30

Los periódicos habían sacado dos ediciones especiales desde que salieron los primeros ejemplares de prensa amarilla hacia las dos de la mañana del sábado 27 de mayo. Las portadas llamaron inmediatamente la atención de Inger Johanne Vik cuando echó un vistazo a la gasolinera antes de girar hacia ICA, en Ullevaal Stadion. No era fácil encontrar sitio para aparcar. Normalmente el supermercado atraía a mucha gente, sobre todo los sábados por la mañana, pero ahora reinaba el caos más absoluto. Era como si la gente no supiera qué hacer. Estaba claro que no querían quedarse en casa, que tenían que salir. Buscaban la compañía de otros que no tuvieran tanto miedo como ellos, que estuvieran igual de furiosos. Las madres agarraban a los niños de la mano, los más pequeños estaban sujetos a los cochecitos por medio de las correas. Los padres llevaban a los niños algo más grandes a hombros, para no correr riesgos. La gente se apiñaba en grupos con personas que conocían y con extraños. Todos llevaban periódicos, y algunos iban escuchando las noticias de la radio con auriculares. Eran las doce en punto. Miraban fijamente al frente y repetían lentamente las noticias para los demás:

– La policía sigue sin tener pistas.

Luego todos suspiraban. Un suspiro colectivo, desesperanzado, recorrió el aparcamiento.

Inger Johanne se abrió pasó entre el gentío. Había salido a comprar, pues tenía la nevera vacía tras el viaje. Había dormido mal y la ponían nerviosa los cochecitos de bebé que bloqueaban las grandes puertas automáticas. La lista de la compra se le cayó al suelo, se pegó a la suela de un señor y desapareció para siempre.

– Perdón -dijo y consiguió hacerse con un carro libre.

Por lo menos necesitaba plátanos. Algo para desayunar y plátanos. Leche, pan y fiambres. Algo sencillo de preparar para hoy, porque iba a estar sola, y, para mañana, cuando Isak trajera a Kristiane, albóndigas. Pero primero, plátanos.

– Hola.

No solía ruborizarse, pero ahora notaba el calor en las mejillas. Yngvar Stubø estaba de pie frente a ella, con un racimo en la mano. «Este hombre siempre está sonriendo -pensó ella-. Ahora no debería sonreír. No hay motivos para alegrarse.»

– No nos llamó -señaló él.

– ¿Cómo averiguó usted dónde estaba? ¿En qué hotel?

– Soy policía, me llevó una hora averiguarlo. Tienes una hija, no puedes irte a ninguna parte sin dejar un montón de huellas.

Stubø dejó los plátanos en el carro de ella.

– ¿Los quería?

– Mmm.

– Tengo que hablar con usted.

– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí?

– Como ha estado fuera, he supuesto que tendría que hacer la compra. Esta es la tienda más cercana a su casa, por lo que sé.

«Sabes dónde compro -pensaba ella-. Has averiguado dónde compro y llevas aquí un buen rato. A no ser que hayas tenido muchísima suerte. Aquí hay mil personas, podríamos no habernos cruzado. Sabes dónde hago la compra y me has estado buscando.»

Agarró cuatro naranjas de una montaña de fruta y las metió en una bolsa; forcejeó con ella, intentando hacer el nudo.

– Deje que la ayude.

Yngvar Stubø tomó la bolsa. Tenía los dedos rechonchos, pero ágiles, rápidos.

– Ya está. De verdad que tengo que hablar con usted.

– ¿Aquí? -Inger Johanne abrió los brazos intentando destilar sarcasmo, cosa harto difícil de conseguir mientras su rostro siguiera del color de los tomates de la caja que había junto a ella.

– No. ¿Podríamos…? ¿Quiere acompañarme al despacho? Está en la otra punta de la ciudad, así que si le parece más conveniente podemos… -Stubø se encogió de hombros.

«Quieres venirte a casa conmigo -dijo Inger Johanne para sus adentros-. ¡Dios, el hombre quiere venirse a casa conmigo! Kristiane está… Vamos a estar solos. No, esto no.»

– Podríamos ir a mi casa -dijo con ligereza-. Vivo justo aquí al lado, aunque eso usted ya lo sabe.

– Déme la lista de la compra y despachemos esto en un momento. -Alargó la mano.

– No tengo lista de la compra -replicó ella-. ¿Qué le ha hecho pensar que la tenía?

– Da usted esa impresión -respondió él dejando caer la mano-. Es usted el tipo de mujer que hace la lista de la compra, de eso estaba seguro.

– Pues se ha equivocado -repuso ella y dio media vuelta.


– Me gusta cómo tiene esto arreglado. Resulta muy acogedor.

Él estaba de pie en medio del salón, que afortunadamente ella había dedicado un tiempo a ordenar. Inger Johanne le indicó el sofá con un gesto algo indeterminado y se sentó en una butaca. Pasaron unos minutos antes de que se percatara de que estaba sentada, con la espalda muy recta, en el borde del asiento. Lentamente, para que el movimiento no fuera demasiado evidente, se inclinó hacia atrás.

– Ninguna causa de muerte detectable -dijo ella pausadamente-. Sarah simplemente se murió, sin más.

– Sí. Tenía un pequeño corte sobre el ojo, pero ninguna lesión interna. Una herida insignificante, al menos para ser la causa de una muerte. Era una niña sana y fuerte de ocho años. Y esta vez él ha… El asesino, quiero decir, aunque en realidad no sabemos si es un hombre o una…

– Yo creo que puede usted referirse a él tranquilamente como asesino.

– ¿Porqué?

Ella se encogió de hombros.

– Para empezar, porque es más fácil que decir todo el rato «él o ella», y en segundo lugar porque estoy bastante convencida de que es un hombre. No me pregunte por qué, no puedo justificarlo, quizá se trate sólo de un prejuicio. En realidad me cuesta imaginarme que una mujer trate así a unos niños.

– ¿Y quién cree usted que puede tratar de esta manera a unos niños?

– ¿Qué era lo que iba usted a decir?

– Le preguntaba si…

– No, le he interrumpido. Estaba a punto de decir algo sobre que esta vez…

– Ah, sí. Esta niña también tenía diazepam en la orina. Una cantidad muy pequeña.

– ¿Qué sentido tiene darle un calmante a un niño?

– Pues calmarlo, diría yo. Quizás él los mantiene encerrados… en un sitio en el que no conviene que hagan ruido. Quizá tenga que dormirlos.

– Si quisiera que se durmieran, podría darles un somnífero.

– Sí, pero quizá no tenga acceso a esa clase de fármacos. Quizá sólo tenga… Valium.

– ¿Quién tiene acceso al Valium?

– Ay, Dios… -Stubø ahogó un bostezo y sacudió bruscamente la cabeza-. Muchísima gente -suspiró-. Para empezar, todos aquellos a los que realmente se lo ha recetado el médico. Deben de ser miles de personas, por no decir decenas de miles. Luego están los farmacéuticos, los médicos, los enfermeros… Aunque se supone que tanto los hospitales como las farmacias lo tienen controlado, se trata de cantidades tan ínfimas que casi no hay límites para… Podría ser simplemente cualquiera. ¿Sabía que más del sesenta por ciento de la gente abre los armarios cuando está en un baño ajeno? Robar un par de pastillas o tres es la cosa más sencilla del mundo. Si alguna vez conseguimos pillar a este tipo, no será porque esté en posesión de Valium o de Vival.

– Si alguna vez lo consiguen… -repitió Inger Johanne-. Qué pesimista.

Yngvar Stubø se entretenía con un cochecito de juguete, deslizándolo sobre la palma de la mano. Los faros delanteros brillaban débilmente cuando las ruedas se ponían en movimiento.

– Sólo le gustan los coches rojos -le explicó Inger Johanne-. Me refiero a Kristiane. Ni las muñecas ni los trenes, sólo los coches. Los coches rojos. Los coches de bomberos, los autobuses de Londres… No sabemos por qué.

– ¿Qué es lo que le pasa a la niña? -Stubø depositó el coche con cuidado sobre la mesa del salón. La goma de una de las ruedas se había caído, de modo que el pequeño eje rayó la superficie de la mesa.

– No lo sabemos.

– Es mona. Es muy mona.

Daba la impresión de que lo decía de corazón, pero sólo la había visto una vez, muy brevemente.

– ¿Y no han averiguado nada al investigar la entrega de…? Quiero decir, el secuestrador tiene que haber estado en el portal de la calle Urte, o haber mandado a alguien a que… ¿Qué saben ustedes de esto?

– Una furgoneta de reparto. ¡Una furgoneta de reparto! -Yngvar posó el dedo índice sobre el techo del cochecillo y lo empujo lentamente sobre la mesa, dejando una marca fina y alargada en el cristal. Inger Johanne abrió la boca, pero al final optó por guardar silencio-. Es tan… tan descarado -prosiguió Yngvar con rabia contenida, sin darse cuenta de lo que hacía-. Evidentemente el tipo entendió que no permitiríamos que se volviera a entregar directamente el cadáver de un niño a su madre. Apostamos guardias por todas partes. Fue una equivocación, claro. Armamos demasiado barullo. Tras el asesinato de Sarah, de pronto también la policía local de Oslo está implicada en el asunto, y la relación entre Kripos y… En fin, el caso es que tendríamos que haber sido muchísimo más discretos, haberle puesto una trampa, o al menos haberlo intentado. Él se dio cuenta de todo y recurrió a… ¡un repartidor! ¡Una furgoneta de reparto! En la calle Urte nadie ha visto nada raro, nadie ha oído nada, nadie ha entendido nada. Lo más probable es que el tipo dejara allí la caja con Sarah dentro en pleno día. Un viejo truco, hasta cierto punto…

– No hay mejor sitio para esconderse que el que está lleno de gente -murmuró Inger Johanne-. Es una jugada inteligente. Pero no deja de ser raro, el paquete tenía que ser… -vaciló antes de añadir-: bastante grande.

– Sí. Era lo suficientemente grande para que cupiese en él el cuerpo de una niña de ocho años.

Inger Johanne se conocía lo bastante para saber que era una persona bastante previsible. Isak, por ejemplo, empezó a encontrarla bastante aburrida con el tiempo. Una vez que Kristiane estuvo fuera de peligro y la vida se tornó rutinaria, él empezó a quejarse. Inger Johanne era tan poco impulsiva… «Relájate», le decía cada vez con mayor frecuencia. «Tampoco es tan grave», suspiraba cansinamente cuando ella miraba con escepticismo la pizza congelada que le calentaba a la niña cada vez que le daba pereza cocinar. Isak la encontraba aburrida. Line y el resto de las chicas coincidían hasta cierto punto con él en esto. No es que se lo dijeran directamente, al contrario, la elogiaban constantemente. Ella era tan de fiar, le decían, tan responsable, y hacía las cosas tan bien… En Inger Johanne se podía confiar, siempre. En otras palabras, era aburrida.

No le quedaba otro remedio que ser previsible; era responsable de una niña que nunca maduraría del todo.

Inger Johanne se conocía a sí misma.

Esta situación era absurda.

Había invitado a su casa a un hombre, a un hombre al que apenas conocía. Estaba dejando que él rompiese el secreto profesional para contarle detalles de una investigación policial que a ella no le concernía. Debería advertírselo, darle las gracias amablemente por todo. Había tomado una decisión en la habitación del hotel de Harwichport, cuando rompió la nota en treinta y dos trocitos y los tiró por el retrete.

– En rigor, creo que no está bien que me cuente todo esto.

Yngvar inspiró profundamente y dejó salir el aire entre los dientes. De pronto pareció más pequeño; quizá sólo se había hundido más en el sofá.

– En rigor, no está bien. Por lo menos mientras no hayamos formalizado nuestra colaboración, pero empiezo a sospechar que no quiere dar ese paso. -Sonrió forzadamente, como si quisiera ser irónico. Acto seguido, la sonrisa se borró de su rostro y él continuó-: En rigor, este caso es un infierno. En rigor… -Volvió a aspirar violentamente-. Mi mujer y mi única hija murieron hace poco más de dos años -dijo de pronto-. Supongo que usted no lo sabía.

– No. Le acompaño en el sentimiento.

Ella no quería escuchar esto.

– Un accidente absurdo. Mi hija… se llamaba Trine y tenía veintitrés años, Amund era un bebé. Es mi nieto. Ella quería… ¿La estoy incomodando? La estoy incomodando. -Se incorporó bruscamente y echó los hombros hacia atrás, como para volver a llenar la chaqueta de tweed gris. Luego sonrió brevemente-. Tiene cosas más sensatas que hacer.

Pero no se levantó ni hizo ademán de irse. Un pájaro carbonero se había posado en la casita para pájaros de la terraza.

– No -dijo Inger Johanne.

Cuando Stubø la miró, ella no supo lo que él quería. Más que nada parecía agradecido, quizás aliviado, porque se hundió de nuevo en el sofá.

– Mi mujer se andaba quejando de que uno de los canalones estaba atascado -dijo él con la vista en el techo-. Yo le había prometido arreglarlo, desde hacía mucho tiempo, pero nunca me decidía a hacerlo. Una mañana que mi hija se pasó por casa, se ofreció a subir a desatascar los canalones. Probablemente mi mujer le estaba sujetando la escalera. Trine debió de perder el equilibrio. Se cayó, arrastrando consigo parte del canalón. De alguna manera, el tubo la… atravesó. A mi mujer le cayó encima la escalera, con todo el peso de Trine. Uno de los peldaños la golpeó en la cara. Le hincó el tabique nasal en el cerebro. Cuando llegué a casa un par de horas más tarde, las encontré a las dos, allí tiradas. Muertas. Amund seguía durmiendo.

Inger Johanne oía su propia respiración entrecortada. Intentó obligarse a respirar a un ritmo más pausado.

– En aquel momento era jefe de sección -continuó él, serenamente-. Para ser sincero, hacía tiempo que me veía a mí mismo como el próximo jefe de Kripos. Pero después de aquello… Solicité de nuevo el puesto de inspector. Nunca seré otra cosa que eso, si es que aguanto, claro. Este tipo de casos me hace dudar. En fin. -Tenía la mirada errante, y en sus labios se había dibujado una sonrisa tímida, casi compungida, como si hubiera hecho algo malo y no supiera bien cómo pedir perdón. Abrió la boca un par de veces, como para decir algo más, pero se limitó a contemplarse las manos-. En fin -volvió a decir jugueteando con los pulgares-. Tendré que empezar a pensar en retirarme.

Seguía sin levantarse, sin hacer ademán de marcharse.

«No tengo sitio para esto -pensaba Inger Johanne-. No tengo sitio para un caso como éste en mi vida. No quiero. No tengo sitio…»

– … para ti -dijo a media voz.

– ¿Cómo?

Yngvar estaba sentado de espaldas a la gran ventana del salón, a contraluz, por lo que a Inger Johanne le costaba distinguir sus rasgos. Sólo le veía claramente los ojos. Él la estaba mirando de frente.

– ¿Quieres que prepare la comida? -le preguntó con una leve sonrisa-. Debes de tener hambre, yo, por lo menos, la tengo.


Ocupaba tanto espacio…

Isak, el único hombre que había estado alguna vez en su cocina durante más de treinta segundos, era pequeño, casi enclenque. Yngvar llenaba toda la habitación, de forma que prácticamente no quedaba sitio para Inger Johanne. Él se quitó la chaqueta y la colgó sobre una silla. Después se puso a hacer una tortilla, sin siquiera preguntar. Inger Johanne apenas podía moverse sin rozarlo. El hombre despedía un ligero olor a recién duchado y a puro, el olor de una persona mayor que ella. Cuando se remangó la camisa para cortar la cebolla, ella se percató de que tenía el vello del antebrazo rubio, casi dorado. Empezó a pensar en el verano y se dio la vuelta.

– ¿Qué crees que significa la nota? -preguntó él, señalando al aire con el cuchillo-. «Ahí tienes lo que te merecías.» ¿Quién tiene lo que se merece? ¿La niña? ¿La madre? ¿La sociedad? ¿La policía?

– En algún sentido, en ambas ocasiones los mensajes iban dirigidos a las madres -respondió Inger Johanne-. Aunque el asesino evidentemente no podía saber que sería la mamá quien encontraría a Kim; hubiera podido ser el padre quien decidiese bajar al sótano. Y en lo que respecta a Sarah, supongo que tenemos razones para creer que el asesino comprendió que el paquete nunca llegaría a su destino. No es tonto. No sé. Creo que es más importante fijarse en el contenido del mensaje que hacer conjeturas sobre a quién iba dirigido.

– ¿A qué te refieres con el contenido?

Yngvar encendió el fuego y se agachó para sacar una sartén del armario, sin siquiera preguntar dónde estaba. Inger Johanne se había sentado en una silla y miraba ensimismada su vaso de agua con cubitos de hielo.

– En realidad creo que hay que seguir otro camino -dijo lentamente.

– Muy bien. ¿Cuál?

– Siempre hay que empezar por abajo -contestó ella con aire ausente, como si estuviera buscando algo en la memoria-. Analizar lo que se tiene. Los hechos. Los hallazgos objetivos. Poner los ladrillos desde abajo. Nunca especular sin tener algún tipo de fundamento. Es peligroso.

– Así que eso es lo que hay que hacer.

– Sí.

Ella estiró la espalda y dejó el vaso en la encimera. La comida olía bien, Yngvar sacó platos y vasos, cuchillos y tenedores. Aparentemente concentrado, esculpió un bello ornamento a partir de un tomate.

– Mira -dijo satisfecho, depositando la sartén sobre la mesa-. Tortilla de cebolla. Esto me parece a mí una buena comida.

– Tres niños -murmuró ella mientras masticaba despacio-. Si suponemos que Emilie ha sido secuestrada por la misma persona que secuestró a Sarah y a Kim. En realidad no podemos darlo por sentado, pero… por el momento lo vamos a suponer. Han desaparecido tres niños. Dos han sido devueltos. Muertos. Niños muertos.

– Niños muertos -repitió Yngvar dejando el tenedor-. Ni siquiera sabemos de qué han muerto.

– ¡Espera! -De pronto, ella levantó la mano-. ¿Quién mata niños?

– Los delincuentes sexuales y los automovilistas -refunfuñó él.

– Exacto.

– ¿Hmm?

– A estos niños no los ha matado un automovilista. Tampoco hay indicios de que los haya matado un delincuente sexual, ¿verdad?

Él asintió levemente con la cabeza.

– En todo caso tendrían que ser actos sexuales que no dejaran huella -explicó-, lo cual, por supuesto, no se puede descartar.

– ¿Qué nos queda entonces, si no se trata de sexo ni de accidentes de tráfico?

– Nada -respondió él y se volvió a servir.

– Comes demasiado rápido -lo reprendió ella-. Y te equivocas, nos quedan bastantes posibilidades. A vosotros, quiero decir. Os quedan bastantes. -Le gustaba aquella tortilla. Quizá tuviera demasiada cebolla, pero unas gotas de Tabasco le daban un sabor especial-. El caso es que somos muy reticentes a matar niños. Tanto tú como yo sabemos que la gran mayoría de los asesinos comete sus crímenes en estado de alteración, y el número de recaídas es mínimo. El asesinato suele ser resultado de un largo conflicto familiar, de celos incontrolables o… de meros accidentes. Peleas de borrachos. Una cosa lleva a la otra, y además hay armas, cuchillos, escopetas de perdigones. Bang. De pronto alguien se convierte en homicida. Así es la cosa, eso lo sabemos los dos. Los niños muy rara vez están implicados, al menos como víctimas. Como víctimas directas del crimen, quiero decir.

– Eso si no contamos a los adolescentes, que cada vez se matan con más frecuencia -observó Yngvar-. Cada vez son más jóvenes. Yo diría que un chico de catorce años es un niño. Ésa era la edad que tenía el muchacho que se cargaron algunos de sus compañeros en enero, en el colegio de Mollergata, creo que fue.

Inger Johanne arqueó las cejas en un gesto elocuente.

– Que sí, pero también en estos casos de bandas se trata de rivalidades, de honor mal comprendido. Se matan entre ellos, no matan a extraños. Y en lo que respecta a los delincuentes sexuales, suelen asesinar para ocultar su delito, el abuso en sí. Es muy poco frecuente que el asesinato se perpetre durante el acto sexual. Los delincuentes sexuales matan porque no les queda otro remedio, simple y llanamente. He hablado con muchos de ellos, y algunos casi no soportan vivir con el recuerdo de lo que han hecho. Son capaces de arrepentirse, de avergonzarse, de entristecerse. No tanto por el acto sexual, pues tienen una notable capacidad para racionalizar eso, como por el asesinato. Por el hecho de que el niño tuviera que morir.

– ¿Adónde quieres llegar?

Inger Johanne vació el vaso de leche y se dio un palmadita en la tripa.

– Una persona capaz de matar a niños completamente inocentes… de secuestrarlos, matarlos y mandárselos de vuelta a los padres con una carta cruel… Este tipo de actos requiere una psique que permita al asesino legitimar sus acciones.

– Se trata de actos perfectamente sensatos, a su juicio. Está loco, por tanto.

Yngvar estaba manoseando una funda que llevaba en el bolsillo de la camisa.

– No, no está loco, al menos en el sentido convencional de la palabra. No es psicótico. Si lo fuera, nunca habría sido capaz de llevar a cabo su plan. Que no se te olvide lo metódico que es cuando actúa, el cuidado con el que lo planea todo. Pero… depende de lo que entiendas por loco. ¿Un… alma descarriada? Sí. ¿Una mente trastornada? No lo creo.

– Pero le parece bien matar niños. ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Qué le parece bien matar niños, pero que al mismo tiempo no está trastornado?

– Sí, bueno, en realidad no. Quizás hasta cierto punto le apene la muerte de los niños, pero tiene un objetivo más elevado. Un encargo, por así decirlo. Una especie de… ¿misión?

– ¿Encomendada por quién? -La funda se deslizaba arriba y abajo entre sus dedos. Apenas se percibía el sonido del metal al rozar la piel seca.

– No lo sé -dijo ella lacónicamente.

«Me estás engañando -se le ocurrió a ella de pronto-. Aquí estoy yo, desgranando obviedades que hace tiempo que tú mismo habías pensado. ¿Cuántos casos de asesinato has investigado? ¿Con cuántos asesinos con facultades mentales mermadas te has topado? Has leído tomos y tomos de libros sobre esto. Estás pescando, crees que ya he mordido el anzuelo. Por alguna razón absurda es importante para ti que me implique en el caso. Yo no me dejo engañar.»

– ¿Café? -preguntó con ligereza y empezó a llenar la cafetera de agua.

– Ya sabes cómo trabaja un profiler -dijo Yngvar.

El agua empezó a correrle por la muñeca; hacía rato que la cafetera estaba llena.

– Primero habrías leído todos nuestros documentos -continuó Yngvar-. Todas las pruebas y datos objetivos que hemos reunido. Después habrías trazado el perfil de cada una de las víctimas, cosa que en este caso resultaría bastante sencilla, al tratarse de niños, y a la vez increíblemente complicada, porque te verías obligada a trazar también el perfil de los padres para completar la imagen. Después empezarías, lentamente, desde la base, a construir a nuestro hombre. Si es que tienes razón en que se trata de un hombre, claro está. Esto es lo que harías. Si estuvieras dispuesta a ayudarme.

La intensidad con la que Yngvar pronunció la última frase la asustó. Inger Johanne cerró el grifo y estuvo a punto de dejar caer la cafetera al suelo.

– ¿Por qué? ¿Por qué? -Se volvió bruscamente y asestó una fuerte palmada con la mano que tenía libre en el banco de la cocina-. ¿Podrías darme una sola razón por la cual un experimentado inspector de Kripos iba a perder un montón de tiempo y a recurrir, dicho con suavidad, a sutiles métodos para conseguir que una simple investigadora lo ayude con un caso que es tan aberrante que nunca habíamos visto nada igual en este país? ¿Podrías explicarme por qué tengo la impresión de que eres completamente incapaz de aceptar un no por respuesta?

Se hizo el silencio. Él se miraba las manos. Inger Johanne le dio la espalda para retirar del fuego el café, que había empezado a hervir. Al otro lado de la ventana de la cocina, por la calle que en teoría estaba cerrada al tráfico, avanzaba un Golf rojo, deteniéndose ante los buzones.

– Tengo miedo -dijo Yngvar calladamente, como buscando las palabras- de que creas que estoy tan loco como… De que creas que he perdido la cabeza.

Ella seguía sin volverse. El Golf rojo se había parado frente al número 16.

– Cuando era más joven, hasta cierto punto me enorgullecía de ello -continuó él con voz queda-. Incluso presumía de mi intuición. Los chicos me llamaban Stubø el Vidente. Yo… No es que sea realmente vidente, yo no creo en esas cosas y no tengo visiones de dónde está la gente que ha desaparecido. Pero… he dejado de hablar de eso. Los compañeros empezaron a mirarme como a un bicho raro, murmuraban por los rincones y a mis espaldas. Yo no decía nada, pero tengo la capacidad…, no, no la capacidad: la tendencia. Tiendo a tener sensaciones sobre los casos en los que estoy trabajando. Es difícil de explicar, la verdad. Entro en una especie de estado de hipersensibilidad. Sueño con los casos. Veo cosas.

El conductor del Golf rojo tiró una colilla por la ventanilla y dio media vuelta con el coche. Inger Johanne no alcanzaba a ver lo que había dejado, pero la tapa del buzón del número 16 ya no cerraba del todo.

– Tampoco es para tanto -repuso ella con ligereza-. Todos los buenos detectives tienen intuición. No hay nada paranormal o sobrenatural en eso. La intuición no es más que el tratamiento por parte del inconsciente de una serie conocida de factores. Proporciona respuestas a las que uno no es capaz de llegar por medio de un análisis consciente. -Por fin se volvió hacia Yngvar-. Algunos lo llaman sabiduría. -Sonrió levemente-. Quizá por eso se suele decir que es una cualidad femenina. Pero ¿qué tiene esto que ver conmigo?

– Te vi en la tele -señaló él-. Y me quedé impresionado. Me pasó por la cabeza la posibilidad de hablar contigo, pero al día siguiente me había olvidado de toda la historia. A media tarde me llamó un amigo desde Estados Unidos, Warren Scifford.

– Warren Sci…

– Sí, del FBI.

Ella sintió que se le erizaban los pelos de los brazos, de forma repentina y desagradable.

– Por cuestión de rutina hemos informado a la Interpol de los secuestros. Warren había llegado al caso a través de otro asunto. Cuando llamó hacía más de medio año que no hablábamos. Al final de la conversación me preguntó si por casualidad conocía a una mujer llamada Inger Johanne Vik. Cuando le hablé de ti y de lo que andabas haciendo, me recomendó que acudiera a ti. La verdad es que fue la recomendación más insistente que me han hecho nunca. Pasó el día y yo tenía mucho que hacer. Esa misma noche tuve un sueño, o más bien una pesadilla. No te voy a molestar contándote el sueño, entonces sí que pensarías que estoy loco. -Soltó una risita algo forzada-. Sea como fuere, tenías un papel en el sueño, un papel que hace que sea importante para mí hablar contigo. Tienes que ayudarme. Pero no quieres. Será mejor que me vaya.

– No. -Inger Johanne volvió a sentarse en la silla, justo enfrente de Yngvar-. Espero que Warren no te confundiera -dijo en voz baja-. Yo no soy profiler, sólo hice aquel curso y…

– Y fuiste la mej…

– Espera -lo interrumpió ella mirándolo directamente a los ojos-. Me has engañado. Me has tenido engañada al no confesarme desde el principio que habías escarbado en mi pasado. No es un buen punto de partida para una colaboración.

Habría jurado que él se sonrojaba, que le asomaba un débil rubor justo debajo de los ojos.

– A pesar de todo, te doy cinco minutos para que me digas qué estás pensando -agregó ella echándole una ojeada al reloj del horno-. Cinco minutos.

– Esta investigación es un caos -reconoció él-. Hay un orden en ese caos, está en algún sitio, pero pierdo la perspectiva cada vez con mayor frecuencia. Cuando desapareció la primera niña, Emilie, todo era abarcable con la vista. Yo tenía la responsabilidad principal, éramos un grupo limitado de investigadores. Después todo ha saltado por los aires. Ahora que hemos acaparado la atención de los medios de comunicación, todo se ha elevado a un plano más alto. Nadie está autorizado a realizar declaraciones públicas excepto el mismísimo jefe de Kripos, pero como él apenas hace otra cosa que hablar con los medios de comunicación, no está bien informado. A veces hace afirmaciones precipitadas, los subordinados cargamos con la culpa. No lo critico, de verdad que no. No le envidio a nadie el papel de tener que dar la cara para responder sobre un caso en el que mueren niños como moscas y… -Yngvar dirigió la mirada a la cafetera, luego se levantó y vertió el contenido en un termo azul-, y no tenemos una puta pista, joder -dijo finalmente con énfasis.

Inger Johanne nunca lo había oído soltar tacos. En cierto sentido le sentaba bien.

– O tenemos un millón de pistas -añadió él-, pero que no llevan a ningún sitio. -Sirvió una taza de café para cada uno-. También lo complica todo el hecho de que la Policía Municipal de Oslo haya entrado en escena. Normalmente no necesitan nuestra ayuda para sus investigaciones, cuentan con un montón de gente buena, no es eso. Pero ahora tienen más jaleo que una guardería en día de fiesta.

– Pero si ya hay tanta gente envuelta en la investigación, ¿para qué me quieres a mí?

Él bajó la taza despacio hasta dejarla encima de la mesa. El asa era demasiado pequeña para sus dedos.

– Te veo en el papel de una especie de consejera, alguien que me sirva de apoyo. Yo puedo transmitir tus ideas a quienes trabajan en el caso. Al principio quizá se muestren escépticos ante alguien como tú, por lo que te sería cómodo tener un mediador: yo. -Hizo una mueca, como si le pareciera necesario disculpar a sus colegas-. Necesito a alguien que me sirva de apoyo -dijo con sinceridad-. Alguien ajeno a la policía. Ajeno al caos, por así decirlo.

– ¿Y cómo habías pensado -preguntó ella secamente- que yo podría tener acceso a los documentos del caso mientras no llegase a un acuerdo formal de colaboración con Kripos?

– Esa responsabilidad me la tienes que dejar a mí.

– Es responsabilidad mía el no dejar que me muestren documentos clasificados.

Él sacudió la cabeza con desánimo.

– ¿No sería mejor que me contestaras? Es la última vez que te lo pido. Incluso para mí hay límites, aunque no lo parezca.

Inger Johanne se puso en la lengua un terrón de azúcar que se le deshizo contra el paladar mientras el dulzor se le pegaba a los dientes. Era evidente que él tenía la intención de marcharse y de no volver a verla.

– Sí -respondió ella con ligereza, como si fuera la primera vez que el hombre se lo pedía-. Te voy a ayudar, si es que puedo.

Inger Johanne tuvo la impresión de que él se pondría a batir palmas. Por suerte no lo hizo, sino que se puso a recoger la mesa, como si estuviese en su casa.


Yngvar Stubø no se fue de casa de Inger Johanne Vik hasta las siete de la tarde. Inger Johanne ya había abierto la puerta de la entrada. Como él no sabía qué hacer con las manos, enganchó los pulgares a la cintura del pantalón.

– Me recuerdas tanto a ella… -comentó Yngvar tranquilamente mientras se abrochaba la chaqueta.

– ¿A tu hija? ¿Te recuerdo a… Trine?

– No. -Se dio una palmadita en el pecho-. Me recuerdas a mi mujer.

Line subió corriendo las escaleras.

– ¡Ah! ¡Hola!

La amiga observó con curiosidad al desconocido.

– Yngvar Stubø -los presentó Inger Johanne-. Line Skytter.

– ¡Encantada!

– Bueno, pues adiós. -Yngvar Stubø le tendió la mano, pero antes de que Inger Johanne alcanzara a estrechársela, se la había vuelto a meter indeciso en el bolsillo de la chaqueta. Después asintió con la cabeza y se marchó.

– ¡Vaya tío! -exclamó Line cerrando la puerta a su espalda-. Pero a ti no te conviene nada. Nada en absoluto.

– En eso tienes razón -convino Inger Johanne, irritada-. ¿Por qué has venido?

– Es demasiado fuerte para ti -parloteaba Line camino del salón-. Tras la historia esa con Warren, quedó claro que los hombres fuertes no le van a Inger Johanne Vik. -Se dejó caer sobre el sofá, sentándose sobre sus pies-. A ti te van los tipos como Isak: hombres dulces y pequeños que no son tan listos como tú.

– Corta el rollo.

Line olfateó el cuarto y frunció la nariz.

– Le has dejado que… ¿Le has dejado que fume aquí? ¿A pesar de que mañana viene Kristiane?

– ¡Corta el rollo, Line! ¿Qué quieres?

– ¡Pues que me cuentes cómo fue tu viaje a Norteamérica, mujer! Y recordarte que tenemos reunión del grupo de literatura el miércoles. Ya van tres veces consecutivas que no apareces, ¿lo sabes? Las chicas están empezando a preguntarse si ya no te apetece ir más. ¡Después de quince años! ¡Ay! -Line se recostó en el sofá.

Inger Johanne acabó rindiéndose y se levantó para ir a buscar una botella de vino al dormitorio fresco. Primero eligió una botella de Barolo, pero la devolvió con cuidado a su sitio. Junto a la estantería había un cartón de vino.

«De todos modos ella no notará la diferencia», pensó.

Mientras volvía junto a Line, se preguntaba si Yngvar Stuvø sería abstemio. Lo parecía: tenía la piel homogénea y densa, sin grandes poros, y el blanco de los ojos, muy blanco. Quizás Yngvar Stubø no bebía una gota de alcohol.

– Aquí tienes el vino -le dijo a Line-. Creo que yo me voy a conformar con una taza de té.

Загрузка...