Aksel Seier estaba sentado en el Café del Teatro Nacional contemplando el artístico sándwich que le había dejado delante el camarero. Se le había olvidado completamente que en Noruega los hacían sin tapa y no estaba del todo seguro de cómo comérselo. Echó una ojeada furtiva alrededor. La mujer mayor de la mesa de al lado estaba usando cuchillo y tenedor, y eso que su sándwich no era en absoluto tan alto como el suyo. Vacilante, agarró los cubiertos. El tomate cayó sobre el plato. Con cuidado, Aksel quitó la hoja de lechuga de debajo del paté. No le gustaba la lechuga, pero el sándwich estaba bueno. La cerveza también, de modo que se la bebió con avidez y pidió otra.
– Será un placer -dijo el camarero.
Aksel Seier intentaba relajarse. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Ya había usado dos veces la tarjeta de crédito. Se la habían aceptado sin problemas. Nunca había tenido una tarjeta de crédito en toda su vida. Cheryl se había empeñado en que solicitase una desde el otro lado del mostrador del banco. Visa y American Express. Así no corría riesgos, decía. Ella seguramente sabía de lo que hablaba. La tarjeta Visa era de color plata. Platino, le había susurrado Cheryl. «You're rich, you know!» Por lo común se tardaba más de una semana en conseguir una tarjeta de ese tipo, pero ella lo había arreglado en menos de dos días.
Todo había sido tan rápido…
Estaba mareado. También era verdad que hacía día y medio que no dormía. El viaje en avión había ido bien, pero le había resultado imposible dormir con el ruido de los motores. En Kaflavik creyó por un momento que había llegado a su destino, pero cuando se puso a buscar las maletas, una amable señora lo guió hacia la siguiente etapa. Se quedó mirando el reloj que le había elegido la señora Davis en Hyannis. Restó lentamente seis horas. Ahora eran las nueve de la mañana en el cabo Cod. El sol estaba en lo alto del cielo sobre el estrecho de Nantucket y había marea baja. Si hacía buen tiempo, se alcanzaría a ver cómo la costa de Monomy se extendía a lo largo del horizonte hacia el suroeste. Un buen día para pescar. Quizá Matt Delaware había salido ya con el barco.
– ¿Algo más?
Aksel negó con la cabeza. Se puso a buscar la tarjeta, pero cuando por fin consiguió sacar el monedero del bolsillo, el camarero había desaparecido. Ya volvería.
Intentó relajarse.
Nadie lo miraba. Nadie lo reconocía.
Eso era lo que más lo asustaba, que alguien pudiera darse cuenta de quién era. Al aterrizar en Gardermoen se arrepintió. Lo que más le apetecía era embarcar en el primer avión de vuelta. Devolver el dinero. Mudarse de nuevo a su casa y recuperar el barco, el gato y los soldaditos de cristal. Todo podría ser como antes. En realidad las cosas le iban bastante bien. Al menos se sentía seguro, sobre todo después de que desaparecieran las pesadillas una noche de marzo de 1993.
Noruega estaba cambiada.
La gente hablaba distinto, también. Unos adolescentes que iban sentados delante de él en el autobús hacia Oslo hablaban un idioma que casi no entendía. Todo mejoró en cuanto llegó al Continental. Aksel Seier sólo recordaba el nombre de dos buenos hoteles en Oslo: Grand y Continental. El segundo sonaba más espléndido que el primero. Seguro que era carísimo, pero él tenía dinero y una tarjeta platino. Cuando puso el pasaporte estadounidense sobre el mostrador, la señora le habló en inglés. Cuando él respondió en noruego, ella sonrió. Era amable. Todo el mundo era amable y aquí, en el Café del Teatro, el camarero hablaba el noruego que él recordaba y entendía.
– ¿Está usted de paso? -Le preguntó el escuálido señor al dejarle la cuenta sobre la mesa.
– Sí. No. De paso.
– ¿Se aloja usted aquí en el hotel? -preguntó el camarero, agarrando la tarjeta-. Permítame que le desee una agradable estancia. Ya está llegando el verano. Ha sido un placer.
Aksel Seier se quería ir a su cuarto a dormir un par de horas. Tenía que acostumbrarse a estar allí. Luego se daría una vuelta por la ciudad, cuando cayera la noche. Quería comprobar cuántas cosas le resultaban familiares. Quería sentir Noruega. Averiguar si Noruega lo reconocía a él. Aksel Seier creía que no. Todo había ocurrido hacía mucho tiempo. Muchísimo tiempo. Al día siguiente buscaría a Eva, pero no antes. Quería estar descansado cuando la viera. Sabía que estaba enferma y se había mentalizado para todo.
Antes de acostarse iba a llamar a Inger Johanne Vik. Al fin y al cabo no eran más que las tres de la tarde. Seguro que ella estaba todavía en el trabajo. Quizás aún estuviera enfadada porque él se había largado, pero al fin y al cabo había viajado hasta América para verlo. Le había dejado su tarjeta, tanto en el buzón como pegada a la puerta.
Todavía debía de estar interesada en que charlaran un rato.