La chica nueva se llamaba Sarah. Era tan grande como Emilie, a pesar de que tenía un año menos. Costaba un poco consolarla, como a papá. Cuando murió mamá, Emilie había deseado consolarlo con toda su alma. Después del funeral, y cuando la casa ya no estaba llena de gente que pretendía ayudarlos, él no quería llorar delante de ella. Pero ella sabía cómo se sentía. Lo había oído por las noches, cuando él creía que dormía y se tapaba la cabeza con la almohada para asegurarse de que ella no lo oía. Emilie quería consolarlo, pero era imposible porque él era un adulto. Era mayor que ella. No había nada que ella pudiera decir o hacer. Cuando, a pesar de todo, lo intentaba, él le dedicaba una enorme sonrisa, se levantaba de la cama y preparaba unos gofres mientras le hablaba de las vacaciones que se iban a tomar en verano.
Algo parecido pasaba con Sarah. Lloraba y lloraba, pero por lo visto era demasiado mayor para que la consolaran. En realidad Emilie se había alegrado de que llegara Sarah. Era mucho mejor ser dos, especialmente ser dos chicas, y aún mejor era que Sarah tuviera casi la misma edad que ella. Eso era lo único que Emilie sabía de Sarah, aparte de su nombre. Cada vez que intentaba hablar con ella, Sarah se echaba a llorar. Balbucía algo sobre una abuela y un autobús. Quizá la abuela fuera conductora de autobús y Sarah creyera que vendría a rescatarlas. Como ella, que de vez en cuando seguía creyendo que mamá cuidaba de ella, engalanada con su vestido rojo y sus pendientes de diamantes en forma de ciruela.
Sarah no había entendido que lo más inteligente era ser amable con el señor.
Al fin y al cabo les traía comida y bebida, y no hacía mucho que había aparecido con un caballo para la Barbie. Cuando Emilie sonreía, daba las gracias, era amable y cortés, el señor sonreía también. Cuando la miraba, a ella se le figuraba que se animaba, que se ponía más contento. En cambio, Sarah lo había mordido. En el momento en que entraron en la habitación, ella le había hincado los dientes en el brazo. Él había pegado un chillido y le había atizado un buen sopapo en la cara a Sarah, que empezó a sangrar justo encima del ojo. Todavía tenía una buena herida con sangre que no acababa de secarse.
– Tienes que ser buena con el señor -le aconsejó Emilie sentándose en la cama junto a ella-. Nos trae comida y regalos. Más vale ser educada, yo creo que en realidad él es bastante bueno.
– Me peg… peg… me pegó -sollozó Sarah, llevándose la mano al ojo-. Dijo que era el nuevo…
Emilie no pudo entender el resto de la frase. Estaba un poco mareada. De nuevo la invadía esa vieja sensación, ese pensamiento desagradable, nauseabundo, de que no quedaba más oxígeno en el sótano. Lo mejor sería que se tumbara y cerrara los ojos.
– Dijo que era el nuevo novio de mamá -barbotó Sarah, ahogada por el llanto.
Emilie no sabía si había dormido algo. Hizo chascar la lengua varias veces. Le sabía a sueño. Además, le pesaban los párpados.
– Mamá se ha echado un nuevo novio al que yo iba a conocer ma… maña…
Emilie se incorporó lentamente. Ahora le resultaba más fácil respirar.
– Intenta respirar con tranquilidad -le recomendó. Es lo que mamá solía decirle cuando lloraba tanto que le faltaba el aliento para hablar-. Respira tranquilamente. Hacia dentro y hacia fuera. Hay un montón de oxígeno aquí. ¿Ves ese respiradero del techo?
Lo señaló y Sarah asintió con la cabeza.
– Por ahí nos manda el aire. El señor, quiero decir. Nos manda un montón de oxígeno aquí al sótano para que podamos respirar aunque no haya ventanas. No tienes por qué tener miedo. Si quieres, te presto mi Barbie. ¿Tu abuela es conductora de autobús?
Daba la impresión de que Sarah estaba completamente agotada. Tenía la cara pálida y cubierta de manchas rojas, y los ojos tan hinchados que estaban casi completamente cerrados.
– La abuela es electricista -dijo, por primera vez sin echarse a llorar.
– Mi madre está muerta -dijo Emilie.
– Mi madre tiene un novio nuevo -dijo Sarah y se sorbió los mocos.
– ¿Es majo?
– No lo sé, lo iba a conocer…
– No llores ya más -le soltó Emilie, irritada.
El señor podía estar escuchándolas. Aunque no estuviera allí, tal vez había puesto micrófonos en algún sitio. Emilie lo había estado pensando, había visto ese tipo de cosas en las películas. Por alguna razón, no se atrevía a comprobarlo. Al principio, cuando acababa de llegar, había recorrido la habitación buscando algo, aunque no sabía exactamente qué. No había encontrado nada, pero sabía que había micrófonos tan pequeños que cabían en una muela. Eran tan pequeños que no se veían, hacía falta un microscopio. Quizás el hombre estuviera sentado en algún sitio desde donde no sólo podía oírlas, sino incluso verlas. También había cámaras diminutas, tan pequeñas como la cabeza de un clavo, y aquí había muchos clavos en las paredes. Emilie había visto una vez una película que se titulaba Cariño, he encogido a los niños. Iba de un padre un poco loco, pero bastante mono, que se dedicaba a hacer experimentos en el desván. Los niños encontraban algo que no era asunto suyo y se hacían muy pequeños, como insectos. Nadie podía verlos. El señor podía verlas a ellas. Casi seguro que estaba ante una pantalla de televisión, con unos auriculares puestos, y sabía exactamente lo que estaban haciendo.
– Sonríe -susurró Emilie.
Sarah estaba llorando otra vez, y Emilie le tapó la boca con la mano.
– Tienes que sonreír -le ordenó, torciendo los labios en una especie de sonrisa-. Nos está viendo.
Sarah se soltó.
– Dijo que era el nov… nov… novio de…
Emilie cerró los ojos con fuerza y se tumbó en la cama. Casi no había sitio para las dos. Empujó a Sarah y se puso de cara a la pared. Cuando apretaba mucho los párpados, era como si se encendiera una luz dentro de su cabeza, y entonces ella era capaz de ver cosas. Veía a papá, que la estaba buscando y llevaba una camisa de franela. La buscaba entre las flores silvestres de la colina que había detrás de casa. Llevaba una lupa y creía que alguien la había encogido.
Emilie deseaba que Sarah no hubiera venido nunca.