20

Esta vez ella llegó a pie. Aunque muchos habían dado comienzo a la temporada con algo de antelación y Harwichport ya se había llenado tanto de turistas desconocidos como de veraneantes habituales, él la reconoció inmediatamente. La mujer se acercó caminando por Atlantic Avenue, como si hubiera salido a hacer un recado. Cuando llegó al aparcamiento que no tenía la vista al mar obstruida por casas ni setos, se detuvo y dirigió la mirada al sur, hacia el mar. Pero no se acercó a la valla. Llevaba gafas de sol y a él no le cupo la menor duda de que estaba mirando hacia su casa. Mirándolo a él.

Aksel Seier cerró la verja del jardín. El miedo estaba a punto de ceder el paso al enfado. Si ella quería algo, que tuviera los suficientes guts como para establecer contacto. Se tiró del jersey. Hacía calor, ya pasaba de mediodía. Oía los gritos de un grupo de jóvenes que se bañaban en el estrecho de Nantucket. El agua seguía helada. Un par de días antes el mercurio se había parado en los sesenta grados Fahrenheit, él lo había medido antes de salir a pescar. La mujer con la cazadora pasó lentamente frente a él, por la acera de enfrente.

What do you want, dammit! [6]

Aksel notó que estaba agarrando el martillo con mucha fuerza y optó por soltarlo. La herramienta cayó sobre las losas de pizarra del suelo con gran estrépito. El pulso le martilleaba los tímpanos. El miedo le resultaba ahora tan extraño, tan ajeno al presente… Hacía años que por fin había conseguido superar ese pánico indefinible que lo invadió por primera vez en una celda de prisión preventiva en enero de 1957.

Habían pasado ya algunas semanas desde su detención. Su madre se había quitado la vida, y a Aksel no le habían dejado asistir al funeral. El viejo policía había estado jugueteando con las llaves con la vista clavada en sus ojos. «Todo el mundo sabe que eres culpable -le había asegurado. Las llaves chocaban contra la pared, una y otra vez-. No tienes ninguna posibilidad de salir absuelto. ¿Por qué no confiesas ya para paliar el dolor de los padres de la pequeña Hedvik? ¿No crees que han sufrido ya bastante los pobres?». El rostro del policía había reflejado un profundo desprecio. El hombre se había pasado la manga de la chaqueta por los ojos con decisión, y en ese momento Aksel había comprendido que todo estaba perdido. Más tarde había empezado a delirar, y le habían dado unos somníferos.

Aksel se convirtió en un ser noctámbulo. Descansaba algunas horas por la tarde y luego, mientras los demás dormían, contaba las estrellas a través de los barrotes. El miedo lo había acompañado al apartamento en el que vivió, en ocho metros cuadrados desnudos, tras su inesperada puesta en libertad. También lo acompañó hasta el otro lado del océano y lo atormentaba con asiduidad, hasta una mañana de marzo de 1993. Aksel Seier se había despertado a media mañana, sorprendido de haber dormido de un tirón toda la noche. Por primera vez en treinta y seis años, el policía del llavero y los ojos llorosos lo había dejado en paz.

What the hell do you want? [7]

La mujer se paró en seco, con aire vacilante. Aunque Aksel tenía el corazón en la garganta y serias dificultades para respirar con normalidad, se dio cuenta de que era guapa. Tenía un atractivo algo descuidado, como si en realidad le diera pereza causar buena impresión. Tendría algo más de treinta años y llevaba una ropa bastante asexuada. Vaqueros, un jersey rojo con cuello de pico y zapatillas deportivas. Aksel se percató de que inconscientemente la estaba estudiando, almacenando su imagen para uso posterior. Vio que tenía los ojos marrones cuando ella se acercó a él con paso inseguro y se cambió las gafas de sol por unas normales. Tenía el cabello oscuro, medio largo y con unas ondas que quizá se tornaban en rizos con la humedad. Aksel reparó en la finura de sus manos y la longitud de sus dedos cuando ella se los pasó indecisa por el pelo. Él se mordió la lengua.

– ¿Aksel Seier?

El miedo amenazaba con ahogarlo. La mujer había dicho «Aksel Seier» con una pronunciación que no oía desde 1966. Ya nadie lo llamaba Aksel Seier, sino «Aksel Sayer», pronunciado con sílabas largas y arrastradas, y no duras y contundentes; como en Aksel Seier.

– ¿Quién quiere saberlo? -se obligó a decir aún en inglés.

Ella le tendió la mano, pero él no se la estrechó.

– Me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora y he venido para hacerle algunas preguntas sobre el juicio que se celebró contra usted, hace muchos años, por una violación y un infanticidio que no había cometido. Si es que usted está dispuesto, claro, si es que quiere hablar de ello ahora, después de tantos años.

Su mano seguía tendida hacia él. Había cierta terquedad en el gesto que hizo que Aksel abriese la boca y aspirase a fondo antes de darle un apretón.

– Æksel Sayer -dijo con un hilo de voz-. Así me llamo ahora.

La señora algodón de azúcar caminaba hacia ellos desde la playa. Rodeó la valla y bostezó sonora y ostensiblemente antes de exclamar:

Female visitor, Aksel! I'll say! [8]

– Entra -le dijo Aksel a Inger Johanne y le dio la espalda al jersey rosa.

Inger Johanne no sabía qué se había esperado. Ciertamente había visualizado de manera clara la figura de Aksel Seier, pero nunca había intentado imaginar cómo vivía, qué clase de existencia llevaba en Estados Unidos. Se quedó de pie en el umbral. El salón daba a una cocina abierta y estaba abarrotado de cosas. Aunque el mobiliario se reducía a una pequeña mesa de centro situada ante un pequeño sofá y a una mesa de cocina muy rústica con una única silla, no había mucho espacio donde apoyar los pies. En un rincón había un enorme perro que la hizo dar un respingo. Cuando lo miró con atención cayó en la cuenta de que estaba tallado en madera, pelo a pelo, y de que los ojos amarillos eran de cristal. Del techo, en el rincón de enfrente, colgaba un mascarón de proa que representaba a una mujer de busto generoso, mirada ausente y labios de color rojo oscuro, casi morado. La cabellera amarillo dorado le caía sobre el firme cuerpo. La figura era demasiado grande para la habitación. Daba la impresión de que se podía caer del techo en cualquier momento, en cuyo caso machacaría un ejército de figuras que semejaban soldaditos de plomo y que estaban diseminadas sobre el suelo en un campo de batalla de más de dos metros cuadrados. Inger Johanne dio un paso hacia el ejército con mucho cuidado y se puso en cuclillas. Los soldados, cada uno con sus rasgos propios, eran de cristal, al igual que sus casacas azules diminutas, sus bayonetas, cañones, sombreros y distinciones, y luchaban contra los soldados del Sur, vestidos de gris.

– Qué… ¡Qué cosa tan increíblemente preciosa!

Inger Johanne se acercó uno de los generales a los ojos. Estaba cómodamente montado sobre su caballo, a distancia segura de la batalla. Se le veían perfectamente los ojos azul claro con un atisbo de negro en las pupilas. Al caballo le salía espuma de la boca, y ella casi podía sentir el calor del animal sudado.

– ¿Dónde…? ¿Lo ha hecho usted? ¡Nunca en la vida había visto nada parecido!

Aksel Seier no contestó. Inger Johanne oyó el entrechocar de cacerolas. El hombre se había escondido tras el banco de la cocina.

– ¿Café? -le preguntó con esfuerzo.

– No, gracias. Bueno, sí… Si va a preparar de todos modos; si no, no hace falta que lo haga por mí.

– Una cerveza.

No sonaba como una pregunta.

– Sí, gracias -respondió ella dudosa-. Me tomaría encantada una cerveza.

Aksel Seier se levantó y cerró la puerta del armario de una patada. Parecía aliviado. La nevera emitió un zumbido desganado cuando sacó un par de latas. El enervante ruido languideció en un suspiro. Los rayos de sol se colaban a través de los cristales sucios y el polvo danzaba sobre las franjas de luz proyectadas en el suelo. Un gato salió de algún recoveco de la cocina. Maulló y se restregó contra las pantorrillas de Inger Johanne, para luego desaparecer por la gatera de la puerta. Junto al mascarón de proa, detrás de los soldaditos, había una barrica de pescador con los flejes oxidados. Sobre la tapa descansaba una muñeca de plástico con ropa de lapón. Los colores, rojo, azul, amarillo y verde, que alguna vez habían sido vivos y claros, habían empalidecido hasta adquirir un manso tono pastel. La mirada vacía de la muñeca estaba fija sobre la pared de enfrente, recubierta por un impresionante bordado, casi un tapiz. El motivo, figurativo en una esquina (representaba a un caballero medieval listo para un torneo, con su armadura y su lanza en alto), se transformaba gradualmente en la orgía de color abstracta que se apreciaba en la esquina superior derecha.

– Tengo que… ¿Todas estas cosas maravillosas las ha hecho usted?

Aksel Seier se quedó mirándola. Lentamente se llevó la lata de cerveza a la boca. Bebió y se secó con la manga.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Usted ha…?

– Al llegar. Has dicho algo de que yo…

– Tengo motivos para creer que le condenaron aunque era inocente.

Ella posó en él los ojos, intentando decir algo más. Él retrocedió un paso, como si la luz del sol procedente de la ventana lo intimidara. Asintió levemente con la cabeza, y el flequillo, pesado y gris, le cayó sobre la frente, tapándole los ojos. Al contemplarlo, ella se arrepintió horriblemente de haber ido a verlo.

No tenía nada que ofrecerle: ni desagravio ni rehabilitación de su honra ni compensación por los años perdidos, tanto dentro como fuera de la cárcel. Inger Johanne había venido desde el otro lado del mar, casi por impulso, sin otra cosa en la maleta que la férrea convicción de una anciana y un montón de preguntas sin respuesta. Si era verdad que Aksel Seier había sido condenado injustamente por el peor de los delitos, por la más sucia de las agresiones, ¿cómo lo había marcado esa experiencia? ¿Cómo le habría sentado eso de que alguien, después de tantos años, le dijera «Creo que eres inocente»? Inger Johanne no tenía derecho a hacer esto. No habría debido venir.

– Quiero decir… Algunas personas han examinado más a fondo su caso… Una persona… Ella está… ¿Podríamos sentarnos?

Él estaba petrificado. Uno de los brazos le colgaba laxo a un costado, describiendo un movimiento pendular casi imperceptible, al compás del corazón, adelante y atrás, adelante y atrás. En la mano izquierda sostenía la lata de cerveza, que parecía a punto de caerse. Seguía escondido tras su flequillo grasiento. Sus ojos destellaban con expresión impenetrable.

– Creo que sería mejor que nos sentáramos, señor Seier.

Emitió un ruido gutural, un carraspeo involuntario, como si en realidad quisiera tragar, pero se le hubiera atascado algo en la garganta. Primero ella creyó que estaba intentando contener el llanto. Pero luego él volvió a hacer el mismo ruido, como si tuviera hipo. Con el pulso trémulo, dejó la lata de cerveza sobre la mesa.

– Señor Seier -repitió él con voz áspera-. Hacía muchos años que nadie me llamaba así. ¿Quién eres tú?

– ¿Sabe qué? -Ella se apartó con cuidado del escenario de la batalla-. Me gustaría invitarle a comer a un restaurante. Podemos comer algo mientras le explico por qué he venido. Creo que tengo muchas cosas que contarle.

«Mentira -pensó ella-. No tengo casi nada que contarte. Vengo con mil preguntas cuya respuesta es importante para mí conocer. Para mí y para una anciana que se mantiene con vida a la espera de esas respuestas. Te estoy engañando. Te estoy despistando. Me aprovecho de ti.»

– ¿Dónde le sirven a uno comida decente en esta ciudad? -le preguntó con desenfado.

– Ven conmigo -dijo él y se dirigió hacia la puerta.

Inger Johanne pisó sin querer a un general que crujió suavemente contra el suelo. Levantó el pie desesperada. La figura estaba pulverizada, y pequeños fragmentos azules y amarillos se habían adherido a su zapato.

Aksel Seier se quedó mirándolo, inmóvil. Luego la miró a la cara.

– ¿Lo crees de verdad? ¿Crees en mi innocence? -Dio media vuelta, inmediatamente, sin esperar respuesta.

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