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Un niño que va a morir no lo sabe. No piensa en absoluto en la muerte. Lucha por un puro instinto de supervivencia, como las lagartijas que están dispuestas a renunciar a la cola cuando corren peligro de muerte. Toda criatura lleva en sus genes el impulso de sobrevivir, y los niños no son una excepción, aunque no sean capaces de representarse la muerte. Los temores de los niños son muy concretos: temen a la oscuridad, a los extraños quizás, a separarse de su familia, al dolor, a los ruidos misteriosos y a perder objetos preciados. La muerte, en cambio, resulta incomprensible para la mente infantil.

Un niño que va a morir no lo sabe.

Así pensaba el hombre mientras lo preparaba todo.

Llenó un vaso de Coca-Cola y empezó a preguntarse por qué se entregaría a este tipo de reflexiones. Aunque no había elegido al niño por casualidad, tampoco lo unía a él sentimiento alguno. El niño era para él, desde el punto de vista emotivo, un completo desconocido, un peón en una partida importante. No iba a notar nada. En cierto modo, esto será lo mejor para el niño. La añoranza de sus padres, ese dolor tan comprensible en un niño de sólo cinco años, debía de ser más inhumano que una muerte rápida e indolora.

El hombre machacó una pastilla de Valium y la disolvió en el refresco. Se trataba de una dosis pequeña, apenas suficiente para dormir al niño. Convenía que estuviese dormido cuando llegase el momento; era lo más sencillo, lo más práctico. Ponerle una inyección a un crío ya resulta lo bastante difícil, como para encima tener que lidiar con sus chillidos y pataleos.

De tanto oír el burbujeo del vaso de Coca-Cola le dio sed. Se humedeció los labios con la lengua. Un escalofrío le recorrió la espalda. En cierta medida estaba ansioso por poner manos a la obra, por llevar a cabo un plan tan meticulosamente preparado.

Le llevaría seis semanas y cuatro días, si todo salía según lo previsto.

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