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– Es una historia increíble.

– ¿Lo dices en sentido literal? ¿O sea que simple y llanamente no me crees?

Acababan de ventilar la habitación y la enferma parecía algo más despejada. Estaba sentada en la cama, y en un rincón había una televisión encendida, aunque sin sonido. Inger Johanne Vik sonrió, acariciando levemente la colcha doblada sobre el respaldo del sillón.

– Claro que te creo. ¿Por qué no te iba a creer?

Alvhild Sofienberg no respondió. Su mirada pasó de la mujer más joven a la televisión, donde las imágenes relampagueaban sin sentido en la pantalla. La anciana tenía los ojos azules y el rostro ovalado. Daba la impresión de que sus labios habían desaparecido entre las oleadas de dolor intenso. El cabello se le había marchitado sobre el estrecho cráneo.

Quizás alguna vez había sido guapa; no era fácil determinarlo. Inger Johanne escrutó sus ajadas facciones intentando imaginarlas tal y como debían de ser en 1965, el año en que Alvhild Sofienberg cumplió treinta y cinco.

– Yo nací en 1965 -dijo Inger Johanne de pronto y dejó la carpeta a un lado-. El 22 de noviembre. Exactamente dos años después del atentado contra Kennedy. En esa época mis hijos ya eran grandecitos y yo acababa de licenciarme en Derecho.

La anciana sonrió, desplegando una sonrisa de verdad, y los dientes grises le brillaron en la tensa apertura entre nariz y barbilla. Cuando hablaba, las consonantes sonaban ásperas y las vocales desaparecían. Se estiró para agarrar un vaso de agua y bebió.

El primer empleo de Alvhild Sofienberg fue como funcionaría en la Dirección General de Prisiones. Se encargaba de tramitar las peticiones de indulto dirigidas al rey. Inger Johanne ya lo sabía; eso decían los papeles que referían la historia de la anciana obsesionada con una condena y unos viejos recortes de periódico amarillentos sobre un hombre que se llamaba Aksel Seier y que fue condenado por infanticidio.

– Un aburrimiento de trabajo, la verdad, o al menos me lo parece ahora. No recuerdo que entonces me disgustara, sino todo lo contrario. Tenía una formación, una educación superior, una… Me había licenciado, en aquellos tiempos eso era algo excepcional. En mi familia, al menos.

Volvió a mostrar los dientes, intentando humedecerse la fina boca con la punta de la lengua.

– ¿Cómo conseguiste hacerte con todos los documentos? -le preguntó Inger Johanne al tiempo que le rellenaba el vaso con una jarra. Los cubitos de hielo se habían derretido y el agua despedía un leve olor a cebolla-. Es decir, las peticiones de indulto nunca han ido acompañadas del resto de la documentación del caso, de las transcripciones de los interrogatorios policiales y cosas así, ¿verdad? No entiendo bien cómo conseguiste…

Alvhild intentó enderezar la espalda. Cuando Inger Johanne se inclinó sobre ella para ayudarla, percibió de nuevo el olor a cebolla vieja, cada vez más intenso. El aliento de la mujer empezaba a heder a putrefacción y le inundaba a Inger Johanne las fosas nasales provocándole arcadas, que ella tuvo que disimular con algo de tos.

– Huelo a cebolla -murmuró la vieja-. Nadie sabe a qué se debe.

– Quizá sea… -Inger Johanne señaló la jarra con el dedo-. He notado un poco…

– Al contrario -carraspeó la anciana-. El agua se impregna de mi olor. Tendrás que aguantarte un rato. Los solicité, simple y llanamente. -Señaló la carpeta, que había caído al suelo-. Como he escrito ahí, no soy del todo capaz de explicar qué despertó mi interés. Quizá fuera la sencillez de la solicitud de indulto. El hombre llevaba ocho años en la cárcel y nunca había admitido su culpabilidad. Ya había solicitado el indulto en tres ocasiones y siempre se lo habían denegado, pero él no apelaba la decisión. No alegaba enfermedad, como hacen casi todos. No había escrito páginas y páginas sobre su precario estado de salud, sobre la familia que lo esperaba en casa, los niños que le echaban de menos o cosas así. La solicitud constaba de una sola línea, dos frases: «Me han condenado siendo inocente. Por eso solicito el indulto.» Esto me fascinó. Por eso pedí los documentos. Estamos hablando de… -Trató de alzar las manos-. Casi un metro de documentos. Los leí una y otra vez, y cada vez estaba más convencida. -Bajó las manos, con los dedos temblándole del esfuerzo.

Inger Johanne se agachó para recoger la carpeta del suelo. Se le puso la carne de gallina porque la ventana estaba entreabierta y había corriente. La cortina ondeó de improviso, y ella dio un respingo. En la televisión el telediario fulguraba en tonos azules y, de repente, a Inger Johanne empezó a irritarle que el aparato estuviera encendido para nada.

– ¿Opinas lo mismo que yo? ¿Era inocente? Estoy convencida de que lo condenaron injustamente y alguien intentó taparlo todo. -La voz de Alvhild Sofienberg había adquirido un tono cortante, agresivo.

Inger Johanne volvía las hojas envejecidas en silencio.

– Supongo que es bastante obvio -dijo, casi inaudiblemente.

– ¿Qué has dicho?

– Que sí, que estoy de acuerdo contigo.

Fue como si la enferma perdiese de pronto las pocas fuerzas que le quedaban. Se hundió en la almohada, cerró los ojos y se le relajó el rostro, como si por fin hubieran remitido los dolores. Sólo las fosas nasales le palpitaban ligeramente.

– Quizá lo más aterrador no sea que lo condenasen injustamente -murmuró Inger Johanne despacio-. Lo peor es que nunca consiguió… Lo que pasó luego, cuando lo soltaron, que… Me pregunto si seguirá vivo.

– Otro más -dijo Alvhild abatida, con la mirada clavada en el aparato de televisión. Subió el volumen con el mando a distancia que estaba atado a la cabecera de la cama-. Han secuestrado a otro crío.

Un niño pequeño aparecía sonriendo pudorosamente en una fotografía de aficionado. Tenía el cabello castaño y rizado y abrazaba un cochecito de bomberos de plástico rojo contra su pecho. Detrás de él, desenfocada, se apreciaba la figura de un adulto que reía cordialmente.

– La madre, quizá. Pobre mujer. Me pregunto si habrá alguna conexión. Con la niña, quiero decir, la que…

Kim Sande Oksøy había desaparecido la noche anterior de su casa en Barum, según informaba una voz metálica. El viejo aparato emitía las imágenes azuladas y el sonido amortiguado. El autor de los hechos se había introducido en el chalé adosado mientras la familia dormía. Una cámara que mostraba una toma aérea de una zona residencial enfocó una ventana del primer piso. Las cortinas se mecían levemente, y la cámara hizo zoom sobre el marco destrozado y sobre un osito de peluche verde que descansaba sobre una estantería en el interior. El policía, un joven de mirada algo indecisa y uniforme incómodo, exhortó a todos aquellos que pudiesen proporcionar alguna pista sobre su paradero a llamar a un número gratuito o a ponerse en contacto con la comisaría más cercana.

El niño no tenía más que cinco años. Hacía seis días que Emilie Selbu, de nueve años, había desaparecido cuando volvía a casa del colegio.

Alvhild Sofienberg se había quedado dormida. Tenía una pequeña cicatriz en la comisura del labio, una hendidura oblicua que le daba una apariencia risueña. Inger Johanne salió sigilosamente del cuarto, y cuando bajaba hacia la planta baja, vino a su encuentro una enfermera. Ésta no dijo nada, simplemente se paró en las escaleras y se arrimó a la barandilla. También olía ligeramente a cebolla y a productos de limpieza. Inger Johanne empezaba a marearse. Pasó por delante de la mujer sin estar segura de si alguna vez regresaría a aquella casa en la que el hedor putrefacto de la agonizante del primer piso se adhería a todo y a todos.

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