles. Respecto a mi certeza… Diría que estoy seguro en un 95 por ciento. Los síntomas concuerdan. Aunque la erupción cutánea no sea evidente, pueden verse las manchas de Köplick y los ojos llorosos, muy oscuros porque deben de estar enrojecidos. Además, una de las características de la enfermedad es que, en los casos más graves, provoca hemorragias internas que hacen que el enfermo sangre por la nariz, la boca y el ano. Como es el caso. Y vista la virulencia de la enfermedad, puedo garantizar que esa población jamás se había enfrentado al virus. Sus sistemas inmunitarios fueron incapaces de reaccionar frente a la agresión. Simplemente no lo reconocieron.
Miró a Sharko con una mirada muy seria que, sumada a sus ojos oscuros, adquirió un aspecto funesto.
– Recuerda la historia de las vacas y los bebedores de leche. Esto es igual, y siempre es el mismo principio. Los virus del sarampión, la viruela, las paperas o la difteria se incubaron primero en animales domésticos. Luego mutaron y adquirieron la capacidad de infectar a los humanos. Eso les resultó muy ventajoso y, por lo tanto, fue favorecido por la selección natural. Las grandes densidades de población los nutrieron y los propagaron en el Nuevo y el Viejo Mundo, y al mismo tiempo desarrollaron mecanismos inmunitarios para no morir sistemáticamente. Los virus y los humanos han cohabitado a lo largo de una escalada armamentística. Diría que casi se han «autoalimentado» y han recorrido juntos los siglos.
– ¿El virus que exterminó a esta tribu procedía pues de un individuo «civilizado», si puede decirse así?
– Sobre eso no hay duda. Hoy, el hombre es el único portador posible del sarampión. El virus estaba dentro de él, en su organismo, como puede estarlo en este momento en el suyo. Sólo que usted no lo sabe, gracias a un sistema inmunitario eficaz y a las vacunas que debieron aplicarle, que lo convierten en inofensivo.
Chénaix extrajo el DVD del lector y se lo devolvió al comisario.
– Que yo sepa, jamás se ha filmado una epidemia de sarampión tan virulenta y mortal. A principios de los años sesenta era imposible hallar sociedades, incluso primitivas, con unos adultos carentes de anticuerpos como para que se produjera semejante hecatombe. Así que la conclusión que se impone es que, antes de la fecha en que se rodaron estas imágenes, esa civilización no se había encontrado jamás con el hombre moderno, puesto que nunca había sido víctima del sarampión, ni siquiera miles de años antes. Es probable que quien filmó la película fuera el primer extranjero al que vieran, y eso desde hacía siglos. Se trata, pues, de una tribu extremadamente aislada.
Al fin, el forense se puso en pie e invitó a ambos policías a que hicieran lo mismo. Apagó la pantalla.
– Personalmente, eso es cuanto puedo deducir.
– Ya es mucho. Dime, ¿conoces a Jean-Paul Lemoine, el especialista en biología molecular del laboratorio de la policía científica de París?
– Sí, por supuesto, él y su equipo se ocupan de la mayoría de los análisis biológicos que pedimos aquí. Ellos analizarán el cerebro de Lambert. ¿Por qué?
Sharko abrió su bolsa y le tendió las tres hojas de datos escritos por Daniel.
– ¿Puedes decirle que eche un vistazo a esto lo antes posible?
– ¿Una secuencia de ADN? ¿Qué representa?
– Ésa es la pregunta.
El médico suspiró.
– Estás abusando. Por lo menos eres consciente de ello, ¿verdad?
Sharko tendió la mano con una sonrisa.
– Gracias, de nuevo. Y no olvides…
– No lo he olvidado. No has estado aquí.