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Emilie parecía haber empequeñecido. Era como si hubiera encogido y eso irritaba al hombre, lo hacía apretar las mandíbulas. Al oír que le rechinaban las muelas, se esforzó por relajarse. Emilie no podía quejarse del trato que recibía. Comida no le faltaba.

– ¿Por qué no comes? -le preguntó él con dureza.

La niña no respondió, pero al menos abrió la boca para intentarlo. Algo era algo.

– Tienes que comer.

Llevaba la bandeja inclinada y, al agacharse para dejarla en el suelo, el cuenco con sopa que sostenía se deslizó peligrosamente hacia el borde.

– ¿Me prometes que te vas a comer esto?

Emilie asintió con la cabeza y se cubrió con el edredón hasta la barbilla para que él no viera lo raquítica que se había quedado. Bien. El hombre olfateó. El olor a orina llegaba hasta la puerta. Qué insalubre. Durante un momento él se planteó la posibilidad de acercarse al lavabo para comprobar si se le había acabado el jabón. Al final decidió dejarlo correr. Lo cierto es que la niña llevaba puesta la misma ropa desde hacía ya algunas semanas, pero al fin y al cabo no era más que una cría. Podía lavarse las bragas cuando quisiera, si es que quedaba jabón, claro.

– ¿Te lavas?

Ella asintió con cuidado, sonriendo. Era una sonrisa curiosa la de esta niña, sumisa en cierto sentido, femenina. La cría tenía sólo nueve años y ya había aprendido a sonreír de ese modo servil que no revelaba nada, nada más que su falsedad. Una sonrisa de mujer. Al hombre volvieron a dolerle las mandíbulas. Tenía que sobreponerse, relajarse y recuperar el dominio de sí mismo que había perdido en Tromsø. Los nervios lo habían traicionado. Las cosas no habían salido tal y como las había planeado, pero no había sido culpa suya, sino del tiempo. No era de esperar que fuera a llover ni a hacer frío. ¡Mayo! Mayo, y el niño estaba envuelto como si se hallaran en lo más crudo del invierno. Eso no podía ser bueno. Aunque en realidad, ahora que el niño estaba muerto, daba lo mismo. Él había conseguido volver a casa, y eso era lo más importante. Seguía teniendo el control. Inspiró profundamente y se obligó a centrarse. ¿Por qué tenía aquí a esta niña?

– Debes andar con cuidado -dijo en voz baja.

Odiaba el olor de la cría. Él se duchaba varias veces al día, nunca iba sin afeitar, siempre llevaba la ropa recién planchada. La madre olía como Emilie, a veces, cuando la enfermera que iba a su casa se retrasaba. Él no lo soportaba. Hedor a putrefacción humana. Olores corporales humillantes que eran consecuencia de la falta de control. Tragó saliva violentamente; tenía la garganta hinchada y dolorida.

– ¿Apago la luz? -dijo, retrocediendo un paso.

– ¡No! -La niña seguía viva-. ¡No! ¡Eso no!

– Pues entonces vas a tener que comer.

De alguna manera le resultaba excitante estar ahí de pie. Había enganchado la puerta a la pared, pero siempre cabía la posibilidad de que se cerrara si se descuidaba. Si tropezaba, por ejemplo, si perdía por un momento el equilibrio y se caía contra la puerta, el gancho se soltaría del cáncamo y la puerta se cerraría. Entonces estarían perdidos. Los dos. Él y la chiquilla. El hombre respiraba agitadamente. Podía entrar en el cuarto y confiar en el gancho. Era un buen apaño, lo había hecho él mismo: un cáncamo atornillado a la pared, hasta el fondo, con un taco para que quedara bien fijo. Un gancho, grande y sólido, no iba a soltarse solo. El hombre dio unos pasos más hacia el interior de la habitación.

Control.

Le habían fallado los cálculos. Tuvo que ahogar al niño. No tenía que haber sucedido así. Ciertamente no había planeado secuestrar al niño como había hecho con los demás; era inteligente hacer las cosas de modo diferente cada vez. Generaba confusión. No en él, claro, sino en los demás. Sabía que el niño dormía al aire libre por lo menos un par de horas al día. Al cabo de una hora, fue demasiado tarde. No para él, sino para los demás.

Habría sido mejor que Emilie fuera un chico.

– Tengo un hijo -dijo.

– Mmm.

– Es más joven que tú.

La niña parecía aterrorizada. Él se acercó un poco más hacia la cama. Emilie se arrimó a la pared, con los ojos desorbitados.

– Hueles que apestas -comentó él lentamente-. ¿No has aprendido a asearte? No te voy a dejar subir a ver la tele si apestas así.

Ella seguía petrificada, con la vista clavada en él. Ahora la cara se le había puesto blanca, no color piel, no rosa. Blanca.

– Tú ya eres una señorita, ¿sabes?

Emilie tenía la respiración muy acelerada. Él sonrió, más relajado.

– Come -la animó-. Lo mejor es que comas.

Después retrocedió hacia la puerta. Sintió la frialdad del gancho contra los dedos. Con mucho cuidado lo desenganchó del cáncamo. Después dejó que la puerta se cerrara lentamente entre la niña y él, puso la mano sobre el interruptor de la luz y lo invadió una enorme satisfacción al pensar en lo previsor que había sido al instalarlo por la parte de fuera. Apagó el interruptor, que ofreció una leve resistencia tan agradable al tacto que lo llevó a subirlo y bajarlo varias veces. Apagar y encender. Apagar y encender y apagar.

Al final dejó la luz encendida y subió a ver la televisión.

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