– Bienvenida al estudio, Inger Johanne Vik. Usted es jurista y psicóloga y ha escrito una tesis doctoral sobre por qué la gente comete delitos sexuales. Después de lo que ahora ha…
Inger Johanne cerró los párpados por un momento. A pesar de la intensidad de la luz, hacía tanto frío en aquella enorme sala que ella notaba que se le encogía la piel del antebrazo.
Habría debido rechazar la invitación, decir que no. Sin embargo, dijo:
– Permítame en primer lugar precisar que yo no he escrito ninguna tesis sobre por qué alguien se convierte en un delincuente sexual. Eso, a mi juicio, es algo que nadie puede saber con certeza. Lo que yo he hecho es comparar una muestra arbitraría de delincuentes sexuales sentenciados con una muestra igual de condenados por delitos económicos para investigar las semejanzas y las diferencias en su entorno, su infancia y su temprana juventud. Mi tesis se titula «Sexuality motivated crime, a comp…».
– Está entrando en detalles que pueden confundir a la audiencia, Vik. En definitiva, es autora de un importante trabajo sobre delincuentes sexuales. En menos de una semana, dos niños han sido arrancados brutalmente de los brazos de sus padres. ¿Alberga usted alguna duda sobre la naturaleza sexual de estos delitos?
– ¿Alguna duda…?
Inger Johanne no se atrevía a agarrar el vaso de plástico con agua. Para evitar que los dedos le temblaran descontroladamente tuvo que sujetarse las manos. Quería contestar, pero le fallaba la voz. Tragó saliva.
– No es que lo dude, sino que no entiendo sobre qué base se puede sostener algo así.
El entrevistador levantó la mano y frunció el entrecejo, como si ella hubiera violado algún tipo de acuerdo.
– Obviamente, no hay que descartar esa posibilidad -rectificó ella-. Todo es posible. Los niños pueden haber sido víctimas de una agresión sexual, pero también de algo completamente distinto. No estoy en la policía y sólo conozco los casos a través de los medios de comunicación. Sin embargo, yo diría que la investigación ni siquiera ha dejado claro si los dos… secuestros, por así llamarlos… guardan alguna relación entre sí. Cuando acepté venir aquí fue porque creí entender que… -Tragó saliva de nuevo. La garganta se le cerraba. La mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que esconderla bajo el muslo. Habría debido rechazar la invitación.
– En cambio usted -dijo el presentador del programa con chulería, clavando los ojos en una señora de traje negro y una larga cabellera plateada-, Solveig Grimsrud, presidenta de la recién fundada organización Proteger a Nuestros Hijos, usted es claramente de la opinión de que nos enfrentamos a un pederasta.
– Por lo que sabemos de casos parecidos que se han dado en el extranjero, resulta increíblemente ingenuo creer otra cosa. Cuesta imaginarse algún otro motivo por el que alguien secuestraría a unos niños que no tienen nada que ver entre sí, al menos según los periódicos. Conocemos casos de Estados Unidos y de Suiza, por no hablar de los terribles sucesos de Bélgica de hace unos pocos años… Conocemos estos casos, y conocemos los resultados. -Grimsrud se dio una palmadita en el pecho, y el micrófono que llevaba prendido a la solapa de la chaqueta emitió un desagradable pitido. Inger Johanne vio que un técnico situado detrás de las cámaras se echaba las manos a la cabeza.
– ¿Qué quiere decir con… los resultados?
– Quiero decir lo que digo. Los secuestros de niños se deben siempre a una de estas tres cosas. -Un largo mechón le cayó a Solveig sobre los ojos, y ella se lo colocó detrás de la oreja antes de comenzar su enumeración, que recalcaba con los dedos de una mano-. En primer lugar, está la simple y llana extorsión, cosa que podemos descartar en estos casos porque las familias de los niños tienen una economía normal y no podrían pagar grandes sumas a los secuestradores. Luego tenemos a un gran número de niños que son secuestrados por la madre o el padre, con más frecuencia por este último, tras la ruptura de la vida en común. Esto también queda descartado en estos casos; la madre de la chica está muerta, y los padres del niño siguen casados. Esto nos deja con la última posibilidad: que los niños hayan sido secuestrados por uno o más pederastas.
El presentador del programa vaciló.
Inger Johanne sintió como en sueños la tripa desnuda de un niño contra la espalda, el cosquilleo de dedos dormidos sobre la nuca.
Un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y la vista baja, tomó aliento y se puso a hablar apresuradamente.
– A mi juicio, la teoría de Grimsrud no es más que una entre muchas. Creo que deberíamos…
– Fredrik Skolten -lo interrumpió el presentador-. Es detective privado y ha trabajado durante veinte años en la policía. Queremos informar a los telespectadores de que hemos invitado a la Kripos a enviar a algún representante a este programa, pero han declinado la oferta. Señor Skolten, con la larga experiencia que tiene usted en la policía, ¿qué teorías cree que se barajan ahora?
– Como estaba a punto de decir… -El hombre clavó los ojos en un punto de la superficie de la mesa mientras se frotaba la palma de la mano izquierda con el dedo índice derecho-. Por ahora, es probable que muchas líneas de investigación continúen abiertas. Pero hay mucho de cierto en lo que dice Grimsrud. Los secuestros de niños suelen encajar en tres categorías, las tres que ella… Y las dos primeras parecen bastante…
– ¿Inverosímiles?
El presentador se inclinó hacia él, como si ambos mantuviesen una conversación íntima.
– Bueno, sí. Pero no hay fundamento para… Así sin más…
– Ya es hora de que la gente despierte -lo interrumpió Solveig Grimsrud-. Hasta hace poco hemos creído que las agresiones sexuales a niños eran algo que no nos incumbía, algo que sólo ocurría lejos de aquí, en Estados Unidos, por ejemplo. Hemos dejado que nuestros niños fueran solos al colegio, que se fueran de acampada sin adultos, que se quedaran en casa durante horas sin alguien que los cuidara. Así no podemos seguir. Ya es hora de que…
– Ya es hora de que yo me retire.
Inger Johanne se levantó de forma maquinal. Miró directamente a la cámara, un cíclope electrónico que le devolvía la miraba con un ojo gris y vacío que la dejó helada. Aún tenía el micrófono prendido a la solapa.
– Esto pasa de castaño oscuro. En algún lugar, ahí fuera -elevó el dedo hacia a la cámara-, está sentado un viudo cuya hija desapareció hace una semana. Y también un matrimonio. Les han robado a su hijo; se lo quitaron en mitad de la noche. Y aquí estás tú… -apuntó a Solveig Grimsrud con una mano trémula-, diciéndoles que ha pasado lo peor. No tienes ninguna, repito, ninguna base para sostener algo así. Es desconsiderado, cruel…, irresponsable. Como ya he dicho, sólo conozco estos casos por los medios de comunicación, pero espero… Lo cierto es que estoy segura de que la policía no se ha cerrado en banda como tú. Aquí y ahora soy capaz de imaginar seis o siete explicaciones alternativas de estos secuestros, tan convincentes o tan absurdas como las demás. Pero por lo menos están mucho más fundamentadas que tus especulaciones sensacionalistas. Hace sólo un día que desapareció el pequeño Kim. ¡Un día! No tengo palabras… -No era sólo una frase hecha. Se quedó callada. Después se arrancó el micrófono de la solapa y se marchó. La cámara la siguió hasta la puerta del estudio, con movimientos bruscos y poco usuales.
– Bueno -dijo el presentador. Le sudaba el labio superior y respiraba con la boca abierta-. Ya hemos pasado por esto en otras ocasiones.
En otra parte de Oslo, dos hombres estaban sentados mirando la televisión. El mayor de ellos sonrió levemente, el más joven asestó un puñetazo a la pared.
– Joder. Qué tía. ¿La conoces? ¿Has oído hablar de ella?
El mayor de ellos, el comisario Yngvar Stubø de la Kripos, asintió con aire ausente.
– He leído la tesis de la que ha hablado. Bastante interesante, la verdad. Ahora está investigando sobre el seguimiento por parte de los medios de comunicación de los crímenes más brutales. Por lo que entendí de un artículo que leí, está estudiando el modo en que afectó a una serie de condenados el hecho de que su caso tuviese o no mucha repercusión en la prensa. El punto en común es que todos proclamaban su inocencia. Lleva muchos años estudiando eso. Desde los años cincuenta, creo. No sé por qué.
– Al menos la señora tiene agallas -comentó Sigmund Berli con una sonrisa-. Creo que nunca había visto a nadie levantarse y largarse. ¡Es tremendo! ¡Sobre todo porque tiene razón!
Yngvar Stubø se encendió un puro enorme, señal de que daba la jornada laboral por terminada.
– Tiene tanta razón que sería muy interesante hablar con ella -respondió poniéndose su chaqueta-. Nos vemos mañana.