Emilie había recibido un regalo. Una muñeca Barbie con mechones de pelo que se le podían sacar de la cabeza y volver recoger con una llave que le sobresalía de la nuca. La muñeca tenía una ropa bien bonita: un vestido rosa con lentejuelas incluido en el paquete de la Barbie y un traje de vaquero en un paquete aparte. Emilie manoseaba el sombrero de vaquero. La Barbie estaba tumbada en la cama junto a ella, con las piernas separadas. Ella no tenía Barbies en casa. A mamá no le gustaba ese tipo de juguetes. A papá tampoco, y además Emilie ya era demasiado mayor para esa clase de cosas. Eso decía al menos la tía Beate.
– Quiero a mi papá…
– Yo puedo ser tu papá.
El señor estaba de pie en el umbral de la puerta. Tenía que estar loco. Emilie sabía mucho de gente loca. Torill, la que vivía en el número 14 de su calle, estaba tan loca que había que ingresarla cada dos por tres. Sus hijos tenían que vivir con los abuelos porque su mamá de vez en cuando se creía caníbal. Entonces se ponía a hacer una hoguera en el jardín y quería asar a Guttorm y Gustav a la parrilla. Una noche Torill llamó a la puerta en mitad de la noche, Emilie se despertó y bajó somnolienta detrás de papá para ver quién era. Allí estaba la madre de Guttorm y Gustav, completamente desnuda, con rayas rojas por todo el cuerpo, pidiendo prestado el congelador. Papá mandó a la cama a Emilie, que nunca se enteró muy bien de lo que pasó después, pero durante muchísimo tiempo nadie volvió a ver a Torill.
– Tú no eres mi papá -susurró Emilie-. Mi papá se llama Tønnes. Tú ni siquiera te pareces a él.
El señor se quedó mirándola. Sus ojos daban miedo, aunque era bastante guapo de cara. Mamá solía decir que Torill no era capaz de hacerle daño a una mosca, que peor andaba Pettersen, el de Grennbløkka. A Emilie no le parecía del todo correcto decir que Torill no podía hacerle daño a una mosca cuando quería asar a sus hijos a la parrilla cada dos por tres, pero no cabía duda de que Pettersen era aún peor. Había estado en la cárcel por meterles mano a unos críos. Emilie sabía lo que significaba meter mano. Se lo había explicado la tía Beate.
– Ya verás cómo nos hacemos amigos -dijo el señor, agarrando la Barbie-. ¿Te ha gustado esto?
Emilie no respondió. Estaba empezando a costarle respirar aquí dentro. Quizás hubiera agotado ya todo el aire, pues sentía una presión en el pecho y estaba mareada todo el rato. La gente necesitaba oxígeno. Al respirar se consume oxígeno hasta que el aire se queda vacío e inservible, por decirlo así. Se lo había explicado la tía Beate. Por eso era tan desagradable esconderse debajo del edredón, y después de un rato había que levantarlo para que entrara algo de oxígeno. Aunque la habitación fuera grande, ella ya llevaba allí una barbaridad de tiempo; muchos años, o al menos ésa era la sensación que tenía. Levantó la cabeza, jadeando.
El señor loco sonrió. Era evidente que él no tenía ningún problema para respirar. Quizás era sólo ella, quizá se iba a morir. Quizás el señor la había envenenado para meterle mano después. Emilie aspiró varias bocanadas anhelosamente.
– ¿Tienes asma? -preguntó el señor.
– No -resolló Emilie.
– Prueba a volverte a acostar.
– ¡No!
Si conseguía pensar en algo que no fuera el señor de los ojos que daban miedo, podría relajarse.
No había nada más en lo que pensar.
Cerró los ojos y se echó hacia atrás, hasta que su espalda topó con la pared. Ya no existían otros pensamientos. Nada. Papá ya habría dejado de buscarla.
– Duérmete, anda.
El señor se marchó. Emilie cerró los dedos en torno a la rígida muñeca Barbie. Hubiera preferido que le regalaran un peluche, aunque fuera ya demasiado mayor para eso también.
Ahora que estaba completamente sola, por lo menos podía respirar.
El señor no le había metido mano. Emilie se tapó con el edredón y al final se durmió.
Por fin Tønnes Selbu estaba solo. Sentía que ya no tenía existencia propia, que ya nada le pertenecía, ni siquiera su tiempo. La casa estaba siempre llena de gente: vecinos, amigos, Beate, sus padres y la policía, que evidentemente pensaba que era más fácil para él hablar con ellos en su casa. En realidad habría supuesto un alivio para él acudir a la comisaría, salir un poco. Ni siquiera le dejaban ir a la tienda. Beate y una vieja amiga de Grete se ocupaban de todo. El día anterior, su suegra incluso le había preparado un baño. Después de meterse en aquella agua tan caliente, casi había esperado que apareciera alguna mujer de la nada para frotarle la espalda. Se quedó tumbado hasta que el agua se puso tibia. Entonces Beate lo llamó a voces y al cabo de un rato golpeó la puerta, asustada.
Él había perdido el control de su tiempo.
Ahora estaba solo. No querían dejarlo en paz, los otros. Al final había estallado y había echado a todos a la calle. Esto le había sentado bien, porque le había recordado que seguía existiendo.
Posó la mano sobre el pomo.
La habitación de Emilie.
No había entrado allí desde la primera tarde, el día que desapareció la niña, y puso todo el cuarto patas arriba buscando alguna huella, una clave, una prueba de que Emilie estaba jugando. Se había pasado de la raya, claro, pero sólo estaba tomándole el pelo, asustándolo un poco para que se lo pasaran especialmente bien por la noche comentando la travesura de Emilie. Vació todos sus cajones. Los libros acabaron en el suelo, la ropa en un montón en el pasillo. Al final incluso les dio la vuelta a las sábanas y arrancó el póster de Disneyworld. No había ningún misterio, ningún acertijo, ninguna respuesta, ninguna pista. Nada que se pudiera resolver, interpretar o descifrar. Emilie había desaparecido. Él llamó a la policía.
El frío metal le quemaba la palma de la mano. Los latidos de su corazón le retumbaban en la cabeza, y no sabía exactamente qué iba a encontrar tras la puerta que le era tan familiar y que tenía el nombre de Emilie escrito en letras de madera. La M se había caído hacía medio año, de modo que se leía E-ilie, E-ilie. Mañana mismo compraría una M nueva.
Cuando por fin entró, vio que Beate había recogido todo y lo había colocado en su sitio. Los libros estaban ordenados en las estanterías, por colores, como le gustaba a Emilie. La cama estaba hecha. La ropa estaba metida en el armario. Incluso la mochila, que había sido confiscada por la policía, había sido devuelta a su lugar, en el suelo junto al escritorio.
Él se sentó con cuidado en el borde de la cama. Con el martilleo del corazón en los oídos, se esforzó por relajarse.
La policía pensaba que era culpa suya.
Tampoco es que lo hubieran acusado de nada. Los primeros días se sentía, en parte, como un paciente psiquiátrico a quien todo el mundo trataba con sumo cuidado y, en parte, como un bandido bajo fuerte sospecha. Era como si todo el rato tuvieran miedo de que se quitara la vida y por eso le dispensaban una atención casi sofocante. Al mismo tiempo había algo en su manera de mirarlo, una doble intención en las preguntas que le hacían.
Luego desapareció el niñito.
Entonces la actitud de los policías cambió, como si de pronto comprendieran que su desesperación era auténtica.
Luego encontraron al niñito.
Cuando dos de los policías llegaron y le contaron que el niño estaba muerto, le dio la impresión de que lo estaban sometiendo a un examen, de que lo culparían indirectamente de la muerte de Kim Sande Oksøy si no respondía con precisión a lo que le preguntaban, si no hacía los gestos apropiados para una situación como ésa. ¡Una situación como ésta!
Le habían pedido que elaborase una lista de toda la gente que había conocido. Tenía que empezar por nombrar a los miembros de la familia, después a los amigos más íntimos, luego a los que veía con menos frecuencia, después a los conocidos, las ex novias, los ligues de una noche y, finalmente, a los compañeros de trabajo, con sus respectivas esposas. Era imposible.
– Esto es imposible -les había dicho abriendo los brazos, pues al repasar los años del instituto no lograba recordar más que el nombre de cuatro de sus compañeros de clase-. ¿Es esto realmente necesario?
– Les estamos pidiendo lo mismo a los padres de Kim -explicó la mujer policía pacientemente-. Después comparamos las listas. Queremos averiguar si tienen ustedes conocidos en común, o si los han tenido alguna vez. No sólo es necesario, sino que además es muy importante. Creemos que los dos casos están relacionados de algún modo, y por eso es fundamental encontrar posibles vínculos entre las familias.
Tønnes Selbu pasó los dedos sobre la cama de Emilie, sobre las letras que había trazado sobre la madera cuando estaba descubriendo el alfabeto. Deseaba acercarse su pijama a la cara. Era imposible. Percibir el rastro de su olor le resultaba demasiado doloroso.
Quería acostarse en la cama de Emilie. No lo consiguió. Tampoco conseguía ponerse en pie. Le dolía todo. Quizá le convenía llamar a Beate, después de todo. Quizá le haría bien que viniese alguien, alguien que pudiera llenar el espacio vacío que lo rodeaba.
Tønnes Selbu se quedó sentado en el borde de la cama de su hija. Rezaba, intensa y constantemente. No a Dios, que no era más que un personaje extraño que él introducía en los cuentos que le contaba a Emilie; le rezaba a su mujer muerta. No había cumplido la promesa que le había hecho a Grete en sus últimos momentos de vida. No se había ocupado lo suficiente de Emilie.