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Aksel Seier nunca había sido el tipo de persona que toma las decisiones con rapidez; normalmente necesitaba al menos una noche. Pero prefería reflexionar durante una semana o dos antes de tomarlas. Incluso las decisiones más triviales, como la de comprar una nevera usada o una nueva cuando la vieja se estropeara del todo, le llevaban mucho tiempo. Todo tenía sus ventajas y sus inconvenientes; él quería sopesarlos, estar seguro de lo que hacía. La decisión de marcharse de Noruega en 1966 debería haberla tomado un año antes. Debería haber comprendido antes que no había futuro para él en un país que lo había mandado a la cárcel y lo había dejado pudriéndose allí durante nueve años sin motivo alguno, un país tan pequeño que nunca le permitiría olvidar, ni a él ni a los demás. Pero no era propio de él precipitarse. Quizá fuera un efecto secundario de los años que había pasado en la cárcel, donde el tiempo discurría tan despacio que era difícil desperdiciarlo.

Se había sentado sobre el murete de piedra que se alzaba entre el jardincillo de su casa y la playa. El granito rojo estaba recalentado por el sol, él sentía el calor a través del pantalón. La marea estaba baja y había algunos cangrejos medio muertos desperdigados a lo largo de la orilla del mar. Algunos tenían el caparazón arriba y semejaban tanques con cola. A otros las olas los habían dejado boca arriba, agonizando lentamente al sol con las patas al aire. Los cangrejos parecían monstruos prehistóricos en miniatura, un eslabón olvidado de la evolución que debería haber acabado con ellos hace mucho tiempo.

Así se sentía él.

Llevaba toda la vida esperando una rehabilitación.

Patrick, la única persona en todo Estados Unidos que conocía su pasado, le había aconsejado, mientras pulía un caballito dorado, que contactara con un abogado, o quizá con un detective. El tiovivo de Patrick era el mejor de toda Nueva Inglaterra. Había muchísimos detectives en el país, muchos de ellos muy eficientes, le aseguró. Si esa mujer había venido desde un sitio tan lejano como Noruega para decirle que creía en su inocencia, tantos años después, es porque seguramente había algo que averiguar. Por lo que sabía Patrick, los abogados eran caros, pero no era tan difícil encontrar alguno que sólo cobrara si ganaban el caso.

El problema era que Aksel no tenía ningún caso que ganar.

Por lo menos en Estados Unidos.

Aun así, lo cierto es que siempre había estado esperando. Resignado, y en silencio, nunca había perdido la esperanza de que alguien descubriera la injusticia que se había cometido contra él. Apenas le alcanzaban las fuerzas para rogar en voz baja, a la hora de acostarse, que la mañana trajera algo nuevo. Que alguien le creyera, alguien además de Eva y Patrick.

La visita de Inger Johanne Vik significaba algo.

Por primera vez en todos esos años estaba contemplando la posibilidad de regresar a su país.

Seguía considerando Noruega su país, aunque su vida estaba en Harwichport. Su casa, sus vecinos, las pocas personas a las que podía llamar amigos, todo lo que tenía estaba aquí, en un pueblecillo del cabo Cod. Y, sin embargo, Noruega siempre había sido su país.

Si Eva le hubiera pedido que se quedara, nunca se habría embarcado en el MS Sandefjord. Si ella más tarde, durante los primeros años después de que llegara a Norteamérica, le hubiera pedido que volviera, se habría enrolado en el primer barco de vuelta. Habría buscado trabajos temporales y se habría conformado con una vida modesta. Se habría mudado a otra ciudad, donde fuera posible conservar un trabajo durante un año o dos, hasta que su pasado lo asediara de nuevo y lo empujara hacia algún otro sitio. Si Eva hubiera querido acompañarlo, él habría estado dispuesto a ir a cualquier sitio. Pero él no tenía otra cosa que ofrecer que su amor, y Eva no era lo bastante fuerte. El estigma que pesaba sobre Aksel era demasiado grande. No para él, sino para ella, aunque supiera que era inocente. Daba la impresión de que ella nunca dudaba de eso, pero no soportaba las miradas de reprobación de los demás. Los amigos y vecinos la miraban mal y cuchicheaban, y la madre empeoraba aún más las cosas. Eva tiró la toalla. Aksel habría soportado la soledad si hubiera estado con Eva, pero Eva era demasiado débil para soportar una vida junto a él.

Más tarde, cuando ella quedó libre, era demasiado tarde para los dos.

Quizás ahora había llegado la hora. El destino había pegado un salto en una dirección inesperada, y había alguien ahí en su país que lo necesitaba. Es cierto que Eva no le pedía directamente que volviera en la carta que le había mandado en una fecha inesperada, pero estaba al borde de la desesperación.

Aksel tenía la tarjeta de visita de Inger Johanne Vik, por lo que si se marchaba podría ponerse en contacto con ella. Patrick tenía razón: aquella mujer había viajado hasta allí desde Noruega para hablar con él, así que tenía que creer en su inocencia. El sueño de llegar a limpiar su nombre alguna vez quizá se haría realidad. Asustado ante esa idea, se levantó, rígido y se rascó el trasero.

El hombre de la inmobiliaria le había ofrecido un millón, y de eso ya hacía bastante tiempo. Ahora el cabo Cod estaba en su apogeo. Como no era de esperar que hubiese un solo comprador en potencia a quien le interesara más la casa que el terreno, no tendría que preocuparse de la limpieza o las reformas.

Aksel Seier le dio la vuelta a un cangrejo con la punta de la bota y éste se quedó tumbado, como un casco alemán de la Primera Guerra Mundial en la arena. A pesar de que nunca tomaba una decisión sin antes meditarla a fondo, era consciente de que estaba a punto de dar un paso muy importante. Empezó a preguntarse si le sería posible llevarse al gato consigo.

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