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– ¿Está seguro de que no quiere que hablemos en inglés?

Él negó con la cabeza. En un par de ocasiones, a Inger Johanne le había parecido que él no entendía lo que le estaba diciendo. Ella había repetido lo mismo con otras palabras, más sencillas. No era fácil saber si había servido para algo. Él no cambiaba su expresión y decía muy poca cosa.

Aksel Seier había pedido filete mignon y una cerveza. Inger Johanne se conformó con una ensalada cesar y un vaso de agua con hielo. Eran los únicos clientes en el 400 Club, una mezcla rural de restaurante y diner, a sólo siete minutos a pie de Ocean Avenue. Aksel Seier se había dirigido primero a su coche, pero se había encogido de hombros y había accedido a ir caminando cuando Inger Johanne insistió. Era demasiado tarde para almorzar, demasiado temprano para cenar. La cocina funcionaba a medio gas. Antes de que les llevaran la comida, a Inger Johanne le había dado tiempo de hablarle a Aksel Seier de Alvhild Sofienberg, la señora que en su momento se había interesado tanto por su caso, pero luego se había visto forzada a dejarlo de lado. Le había contado que ahora Alvhild, todos estos años más tarde, quería averiguar por qué lo habían condenado primero para soltarlo de pronto, casi nueve años después. Inger Johanne le describió la vana búsqueda de los documentos relativos al caso. Al final, y casi a modo de apostilla banal, le explicó el motivo de su propio interés por su historia.

Les sirvieron la comida. Aksel Seier levantó el cuchillo y el tenedor. Comía despacio, masticando largamente. Volvió a dejar que el flequillo le cayera sobre los ojos. Debía de ser un truco de toda la vida; los gruesos rizos grises se convertían en un muro entre él y su interlocutor.

«No te interesa -pensaba ella-. Da la impresión de que no te interesa. No entiendo en realidad por qué me has acompañado hasta aquí. ¿Por qué no me echaste inmediatamente? Yo me habría marchado sin rechistar. O podrías haber escuchado lo que tenía que decirte y haberte despedido después para siempre. Ya te puedes levantar. Puedes acabar de comer, aceptar una comida gratis de un pasado que has olvidado y escondido, y largarte de aquí. Estás en tu derecho. Has tardado tantos años en olvidar, y ahora yo lo estoy echando todo a perder. Estoy hurgando en tu herida. Vete.»

– ¿Qué esperas que diga?

La mitad del filete se había quedado en el plato. Aksel metió la hoja del cuchillo ente los dientes del tenedor y apuró el vaso de cerveza. Después se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

«Espero alguna forma de entusiasmo -pensó ella-. Es absurdo. Me he sentido como un ángel, como un mensajero que portaba noticias maravillosas. Espero… ¿Qué es lo que quiero? Desde el momento en que leí tu historia, desde el momento en que entendí que Alvhild tenía razón, me he visto a mí misma en el papel del hada buena, la que iba a solucionar el entuerto. Iba a venir aquí a contarte lo que tú ya sabes: que eras inocente. Que eres inocente. Te lo estoy confirmando, he hecho todo el viaje desde Noruega, y tú tienes que estar… agradecido. ¡Espero que me lo agradezcas, joder!»

– No espero nada de nada -respondió en voz queda-. Si quiere, me voy.

Aksel sonrió. Tenía los dientes grises y regulares. Desentonaban con su rostro. Era como si alguien hubiera recortado una boca sin usar y la hubiera cosido en un lugar que simplemente no le correspondía. Pero el hombre estaba sonriendo y había posado las manos sobre la mesa.

– Siempre me he imaginado cómo sería conseguir que… -Calló, buscando las palabras.

Inger Johanne no sabía si ayudarle o no. La pausa se hizo larga.

– Que le rehabilitaran -aventuró ella al fin.

– Exacto. Rehabilitación. -Aksel echó un vistazo a su vaso de cerveza vacío.

Inger Johanne pidió que se lo rellenaran. Tenía mil preguntas y no conseguía acordarse de una sola de ellas.

– ¿Por qué? -comenzó sin saber lo que quería decir-. ¿Es usted consciente de que la prensa criticó el hecho de que le condenaran? ¿Sabía que varios periodistas se burlaron de la fiscalía y de los testigos que declararon contra usted?

– No.

La sonrisa había desaparecido, el flequillo estaba a punto de volver a caer. Sin embargo, su actitud no resultaba agresiva, aunque tampoco denotaba una gran curiosidad. Hablaba con voz monótona, quizá porque se había desacostumbrado del idioma. O quizá más bien se estaba concentrando con todas sus fuerzas simplemente en asimilar las palabras de Inger Johanne.

– No me daban periódicos.

– Pero ¿y después? ¿Cómo es que no se enteró más tarde? ¿No se lo contó alguien, sus compañeros en la cárcel…?

– Yo no tenía compañeros en la cárcel. No era exactamente un… friendly place.

– ¿No había periodistas que quisieran hablar con usted? Me he traído unos artículos, se los puedo enseñar, y me extrañaría mucho que sus autores no hubieran intentado contactar con usted una vez dictada la sentencia. Yo, por mi parte, he intentado rastrear a los dos periodistas más críticos, pero ambos, desgraciadamente, han muerto. ¿Recuerda si intentaron hablar con usted?

El vaso de cerveza volvía a estar medio vacío. Él pasó el dedo por el borde.

– Quizás. Hace tanto tiempo. Yo creía que todo el mundo… Creía que todo el mundo…

«Creías que todo el mundo te quería mal -pensó Inger Johanne-. No querías hablar con nadie. Dejaste que te aislaran, en todos los sentidos, y no te fiabas de nadie. De mí tampoco debes fiarte. No debes pensar que yo puedo enmendar nada. Tu caso es demasiado antiguo. Nunca se reabrirá. Yo simplemente tengo curiosidad, tengo preguntas que plantear. Me gustaría tomar notas. Llevo en el bolso un cuaderno y una grabadora. Si los saco, corro el riesgo de que te vayas, de que digas que no, de que por fin entiendas que mis motivos son totalmente interesados…»

– Como le he dicho antes… -Ella hizo un gesto hacia el vaso de cerveza, ¿quería más? El negó no con la cabeza-. Yo investigo. Estoy trabajando en un proyecto en el que comparo…

– Ya me lo has contado.

– Claro. Me preguntaba… ¿Le importa que vaya tomando apuntes de nuestra conversación?

Una voluminosa mujer dejó la factura sobre la mesa, delante de Aksel. Inger Johanne la agarró con una precipitación un poco excesiva. La mujer echó la cabeza hacia atrás con un movimiento arrogante y se alejó contoneándose hacia la cocina sin mirar atrás. El semblante de Aksel se ensombreció.

– Quiero pagar yo -dijo-. Pásame esa factura.

– No, no… Permítame… La universidad cubre mis gastos… Quiero decir, he sido yo quien lo ha invitado a usted.

Give me that! [9]

Ella soltó la factura, que cayó al suelo. Él la recogió, sacó una cartera desgastada y empezó a contar billetes lentamente.

– Quizá quiera hablar contigo más tarde -dijo sin levantar la vista-. Tengo que pensar un poco. ¿Cuánto tiempo te quedas?

– Por lo menos algunos días.

– Algunos días. Thirty-one, thirty-two.

El fajo era grueso, los billetes estaban bastante arrugados.

– ¿Dónde te alojas?

– En el Augustus Snow.

– Me pondré en contacto contigo. -Echó la silla para atrás y se levantó con pesadez. Se parecía poco al hombre que se había subido a una precaria escalera aquella misma mañana para cambiar el gallo de la veleta por un cerdo.

– ¿Puedo preguntarle una cosa? -dijo Inger Johanne rápidamente-. ¿Una sola cosa, antes de que se vaya?

Él no respondió, pero tampoco hizo ademán de irse.

– ¿Le dijeron algo cuando lo soltaron? Quiero decir, ¿le dieron alguna explicación de lo que había pasado? Le dijeron si lo habían indultado, o…

– Nada. No me dijeron nada. Me dieron una maleta para que metiera mis cosas, un sobre con cien coronas y la dirección de una casa donde alquilaban habitaciones. Pero no dijeron nada. Except, hubo un tipo, un… No llevaba uniforme ni nada. Dijo que debía mantener la boca cerrada y darme por satisfecho. «Mantén la boca cerrada y date por satisfecho», me acuerdo bien de esa frase. ¿Pero explicaciones? Nope. -Volvió a mostrar los dientes con una mueca chocante que hizo que ella bajara la mirada.

Aksel Seier se dirigió hacia la salida y desapareció, sin esperarla, sin acordar nada más concreto. Ella se quedó jugueteando con el vaso de agua, esforzándose por recordar algo que se le escapaba.

Había algo en la casa de Aksel Seier que parecía fuera de lugar. Había visto algo, alguna cosa que la había hecho reaccionar, después, cuando era demasiado tarde, algo que encajaba con aquel interior tan abigarrado, pero que al mismo tiempo contrastaba con su entorno. Cerró los ojos e intentó visualizar la casa de Aksel Seier. El mascarón de proa. El cuadro de la batalla. La lapona desangelada con su traje desteñido. El caballero de la pared. Un reloj de pie cuyas pesas eran herraduras. La estantería con cuatro libros. No recordaba el título de ninguno. Una lata de café vieja con dinero suelto cerca de la puerta. El aparato de televisión con antena. Una lámpara en forma de tiburón, que dentelleaba el suelo y tenía la bombilla en la cola. Un labrador de madera muy vivo y pintado de negro. Objetos absurdos y atractivos que, de algún modo, armonizaban entre sí.

Y algo más. Algo que la había hecho reaccionar, pero que no había notado hasta que era demasiado tarde.


Aksel Seier caminaba a toda prisa. Estaba pensando en un día de primavera de 1966, el día que vio Oslo por última vez. La niebla se extendía sobre el fiordo, y él iba a bordo del MS Sandefjord, que navegaba con rumbo a Estados Unidos cargado de abonos químicos.

El capitán había asentido levemente cuando Aksel le había expuesto la situación, directamente y sin rodeos. Le contó que había cumplido una larga condena y que aquí en Noruega nada parecía salir bien. Le aseguró al capitán que podía estar completamente tranquilo; Aksel Seier tenía la nacionalidad norteamericana. Le había mostrado su pasaporte; era auténtico. Lo único que quería era hacer algo de provecho al otro lado del Atlántico, si lo dejaban.

Podía echar una mano en la cocina. Antes de que llegaran al faro de Dyna, había pelado cuatro kilos de patatas. Después subió a cubierta por un momento. Comprendió que se iba para siempre.

Lloró, aunque no sabía por qué.

Desde entonces no había vertido una sola lágrima, hasta ahora.

Fue corriendo hasta casa. La verja lo castigó con un cerrojo que se resistía. El cartero paró la furgoneta, sacó la cabeza por la ventanilla, señaló al cerdo y se rió. Aksel saltó la valla de poca altura, entró en la casa y cerró cuidadosamente la puerta tras sí. Luego se acurrucó en la cama. El gato chillaba ante la ventana, pero él no quería escuchar.

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