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Notaba una extraña desazón, o quizá sólo estuviera cansado. Las dos horas de sueño en una carretera secundaria del valle de Lavang, a sólo tres cuartos de hora en coche de Tromsø, evidentemente le habían venido bien, pero no se sentía demasiado despejado. Le dolían los músculos lumbares y tenía los ojos secos. Parpadeó repetidamente, intentando que le salieran las lágrimas a fuerza de bostezar. El nerviosismo se manifestaba en forma de un cosquilleo en las puntas de los dedos y en una sensación inquietante y hueca en el vientre. El hombre bebió agua de una botella a tragos largos y profundos. Había aparcado el coche detrás de los apartamentos para estudiantes situados junto al lago de Prest. Los estudiantes vienen y van, se prestan coches los unos a los otros, reciben visitas. Allí era donde había planeado aparcar, pero ya no se podía quedar sentado en el coche mucho más tiempo. Ese tipo de cosas llamaban la atención, sobre todo en los sitios donde viven muchas mujeres solas. Le puso el tapón a la botella e inspiró profundamente.

Tardó menos de cinco minutos en llegar andando a la cima de la colina de Langnes. Ya lo sabía, claro, había estado allí antes. Conocía sus costumbres, sabía que ella siempre estaba en casa el último domingo del mes. A las cinco en punto, como siempre, vendría su madre para comprobar el estado de sus propiedades. Disimulaba su férreo control bajo la excusa de una agradable comida familiar. Col, una copa de vino bueno y una mirada inquisitorial. ¿Estaba todo lo suficientemente limpio, lo suficientemente bien arreglado? ¿Había cambiado las juntas del baño?

Él sabía lo que iba a pasar, había estado allí ya tres veces aquella primavera, echando una ojeada, tomando notas. Eran las tres menos cinco. Miró por encima del hombro. Llovía, pero no mucho. Las nubes barrían las montañas de la isla de Kval, el cielo se estaba oscureciendo por el oeste. Sin duda, hacia la noche, el tiempo empeoraría. El hombre cruzó rápidamente un jardín y se ocultó tras un arbusto. Había menos plantas de las que él hubiera querido. Aunque iba vestido de gris y azul marino, cualquiera que mirase en su dirección lo habría descubierto. Se acercó a paso rápido a la pared de la casa, sin mirar atrás. Hacia el norte no había vecinos, sólo pequeños abedules primaverales y zonas cubiertas de nieve sucia. La ansiedad le oprimía la laringe, forzándolo a tragar saliva varias veces. Las otras veces no había sido así. Agarraba con todas sus fuerzas la pequeña riñonera que llevaba al cinto. Rebelión. Así tenía que ser. Una certeza que lo llenaba de júbilo. Había llegado su momento.

Había llegado su momento.

Apenas alcanzaba a oírla. Sin consultar el reloj, él sabía que marcaba las tres. Contuvo la respiración y se hizo el silencio. Cuando se asomó por la esquina de la casa, vio que había tenido más suerte de la que cabía esperar. Ella había bajado el cochecito hasta el jardín. En la terraza había una vieja hamaca que no dejaba sitio para el carrito del niño. Él no percibió otro sonido que su propia respiración acelerada y el rugido lejano de un avión que estaba a punto de aterrizar en Langnes. Abrió la cartuchera, se preparó y se acercó al cochecito.

El alero del tejado lo protegía de la llovizna de primavera, pero el niño estaba resguardado como para sobrevivir a una tormenta invernal. El cochecito tenía la capota levantada y una cubierta para la lluvia enganchada al canastillo. Por encima de todo lo demás, la madre había extendido también una especie de rejilla, quizá para mantener alejados a los gatos callejeros. El hombre quitó el protector de gatos no sin trabajo, y a continuación desabotonó y retiró la funda para la lluvia. El niño estaba metido en un saco de dormir azul y llevaba puesto un gorro. Estaban a finales de mayo, ¡y el niño llevaba gorro! Se lo habían atado a la barbilla con una cinta que desaparecía en un pliegue del regordete cuello. Ocupando casi todo el espacio en el cochecito, el niño dormía profundamente, con la boca abierta.

Más valía que no lo despertara.

Nunca iba a conseguir quitarle al niño toda esa ropa que sobraba.

– ¡Mierda!

El pánico le recorrió todo el cuerpo, desde abajo, desde los pies, dejándolo sin aliento. Se le cayó la jeringuilla. Tenía que llevarse la jeringuilla. El niño bostezó y hacía gorgoritos. El niño era un agujero negro que respiraba. La jeringuilla. El hombre se inclinó, la recogió y la metió en la riñonera. El saco de dormir estaba relleno de plumas. Tapó con él el agujero que respiraba, sujetando la tela azul firmemente con los dedos. El niño se movió, intentando liberarse, pero resultaba extrañamente sencillo impedirlo. Él apretaba con fuerza, sin aflojar, y, finalmente, dejó de haber algo que se resistía bajo las plumas del tejido azul. Aun así, él no soltó el saco de dormir. Todavía no. Sujetaba y apretaba. El avión había aterrizado y todo estaba en silencio.

Por suerte se acordó de la nota.


– Me acordé de la nota -se decía a sí mismo cuando se metió en el coche-. Me acordé de la nota.

Aunque se quedó dormido dos veces al volante -lo despertó el patinazo hacia la valla protectora de la carretera, justo a tiempo para rectificar la trayectoria-, consiguió llegar hasta el lago de Maja sin parar más que para orinar y para rellenar el depósito con gasolina de los bidones, siempre en caminos secundarios. Tenía que dormir. En una carretera estrecha junto a un camping abandonado encontró un lugar donde esconder el coche.

No tendría que haberlo hecho.

Tendría que haber mantenido el control. Había que llevarlo todo a cabo tal y como lo había planeado. De pronto le resultaba imposible dormirse, a pesar de que estaba mareado de sueño.

Rompió a llorar. No era así como tendría que haber ocurrido. Éste era su momento. Por fin. Se cumpliría su plan, su voluntad. El llanto fue a más y lo hizo avergonzarse. Empezó a despotricar y a abofetearse a sí mismo.

– Por lo menos me acordé de la nota -murmuraba mientras se limpiaba los mocos con los dedos.

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