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No eran más que las once de la noche del lunes 29 de mayo, pero Inger Johanne ya llevaba una hora en la cama. Aunque estaba agotada, una inquietud indeterminada la mantenía despierta. Cerró los ojos y se acordó de que era Memorial Day. El cabo Cod habría celebrado su primer fin de semana de verano. Habrían guardado ya las contraventanas. Las habitaciones estarían ventiladas. La bandera de la barras y las estrellas, orgullo nacional en rojo, azul y blanco, debía de ondear en los mástiles recién pintados, mientras los veleros navegaban entre Martha's Vineyard y tierra firme.

Seguramente Warren había estado en Orleans y había instalado a la mujer y a los niños para el verano en la casa con vistas a Nauset Beach. Los niños en realidad ya debían de ser mayores, al menos adolescentes. Sin querer, ella se puso a calcularlo. Después se obligó a pensar en Aksel Seier. Tenía ante sí la lista de quienes trabajaron en el Ministerio de Justicia en el período comprendido entre 1964 y 1966. Era muy larga y no le decía nada. Identidades. Personas. Gente a la que no conocía y cuyo nombre no significaba nada para ella.

En cabo Cod había mantenido los ojos bien abiertos durante todo el rato. Obviamente no se iba a topar con él. En primer lugar, había algo más de un cuarto de hora en coche entre Orleans y Harwichport. En segundo lugar, no se le ocurría ninguna razón para que alguien quisiera ir de Orleans a Harwichport; el tráfico circulaba en el otro sentido. Orleans era grande, más grande al menos. Tenía más tiendas, más restaurantes. La impresionante playa de Nauset, que se abría al Atlántico, hacía que el estrecho de Nantucket pareciera una piscina para niños. Inger Johanne sabía que no se encontraría con él, pero no había dejado de lanzar miradas por encima del hombro.

De nuevo deslizó el dedo por las hojas, pero seguían sin decirle nada. El jefe de sección, el superior de Alvhild en 1965, llevaba cerca de treinta años muerto. Lo tachó. Los compañeros de trabajo de Alvhild no tenían nada que contar. Hacía mucho tiempo ya que Alvhild había investigado si sabían algo, si tenían alguna clave sobre la misteriosa puesta en libertad de Aksel Seier. Tachó también sus nombres.

Se le cayó el rotulador en un pliegue de la funda del edredón. Una mancha negra se extendió rápidamente en medio de toda aquella blancura.

Sonó el teléfono.

Identidad oculta, decía la pantalla.

Inger Johanne no conocía a nadie que tuviera un número de teléfono secreto.

Excepto tal vez Yngvar.

Yngvar y Warren debían de tener más o menos la misma edad, pensó.

Cuando se tumbó y se tapó la cabeza con el edredón, el teléfono seguía sonando.

A la mañana siguiente le pareció recordar que el teléfono había sonado un par de veces más. No estaba segura, había dormido profundamente durante toda la noche y no recordaba haber soñado.

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